Rafael Borràs, el último caballero de la edición
Forma parte de una estirpe extinguida, la de los editores de la edad de oro del libro, cuando en las grandes empresas del ramo las ideas no estorbaban al negocio. Dirigió el criterio literario de Planeta durante las mejores dos décadas de la editorial y ayudó a esclarecer la historia y la memoria contemporánea del país con la colección Espejo de España. Después de publicar sus memorias en tres abundantes tomos, Borràs sigue su obstinada tarea por otros medios y entrega su segunda casi-novela, ‘La subasta’. Una oportunidad de reivindicar ese “oficio de caballeros” que desapareció usurpado por los gestores. Por BORJA MARTÍNEZ
Nos encontramos con Rafael Borràs el día de San Juan en su casa del Paseo de Sant Joan, en Barcelona. Afuera, en el caluroso mediodía de la capital catalana, y subido al pedestal que hace más de cien años le pusieron en la intersección con la Diagonal, hace guardia entre cipreses el mosén Verdaguer esculpido por Joan Borrell i Nicolau.
Otro día de San Juan, hace dieciséis años, Borràs estaba en Madrid convocado por Luis María Anson en su despacho latifundio de La Razón. Anson, preocupado por la entonces inminente aparición del primer volumen de memorias de Borràs, La batalla de Waterloo, había decidido, y así se lo comunicaba, prescindir de su colaboración semanal en el periódico. La firma de Borràs, republicano convicto y confeso, era una de las que funcionaba como «coartada de liberalidad» del joven periódico creado por el veterano periodista monárquico. Anson temía –equivocadamente– que el libro fuese un desahogo contra los Lara, para quienes Borràs había trabajado como director literario de Planeta durante más de veinte años hasta su salida del grupo en 1995, y quería evitar a toda costa un desencuentro con los accionistas mayoritarios del diario.
Al final fue el propio Anson quien terminó mal con los Lara. Lo exteriorizó en varias ocasiones, la más sonada con un artículo publicado en vísperas del fallo del Planeta de 2008, con el que pretendía denunciar «la farsa» del emblemático premio, pero que parecía más bien una pieza de revancha de alguien que había presidido durante años, en parecidos términos, otro lucrativo certamen de la casa, el Premio Fernando Lara de Novela.
«Parece mentira que a su edad Anson todavía crea que los niños vienen de París», apunta con sorna Borràs, sentados ya en los blancos sofás de su salón, el aperitivo religiosa, republicanamente dispuesto, en compañía de su mujer, Isabel Blancafort. Es poco probable que Anson haya creído alguna vez en las cigüeñas, pero su cinismo brinda a nuestro interlocutor la ocasión de recurrir una vez más a la frase utilizada por José Manuel Lara padre en la rueda de Prensa del Planeta de 1989 para responder a un periodista que le interpelaba ingenuamente acerca de un detalle sospechoso del ceremonial del premio. Borràs la esgrime con frecuencia porque resume las razones comerciales del galardón que él mismo organizó en más de una veintena de ocasiones. Y la trae de nuevo a colación a modo de dedicatoria –«A todos los que todavía creen que los niños vienen de París»– en su nuevo libro, La subasta (Berenice), donde cuenta precisamente la anécdota en el despacho de Anson.
La subasta es la segunda «casi novela» de Borràs después de Cuando tú ya estés muerto (Edhasa, 2016). En la primera el autor, convenientemente camuflado y desdoblado, se situaba a sí mismo en la acción, ambientada en el Madrid de noviembre de 1975, rodeado de amigos, conocidos y autores propios y ajenos que asistían a las tensas vísperas de la muerte de Franco, para reflexionar sobre la Historia de España acontecida y por venir. En La subasta repite el mecanismo. El escenario esta vez es la Feria del Libro de Frankfurt de 1982, pocas semanas antes del arrollador triunfo electoral del PSOE y con la maquinaria de poder del pujolismo adquiriendo ya velocidad de crucero. La anunciada subasta del manuscrito de unas supuestas memorias apócrifas de Franco acapara el interés de los españoles desplazados a Alemania. Es el macguffin de un artefacto literario juguetón y sustancioso desde el que además Borràs amplía lo contado en los tres volúmenes de sus imprescindibles memorias –La batalla de Waterloo (2003), La guerra de los planetas (2005) y La razón frente al azar (2010)– y en sus ensayos históricos –entre los que cabe destacar su trilogía dinástica: El rey de los rojos (1996), dedicado a Don Juan de Borbón; El rey perjuro (1997), sobre Alfonso XIII, y El rey de los cruzados. Don Juan Carlos I y la monarquía prodigiosa (2007)–.
