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Rafael Borràs, el último caballero de la edición

Forma parte de una estirpe extinguida, la de los editores de la edad de oro del libro, cuando en las grandes empresas del ramo las ideas no estorbaban al negocio. Dirigió el criterio literario de Planeta durante las mejores dos décadas de la editorial y ayudó a esclarecer la historia y la memoria contemporánea del país con la colección Espejo de España. Después de publicar sus memorias en tres abundantes tomos, Borràs sigue su obstinada tarea por otros medios y entrega su segunda casi-novela, ‘La subasta’. Una oportunidad de reivindicar ese “oficio de caballeros” que desapareció usurpado por los gestores. Por BORJA MARTÍNEZ

nauta

Nos encon­tra­mos con Rafael Borràs el día de San Juan en su casa del Paseo de Sant Joan, en Bar­ce­lona. Afuera, en el calu­roso medio­día de la capi­tal cata­lana, y subido al pedes­tal que hace más de cien años le pusie­ron en la inter­sec­ción con la Dia­go­nal, hace guar­dia entre cipre­ses el mosén Ver­da­guer escul­pido por Joan Borrell i Nicolau.

Otro día de San Juan, hace die­ci­séis años, Borràs estaba en Madrid con­vo­cado por Luis María Anson en su des­pa­cho lati­fun­dio de La Razón. Anson, preo­cu­pado por la enton­ces inmi­nente apa­ri­ción del pri­mer volu­men de memo­rias de Borràs, La bata­lla de Water­loo, había deci­dido, y así se lo comu­ni­caba, pres­cin­dir de su cola­bo­ra­ción sema­nal en el perió­dico. La firma de Borràs, repu­bli­cano con­victo y con­feso, era una de las que fun­cio­naba como «coar­tada de libe­ra­li­dad» del joven perió­dico creado por el vete­rano perio­dista monár­quico. Anson temía –equi­vo­ca­da­mente– que el libro fuese un desahogo con­tra los Lara, para quie­nes Borràs había tra­ba­jado como direc­tor lite­ra­rio de Pla­neta durante más de veinte años hasta su salida del grupo en 1995, y que­ría evi­tar a toda costa un des­en­cuen­tro con los accio­nis­tas mayo­ri­ta­rios del diario.

Al final fue el pro­pio Anson quien ter­minó mal con los Lara. Lo exte­rio­rizó en varias oca­sio­nes, la más sonada con un artículo publi­cado en vís­pe­ras del fallo del Pla­neta de 2008, con el que pre­ten­día denun­ciar «la farsa» del emble­má­tico pre­mio, pero que pare­cía más bien una pieza de revan­cha de alguien que había pre­si­dido durante años, en pare­ci­dos tér­mi­nos, otro lucra­tivo cer­ta­men de la casa, el Pre­mio Fer­nando Lara de Novela.

«Parece men­tira que a su edad Anson toda­vía crea que los niños vie­nen de París», apunta con sorna Borràs, sen­ta­dos ya en los blan­cos sofás de su salón, el ape­ri­tivo reli­giosa, repu­bli­ca­na­mente dis­puesto, en com­pa­ñía de su mujer, Isa­bel Blan­ca­fort. Es poco pro­ba­ble que Anson haya creído alguna vez en las cigüe­ñas, pero su cinismo brinda a nues­tro inter­lo­cu­tor la oca­sión de recu­rrir una vez más a la frase uti­li­zada por José Manuel Lara padre en la rueda de Prensa del Pla­neta de 1989 para res­pon­der a un perio­dista que le inter­pe­laba inge­nua­mente acerca de un deta­lle sos­pe­choso del cere­mo­nial del pre­mio. Borràs la esgrime con fre­cuen­cia por­que resume las razo­nes comer­cia­les del galar­dón que él mismo orga­nizó en más de una vein­tena de oca­sio­nes. Y la trae de nuevo a cola­ción a modo de dedi­ca­to­ria –«A todos los que toda­vía creen que los niños vie­nen de París»– en su nuevo libro, La subasta (Bere­nice), donde cuenta pre­ci­sa­mente la anéc­dota en el des­pa­cho de Anson.