Pese a declararse en sus memorias incompetente para la novela –«cada uno ha de tener conciencia de sus limitaciones y Dios, evidentemente, no me ha llamado por el camino de la ficción» (La razón frente al azar, p. 400)–, Borràs reincide por la vía de la casi ficción porque medio siglo de trayectoria en el meollo de la edición española da para mucho, y porque considera necesario insistir en ciertas ideas sobre la Historia de España, a cuyo conocimiento tanto ha contribuido como autor y sobre todo como editor de la colección Espejo de España, el mayor y más sistemático esfuerzo editorial para el esclarecimiento del pasado reciente de nuestro país. Ya lo dice el nebuloso profesor Elbo, criatura borrasiana que ejerce de narrador de La subasta, en una de las tres citas que encabezan el volumen: «Siempre se escribe el mismo poema, el mismo ensayo, la misma novela, pero como nunca, o casi nunca, el personal se entera de lo que uno ha querido explicar, conviene repetirlo, tal como afirmaba André Gide».
Da la impresión de que muchas de las cosas que se cuentan en este libro sólo tú las sabes o las recuerdas. ¿Queda viva mucha gente que pueda entender las claves secretas de ‘La subasta’?
Hay un pasaje en el que lo digo, cuando hablo de Andrés Bosch, todo un premio Planeta, y del doctor Enrique Salgado. ¿Quién se acuerda hoy de ellos? Nadie. ¿Pero es que quién sabe hoy quién era Josep Maria Castellet?
Andrés Bosch, premio Planeta hace sesenta años, 1959, con su pugilística novela La noche, y Salgado, que compaginaba el ejercicio de la oftalmología con la autoría de libros populares de muy variada temática –sus Radiografías, de Franco al Che pasando por Cristo, la cual le sirvió con los años para sostener un pleito por plagio contra J. J. Benítez y su Caballo de Troya–, Salgado y Bosch, decíamos, protagonizan un divertido pasaje de La subasta con otro personaje real de por medio, Manuel Sanmiguel, fraile rebotado, director de Ediciones Guadarrama, y los servicios de una prostituta como argumento para lubricar un acuerdo editorial que nunca llegará a cerrarse. Personajes reales que se imponen a la ficción, que unas veces aparecen con su nombre real, como Bosch, Salgado y Sanmiguel, y otras reciben un gentil sobrenombre, como Columna Lahola –«con tanto Lahola por aquí, Lahola por allá, tengo la impresión de que hablamos chino»–, joven y vehemente escritora que compone una caricatura certera de ciertos autores refugiados desde hace casi cuarenta años bajo el paraguas del nacionalismo.
Comentando precisamente los hechos protagonizados por Lahola en el stand de Planeta con una botella de fino de por medio, similar a la que trasegamos ahora en casa Blancafort-Borràs, dos de los personajes de La subasta esclarecen el inteligente ejercicio cervantino que representa el libro:
«Esto no lo pongas en la novela que algún día escribirás, posiblemente con el título de La subasta —me dice muy serio el editor de Ridruejo—: nadie se lo creería.
—Claro que no, claro que no. Recuerda que en novela no hay cosas verdaderas o falsas, sino verosímiles o inverosímiles».