La subasta es la segunda «casi novela» de Borràs des­pués de Cuando tú ya estés muerto (Edhasa, 2016). En la pri­mera el autor, con­ve­nien­te­mente camu­flado y des­do­blado, se situaba a sí mismo en la acción, ambien­tada en el Madrid de noviem­bre de 1975, rodeado de ami­gos, cono­ci­dos y auto­res pro­pios y aje­nos que asis­tían a las ten­sas vís­pe­ras de la muerte de Franco, para refle­xio­nar sobre la His­to­ria de España acon­te­cida y por venir. En La subasta repite el meca­nismo. El esce­na­rio esta vez es la Feria del Libro de Frank­furt de 1982, pocas sema­nas antes del arro­lla­dor triunfo elec­to­ral del PSOE y con la maqui­na­ria de poder del pujo­lismo adqui­riendo ya velo­ci­dad de cru­cero. La anun­ciada subasta del manus­crito de unas supues­tas memo­rias apó­cri­fas de Franco aca­para el inte­rés de los espa­ño­les des­pla­za­dos a Ale­ma­nia. Es el mac­guf­fin de un arte­facto lite­ra­rio jugue­tón y sus­tan­cioso desde el que ade­más Borràs amplía lo con­tado en los tres volú­me­nes de sus impres­cin­di­bles memo­riasLa bata­lla de Water­loo (2003), La gue­rra de los pla­ne­tas (2005) y La razón frente al azar (2010)– y en sus ensa­yos his­tó­ri­cos –entre los que cabe des­ta­car su tri­lo­gía dinás­tica: El rey de los rojos (1996), dedi­cado a Don Juan de Bor­bón; El rey per­juro (1997), sobre Alfonso XIII, y El rey de los cru­za­dos. Don Juan Car­los I y la monar­quía pro­di­giosa (2007)–.

Pese a decla­rarse en sus memo­rias incom­pe­tente para la novela –«cada uno ha de tener con­cien­cia de sus limi­ta­cio­nes y Dios, evi­den­te­mente, no me ha lla­mado por el camino de la fic­ción» (La razón frente al azar, p. 400)–, Borràs rein­cide por la vía de la casi fic­ción por­que medio siglo de tra­yec­to­ria en el meo­llo de la edi­ción espa­ñola da para mucho, y por­que con­si­dera nece­sa­rio insis­tir en cier­tas ideas sobre la His­to­ria de España, a cuyo cono­ci­miento tanto ha con­tri­buido como autor y sobre todo como edi­tor de la colec­ción Espejo de España, el mayor y más sis­te­má­tico esfuerzo edi­to­rial para el escla­re­ci­miento del pasado reciente de nues­tro país. Ya lo dice el nebu­loso pro­fe­sor Elbo, cria­tura borra­siana que ejerce de narra­dor de La subasta, en una de las tres citas que enca­be­zan el volu­men: «Siem­pre se escribe el mismo poema, el mismo ensayo, la misma novela, pero como nunca, o casi nunca, el per­so­nal se entera de lo que uno ha que­rido expli­car, con­viene repe­tirlo, tal como afir­maba André Gide».

Rafael Borràs durante su encuentro con LEER. / Claudio Tornamira
Rafael Borràs durante su encuen­tro con LEER. / Clau­dio Tornamira

Da la impre­sión de que muchas de las cosas que se cuen­tan en este libro sólo tú las sabes o las recuer­das. ¿Queda viva mucha gente que pueda enten­der las cla­ves secre­tas de ‘La subasta’?
Hay un pasaje en el que lo digo, cuando hablo de Andrés Bosch, todo un pre­mio Pla­neta, y del doc­tor Enri­que Sal­gado. ¿Quién se acuerda hoy de ellos? Nadie. ¿Pero es que quién sabe hoy quién era Josep Maria Cas­te­llet?