(Fiel a Dionisio Ridruejo hasta el final, «el editor de Ridruejo», sobrenombre a su vez de Martí Martín, es el apelativo más frecuente de Borràs en su ficción. Condecoración autoimpuesta. «Pese a la diferencia de edad», explica, «fue el amigo mayor que todos necesitamos para que nos oriente sin ser agobiante. De todo el grupo de las arrepentidas –los Serrano Suñer, Laín, etcétera– fue el único que pagó con cárcel y prohibiciones». Le conoció personalmente el 12 de abril de 1955, cuando Borràs apenas contaba 19 años y Ridruejo, con 40, pronunció en el Ateneo de Barcelona una polémica conferencia cuya versión para la posteridad taquigrafió el propio Rafael a instancias de uno de los organizadores. Aquel acto marcó el comienzo del exilio interior del antiguo prócer falangista, que culminaría con su detención en 1956. «Supe desde el principio», cuenta Rafael en el primer volumen de sus memorias, que «Dionisio sería un punto de referencia en toda mi futura andadura». Y en efecto, la labor intelectual y editorial de Borràs se ha visto siempre alentada por el ejemplo democrático del Ridruejo maduro).
«Lo de Frankfurt es un poco un timo»
«Aquí lo que tendríamos que ver», nos dice el autor volviendo a su libro, «es si estos personajes que están más o menos inspirados en personas reales tienen fuerza y se aguantan por sí mismos como personajes de ficción. Porque si es así entonces es igual que estén basados e inspirados en personas reales y la gente sepa o no quiénes eran».
Borràs sostiene, pues, que su gran preocupación es que sus personajes sean consistentes literariamente. Pero no se puede ignorar el interés testimonial de un libro que rescata y retrata a figuras hoy casi olvidadas pero muy importantes en su día como Sebastián Auger, el Vampiro del libro, editor del influyente Grupo Mundo y de la Editorial Dopesa vinculado al Opus Dei, símbolo de una época. A quien no es tan sencillo identificar es a Román Romero, «el poeta lírico» cornudo y apaleado que trabaja en funciones editoriales para el Vampiro (—¿Quién es? —Mejor no te lo digo), una recurrente presencia cómica de La subasta.
¿Cómo veías la cita anual de Frankfurt?
El primer año, 1974, fui como un pardillo. Planeta no tenía ni stand. Estábamos realquilados en otro. Aquello no podía ser. Convencí a José Manuel [Lara padre] y lo montamos el año siguiente. Me di cuenta de la importancia de Frankfurt, pero también de que quien iba allí a buscar un best seller se equivocaba. Los best sellers se encuentran a lo largo del año.
Pero la feria está basada en buena medida en esa expectativa.
Lo de Frankfurt es un poco un timo. Pero yo iba a los stands de los pequeños países y encontraba cosas. Lo que cuento en el libro de la biografía de Wojtyla es cierto. La compré por cuatro perras en el stand de Polonia.
(«El editor de Ridruejo, muy contento, me dice que él ya ha justificado su estancia en la Feria: los libros de tema religioso, aunque no me lo crea, siguen vendiéndose»).
Borràs explica en el segundo volumen de sus memorias el endiablado mecanismo que se intuye de fondo en La subasta. «Con los años se impuso una práctica perversa, que nos llevó a todos a la espiral disparatada de las subastas. Un agente anunciaba que tenía los derechos de una determinada obra y que la ponía a subasta», casi siempre coincidiendo con Frankfurt. «La cifra que se ofertaba era siempre inferior a lo que se estaba dispuesto a pagar, con lo que, una vez igualada por la competencia, de manera inconsciente se iba acrecentando a base de pequeñas alzas que al final, sumadas, habían disparado la cifra pensada» (La guerra de los planetas, pp. 85–86). Semejante estado de cosas se basaba en la convicción de los agentes de que editoriales como Planeta o Plaza & Janés, del mismo modo que el Madrid o el Barça, estaban dispuestas a pagar lo que fuera por conseguir una determinada obra. Borràs, sin embargo, cambió el sistema desde Planeta: ellos determinarían previamente la cifra máxima que estaban dispuestos a ofrecer y no la incrementarían bajo ningún concepto. Aquello tenía el inconveniente de pagar de más en algunas ocasiones y quedarse fuera del juego en otras, pero era una estrategia estable, que racionalizaba el ecosistema de las pujas y que «en cualquier caso nos evitaba caer en la espiral de las subastas, con toda la carga neurótica que comportaba».