Andrés Bosch, pre­mio Pla­neta hace sesenta años, 1959, con su pugi­lís­tica novela La noche, y Sal­gado, que com­pa­gi­naba el ejer­ci­cio de la oftal­mo­lo­gía con la auto­ría de libros popu­la­res de muy variada temá­tica –sus Radio­gra­fías, de Franco al Che pasando por Cristo, la cual le sir­vió con los años para sos­te­ner un pleito por pla­gio con­tra J. J. Bení­tez y su Caba­llo de Troya–, Sal­gado y Bosch, decía­mos, pro­ta­go­ni­zan un diver­tido pasaje de La subasta con otro per­so­naje real de por medio, Manuel San­mi­guel, fraile rebo­tado, direc­tor de Edi­cio­nes Gua­da­rrama, y los ser­vi­cios de una pros­ti­tuta como argu­mento para lubri­car un acuerdo edi­to­rial que nunca lle­gará a cerrarse. Per­so­na­jes reales que se impo­nen a la fic­ción, que unas veces apa­re­cen con su nom­bre real, como Bosch, Sal­gado y San­mi­guel, y otras reci­ben un gen­til sobre­nom­bre, como Columna Lahola –«con tanto Lahola por aquí, Lahola por allá, tengo la impre­sión de que habla­mos chino»–, joven y vehe­mente escri­tora que com­pone una cari­ca­tura cer­tera de cier­tos auto­res refu­gia­dos desde hace casi cua­renta años bajo el para­guas del nacio­na­lismo.

Comen­tando pre­ci­sa­mente los hechos pro­ta­go­ni­za­dos por Lahola en el stand de Pla­neta con una bote­lla de fino de por medio, simi­lar a la que tra­se­ga­mos ahora en casa Blancafort-Borràs, dos de los per­so­na­jes de La subasta escla­re­cen el inte­li­gente ejer­ci­cio cer­van­tino que repre­senta el libro:

«Esto no lo pon­gas en la novela que algún día escri­bi­rás, posi­ble­mente con el título de La subasta —me dice muy serio el edi­tor de Ridruejo—: nadie se lo creería.

—Claro que no, claro que no. Recuerda que en novela no hay cosas ver­da­de­ras o fal­sas, sino vero­sí­mi­les o inverosímiles».

(Fiel a Dio­ni­sio Ridruejo hasta el final, «el edi­tor de Ridruejo», sobre­nom­bre a su vez de Martí Mar­tín, es el ape­la­tivo más fre­cuente de Borràs en su fic­ción. Con­de­co­ra­ción auto­im­puesta. «Pese a la dife­ren­cia de edad», explica, «fue el amigo mayor que todos nece­si­ta­mos para que nos oriente sin ser ago­biante. De todo el grupo de las arre­pen­ti­das –los Serrano Suñer, Laín, etcé­tera– fue el único que pagó con cár­cel y prohi­bi­cio­nes». Le cono­ció per­so­nal­mente el 12 de abril de 1955, cuando Borràs ape­nas con­taba 19 años y Ridruejo, con 40, pro­nun­ció en el Ate­neo de Bar­ce­lona una polé­mica con­fe­ren­cia cuya ver­sión para la pos­te­ri­dad taqui­gra­fió el pro­pio Rafael a ins­tan­cias de uno de los orga­ni­za­do­res. Aquel acto marcó el comienzo del exi­lio inte­rior del anti­guo pró­cer falan­gista, que cul­mi­na­ría con su deten­ción en 1956. «Supe desde el prin­ci­pio», cuenta Rafael en el pri­mer volu­men de sus memo­rias, que «Dio­ni­sio sería un punto de refe­ren­cia en toda mi futura anda­dura». Y en efecto, la labor inte­lec­tual y edi­to­rial de Borràs se ha visto siem­pre alen­tada por el ejem­plo demo­crá­tico del Ridruejo maduro).

Entre Francisco Rico y Eliseo Bayo en la desaparecida Librería Argos de Barcelona, 1961. / Archivo Rafael Borràs
Entre Fran­cisco Rico y Eli­seo Bayo en la des­a­pa­re­cida Libre­ría Argos de Bar­ce­lona, 1961. / Archivo Rafael Borràs
«Lo de Frank­furt es un poco un timo»

«Aquí lo que ten­dría­mos que ver», nos dice el autor vol­viendo a su libro, «es si estos per­so­na­jes que están más o menos ins­pi­ra­dos en per­so­nas reales tie­nen fuerza y se aguan­tan por sí mis­mos como per­so­na­jes de fic­ción. Por­que si es así enton­ces es igual que estén basa­dos e ins­pi­ra­dos en per­so­nas reales y la gente sepa o no quié­nes eran».