¿El caso de la subasta de la biografía apócrifa de Franco está basado en un episodio real?
No, pero hubiera podido pasar.
No obstante, que el objeto de deseo de los editores españoles congregados en Frankfurt sea precisamente un libro de esa naturaleza te sirve para abundar en tu gran tema, que es la Historia de España.
Este es un libro triste porque en definitiva la subasta no es sólo la del libro. En ese momento se ha subastado la CNT, por ejemplo. Se ha subastado o se subastará el PCE y la esperanza que representará el socialismo. Hay una serie de subastas durante la Transición, y señalarlo era mi intención.
En el futuro, esa biografía apócrifa del general será la novela que escriba, a instancias de Borràs, Manuel Vázquez Montalbán. Pero el Yo, Franco que Rafael le había propuesto como «biografía novelada» se convertirá en «novela-novela», Autobiografía del general Franco (Planeta, 1992). Vázquez Montalbán le seguirá el juego y creará a un Marcial Pombo, de oficio escritor y con un extenso historial de resistencia y lucha contra la dictadura a sus espaldas, que recibe a su vez con perplejidad de su propio editor el encargo de escribir la autobiografía de aquel Caudillo de sus desdichas. Otra vez el juego de espejos. «Crecí a la sombra de su miedo, forcejeé contra Franco con tanta vergüenza como miedo y finalmente me di cuenta de que a Franco sólo le había vencido la biología y ni siquiera el olvido de su rastro era mi victoria, sino que se me convocaba para sacarle del olvido y convertirlo en memoria para los tiempos venideros» (Autobiografía del general Franco, pp. 20–21). Vázquez Montalbán prosigue el exorcismo personal y colectivo que supone toda su obra con la complicidad de Borràs, cuya experiencia de la posguerra había sido bien distinta. Vástago de una familia de clase media acomodada de Barcelona, gente de orden del «partido de la abstención» –ausente, eso sí, la figura del padre, fallecido de cáncer en febrero de 1941–, solo la tía Maria, militante catalanista antes de la Guerra, pondrá furtivamente en antecedentes al niño Rafael del mundo republicano que no había conocido, desafiando el silencio familiar y colectivo. Todo ello lo cuenta él en páginas impagables del primer volumen de sus memorias. Quizá aquella infancia in albis determinó su búsqueda como editor de las causas de la Guerra, así como su disposición liberal a entender «las razones del otro», siguiendo la idea de Marañón –revolucionaria en un país marcado por el maniqueísmo– que ha guiado su desempeño profesional junto con la máxima orsiana de «la obra bien hecha».
Hay episodios reales que no contabas en tus memorias y en ‘La subasta’ sí. ¿Te has sentido más desinhibido por tratarse de una ‘casi novela’ o es que ahora te sientes más libre para decir determinadas cosas?
Supongo que sí, más tranquilo y según cómo más acojonado, porque hay cosas que he contado muy libremente en este libro y luego he pensado, coño, ¿y si los herederos se cabrean? Por ejemplo, lo de Cambó.
Una historia de hijas naturales, peleas por herencias y abogados desleales… Hay episodios de una franqueza tremenda. Como cuando hablas de Martín de Riquer.
O de José Pardo. Que a su mujer le robaron el abrigo en el Frankfurter Hof es cierto.
Otro personaje olvidado, José Pardo. Editor de Noguer, «había sido el segundo de a bordo de Martín de Riquer en la inmediata posguerra, cuando éste desempeñó la Jefatura Provincial de Propaganda, dependiente de la Subsecretaría de Educación Popular del Ministerio de la Gobernación. Una de las funciones principales de tal Jefatura, como puede suponerse, era el ejercicio represor de la censura», que ambos desempeñaron «de una manera feroz», cuenta Borràs en La subasta. Todavía en marzo de 1947 Pardo se expresaba en los siguientes términos en una conversación con Ignacio Agustí que recogió Néstor Luján en su dietario y se puede leer en La Barcelona dels tramvies i altres textos (Meteora): «Estamos en un estado sectario, con una prensa sectaria dirigida por un hombre sectario que, mi querido Ignacio, soy yo». Casi medio siglo después, Pardo –que acabará en Planeta acogido por Lara tras el naufragio de Noguer– se mueve por Frankfurt «como la ardilla de la fábula» mientras pondera «las virtudes de la vieja Alemania, eufemismo que no alcanza a disimular por dónde van los tiros», lo cual no evitó que a su esposa, en efecto, le robaran el visón de su habitación del Hof.
Este libro tiene mucho de desenmascaramiento de impostores. Porque el mundo del libro está lleno de impostores, ¿no?
Sí. Empezando seguramente por el autor de este libro. Pero también hay mucha ingenuidad. En un libro que ha publicado recientemente, Jorge Herralde me llama «el hombre del maletín».
El hombre del maletín
Esta era una cuestión prevista. Escrutando el índice onomástico de Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales, volumen con el que Anagrama homenajea a su fundador en el cincuentenario del sello, comprobamos que hay una sola mención a Borràs. Procede de un artículo de Herralde publicado en El Periódico de Cataluña el 2 de febrero de 2015 con motivo del fallecimiento de José Manuel Lara Bosch:
«A principios de los noventa, cuando en la colección Narrativas Hispánicas de Anagrama descollaban muchos escritores, en Planeta empezaron a tentarlos. Su colaborador Rafael Borràs, llamado “el hombre del maletín” (de dinero, claro), estuvo tanteando a Javier Marías y Carmen Martín Gaite, que lo rechazó de plano. A fin de hablar de la situación quedé con el hijo para comer en el Windsor. Escuchó mis quejas y me dijo que ordenaría a Borràs no seguir pujando. “Somos tan grandes que a veces no nos damos cuenta del daño que hacemos”, concluyó». Borràs, director literario de Planeta, es para Herralde «colaborador», mientras que Lara Bosch es el «editor vocacional» y «gran empresario».
—¿Tú sabes lo que me dijo a mí José Manuel? —prosigue Borràs—. Aparte de burlarse y quejarse amargamente del Windsor –«este cabrón me ha llevado a comer a un sitio asqueroso»–, se sorprendió de que Herralde protestara y llorara como una magdalena. «Yo le he dicho que te ordenaría que parases, ¡pero tú aprieta, Rafael!». ¿Esto Herralde no lo entiende? Aparte de que él en su momento nos pisó a algunos autores, que en algunos casos yo luego recuperé, como Javier Tomeo. En 1973, cuando me hicieron director literario, yo pedí un cupo. Yo sabía que tenía que atenerme a la cuenta de resultados. Les dije, no os preocupéis que os haré ricos. Pero quiero un cupo. Para apostar. Y entonces conseguí y publiqué a algunos autores con resultados evidentes. Cuando yo invito a Soledad Puértolas a presentarse al Planeta, ni ella ni su agente literaria, que era Raquel de la Concha, se lo hacen decir dos veces. Si el señor Herralde quiere reclamar, que lo haga a Raquel de la Concha. Y lo mismo digo de Álvaro Pombo…
Se revuelve con razón Borràs ante la ingenuidad de Herralde, pero no tiene problema en referirse a sí mismo en La subasta como el «ayudante del verdugo», gesto de honestidad además de homenaje expreso a su colega Mario Lacruz. El gran editor de Plaza & Janés, Argos Vergara o Seix Barral publicó en 1971 una novela con ese título, El ayudante del verdugo, de la que Borràs ya se acordó en el tercer volumen de sus memorias a propósito de un episodio de mal recuerdo: cuando tuvo que comunicar a Andrés Trapiello que, por razones comerciales ajenas a su voluntad, determinadas por la flamante directora general editorial Ymelda Navajo y Fernando Lara, el libro que le había encargado para el premio Espejo de España 1994 quedaba a última hora apeado del galardón (un año después, despido improcedente mediante, Borràs salía de Planeta, adonde tras su paso por Plaza & Janés volvería en 2005 para dirigir la colección España Escrita, heredera de Espejo de España). «Se ejerza por cuenta propia o ajena, no siempre el oficio de editor, pese a las magnificaciones de la leyenda, es un oficio de caballeros, y cuando se desempeña a beneficio de terceros el papel de ayudante del verdugo es el más desairado de la representación», escribía ahí Borràs. «Mario Lacruz, que conocía el paño, escribió una novela en clave muy ilustrativa al respecto, cuyo protagonista reflexionaba: “Si yo no hacía mi trabajo, otro lo haría en mi lugar. Es el razonamiento clásico de todos los que pactan con la iniquidad”. Su conclusión era obvia: “Sólo hay un ser más despreciable que el verdugo, y es su ayudante”». Hay otro suceso narrado en La subasta, la contratación de un editor de la competencia para conseguir a sus autores y luego despedirlo, cuya veracidad Borràs confirma y que abunda en esa práctica extrema y dudosa de la lealtad corporativa.
Todo por el catálogo
Las maniobras de persuasión utilizadas por Borràs para enriquecer la oferta de Planeta –para conformar ese «catálogo editorial bien pensado y compuesto» que debe perseguir todo buen editor según regla de Laín Entralgo que Rafael ha hecho suya– eran diversas. La aproximación indirecta siempre ha sido una buena idea. Un ejemplo. A finales de los 80 concibe un par de libros de cuentos, entre ellos El fin del milenio, donde autores más comerciales como Juan Eslava Galán conviven con otros más literarios, como Pombo, Tomeo, Marsé o Puértolas. «Les pedía un cuento. Además muy bien pagado. Ellos te lo dan. Luego les convences de que su obra merece una mayor y mejor difusión… Ese es el maletín» del que habla Herralde.
Otro de los escritores presentes en aquel libro de cuentos, Juan Marsé, es mencionado por Borràs en La subasta a propósito de sus quejas sobre el montaje del Planeta, reveladas primero por Josep Maria Cuenca en su biografía de Marsé, Mientras llega la felicidad (2015) y más tarde por el propio escritor en un artículo de El País de 2017 en el que relató su «nefasta experiencia como jurado» en 2004 y 2005, que le obligó a dimitir tras comprobar que «el negocio editorial primaba sobre la literatura».
—Eso es que no se acuerda de cómo lo ganó él en 1978 —responde Borràs—. Él estaba en Seix Barral, cuando Seix Barral no era de Planeta. Me llama un día y quedamos en Bocaccio. Marsé tenía una tarjeta que daba Oriol Regàs a un grupo de vips para tener el local lleno de gente bien, para invitar, aunque sólo a la primera consumición. Me dijo que quería ganar el Planeta y que lo quería ganar así, directamente. ¿Hubiese protestado si el jurado no se lo hubiese dado alegando que había otra obra con mayores méritos literarios?
¿Había un sentido de superioridad por parte de los editores independientes respecto a los que trabajabais para las grandes empresas?
Una vez, lo cuento en el libro, me quejé amargamente a una agente, Mercedes Casanovas, de que le hubiese dado una novela de José Ferrater Mora a Seix Barral y no a Planeta. Su respuesta fue que Planeta no publicaba buenos libros, solo libros comerciales. Pero yo había publicado en la colección Ensayo a Ferrater Mora El ser y la muerte, que supongo era menos comercial que la novela que le acababa de dar a Seix Barral. En esa colección yo había publicado a Pepe Bergamín, a Celaya, a Giménez Caballero, a Pasolini… De mí lo único que ha quedado como algo positivo es Espejo de España, pero nadie se acuerda de las colecciones literarias.
(Lo cierto es que Borràs dio al catálogo literario de Planeta una solidez y una coherencia de las que carecía antes de su llegada y que después fue perdiendo hasta desaparecer, quizá en favor de los sellos que el grupo ha ido incorporando a su estructura; desde la salida de Borràs no ha vuelto a haber una dirección literaria como tal. Él elude comentar la evolución de Planeta tras su salida: «La verdad es que no lo he seguido muy de cerca, y no quisiera hacer un juicio injusto que seguramente no sería objetivo». El último caballero del oficio).
¿Jugaban los autores y los agentes a estar entre lo lucrativo con Planeta y el prestigio supuesto que daban otras editoriales para conseguir una cosa y la otra?
Supongo que sí.
La Agente
Y entre los agentes, La Agente. Una de las grandes atracciones de La subasta, uno de sus grandes atrevimientos también, es el retrato que hace Borràs, de manera directa e indirecta, de Carmen Balcells. «El editor de Ridruejo enciende un pitillo y con aire soñador nos explica que, en cierta ocasión, invitó a cenar en su piso, con otras gentes, a la Balcells y a su marido y a Mercedes Salisachs. La Balcells le comentó, supone que en broma, aunque con ella nunca se sabe, que ella no triunfaría en la vida hasta que Mercedes no la invitase a su casa. Pasaron los años y la ocasión se presentó, con motivo de una cena informal que organizó Mercedes en honor del editor de Ridruejo, ya no recuerda el motivo –o prefiere no mentarlo–. Pero la Balcells se pasó toda la velada sentada entre otras dos personas, y con Mercedes sólo cruzó la palabra al llegar y al despedirse. ¿Orgullo? No lo cree. Seguramente inseguridad, nos dice».
¿Hasta qué punto el personaje Balcells, su agencia y su forma de trabajar transformaron las relaciones entre autores y editoriales?
A mí me parece un mito. Defender los derechos de los autores me parece muy bien, pero esto lo tiene que hacer cualquier agente. Hace poco se emitió un reportaje en televisión, La cláusula Balcells, con guion del periodista Xavi Ayen. Me llamaron para intervenir. Vinieron a casa, les eché de beber, me movieron los muebles. Dije algunas de las cosas que cuento en las memorias. Muy bien. Pasan las semanas, se emite el programa y ni rastro. Le puse una tarjeta a Ayén felicitándole. Se sintió obligado a llamarme para disculparse. «No nos cupo».
Tú debiste de cerrar muchos tratos con ella.
Algunas veces sí. Y otras no. Por ejemplo, el Planeta de Cela. Fui a ver a Camilo a Guadalajara y se lo propuse. Cuando volví a Barcelona me llamó la Balcells. “Qué contenta estoy de que hayas tenido esta idea”. En realidad la podías haber tenido tú, que para eso cobras la comisión a don Camilo. Y a continuación me dice, “no se lo cuentes a Lara, pero es que Cela en estos momentos no vende”. Pues con todo, la Balcells fue directamente a ver a Lara padre y le sacó el doble de anticipo; si el premio eran 100 millones le sacó 200. Lara padre tenía entonces un poco síndrome del rey Lear. Veía que se le mermaba el poder y de repente hacía machadas como esta, y si la Balcells le pedía que doblase, doblaba. Con lo cual perdieron hasta la camisa. Dos años antes, en 1992, pocas horas antes de que se fallara el Planeta para Sánchez Dragó por La prueba del laberinto, el premio estuvo a punto de irse al traste. A la mujer de Lara le parecía que Fernando era poco católico. La víspera fue un via crucis, con Sánchez Dragó ya en Barcelona desesperado en el hotel y Antonio Prieto (miembro del jurado) y yo intentando resolver la situación. Al final le dijimos, sales seguro. Te lo confirmará Fernando Lara. Llamamos a Fernando Lara y le dijo a Sánchez Dragó, textualmente: “No te preocupes, Fernando, tú ganas y esto no volverá a pasar porque dentro de poco inhabilitaré a mi padre”.
Borràs, gesto imperturbable, es hombre de pocas palabras. Quizá es el mecanismo de defensa desarrollado por quien durante seis décadas de desempeño profesional ha pagado caro decir una palabra o hacer un gesto de más ante colegas sin escrúpulos, compañeros arribistas, jefes dictatoriales y autores oportunistas. Consigue incluso inhibir el ya de por sí débil celo interrogador de su interlocutor, que felizmente anestesiado por el afecto de Rafael e Isabel termina hablando de sí mismo y se va por donde ha venido con muchas preguntas sin formular y otras tantas respondidas a medias. Afortunadamente hay 2.000 páginas de memorias, además de libros como La subasta, para responderlas. Hablan los libros.
Revista LEER, número 294.