Borràs sos­tiene, pues, que su gran preo­cu­pa­ción es que sus per­so­na­jes sean con­sis­ten­tes lite­ra­ria­mente. Pero no se puede igno­rar el inte­rés tes­ti­mo­nial de un libro que res­cata y retrata a figu­ras hoy casi olvi­da­das pero muy impor­tan­tes en su día como Sebas­tián Auger, el Vam­piro del libro, edi­tor del influ­yente Grupo Mundo y de la Edi­to­rial Dopesa vin­cu­lado al Opus Dei, sím­bolo de una época. A quien no es tan sen­ci­llo iden­ti­fi­car es a Román Romero, «el poeta lírico» cor­nudo y apa­leado que tra­baja en fun­cio­nes edi­to­ria­les para el Vam­piro (—¿Quién es? —Mejor no te lo digo), una recu­rrente pre­sen­cia cómica de La subasta.

¿Cómo veías la cita anual de Frank­furt?
El pri­mer año, 1974, fui como un par­di­llo. Pla­neta no tenía ni stand. Está­ba­mos real­qui­la­dos en otro. Aque­llo no podía ser. Con­vencí a José Manuel [Lara padre] y lo mon­ta­mos el año siguiente. Me di cuenta de la impor­tan­cia de Frank­furt, pero tam­bién de que quien iba allí a bus­car un best seller se equi­vo­caba. Los best sellers se encuen­tran a lo largo del año.

Pero la feria está basada en buena medida en esa expec­ta­tiva.
Lo de Frank­furt es un poco un timo. Pero yo iba a los stands de los peque­ños paí­ses y encon­traba cosas. Lo que cuento en el libro de la bio­gra­fía de Wojtyla es cierto. La com­pré por cua­tro perras en el stand de Polonia.

(«El edi­tor de Ridruejo, muy con­tento, me dice que él ya ha jus­ti­fi­cado su estan­cia en la Feria: los libros de tema reli­gioso, aun­que no me lo crea, siguen vendiéndose»).

Borràs explica en el segundo volu­men de sus memo­rias el endia­blado meca­nismo que se intuye de fondo en La subasta. «Con los años se impuso una prác­tica per­versa, que nos llevó a todos a la espi­ral dis­pa­ra­tada de las subas­tas. Un agente anun­ciaba que tenía los dere­chos de una deter­mi­nada obra y que la ponía a subasta», casi siem­pre coin­ci­diendo con Frank­furt. «La cifra que se ofer­taba era siem­pre infe­rior a lo que se estaba dis­puesto a pagar, con lo que, una vez igua­lada por la com­pe­ten­cia, de manera incons­ciente se iba acre­cen­tando a base de peque­ñas alzas que al final, suma­das, habían dis­pa­rado la cifra pen­sada» (La gue­rra de los pla­ne­tas, pp. 85–86). Seme­jante estado de cosas se basaba en la con­vic­ción de los agen­tes de que edi­to­ria­les como Pla­neta o Plaza & Janés, del mismo modo que el Madrid o el Barça, esta­ban dis­pues­tas a pagar lo que fuera por con­se­guir una deter­mi­nada obra. Borràs, sin embargo, cam­bió el sis­tema desde Pla­neta: ellos deter­mi­na­rían pre­via­mente la cifra máxima que esta­ban dis­pues­tos a ofre­cer y no la incre­men­ta­rían bajo nin­gún con­cepto. Aque­llo tenía el incon­ve­niente de pagar de más en algu­nas oca­sio­nes y que­darse fuera del juego en otras, pero era una estra­te­gia esta­ble, que racio­na­li­zaba el eco­sis­tema de las pujas y que «en cual­quier caso nos evi­taba caer en la espi­ral de las subas­tas, con toda la carga neu­ró­tica que comportaba».

¿El caso de la subasta de la bio­gra­fía apó­crifa de Franco está basado en un epi­so­dio real?
No, pero hubiera podido pasar.

No obs­tante, que el objeto de deseo de los edi­to­res espa­ño­les con­gre­ga­dos en Frank­furt sea pre­ci­sa­mente un libro de esa natu­ra­leza te sirve para abun­dar en tu gran tema, que es la His­to­ria de España.
Este es un libro triste por­que en defi­ni­tiva la subasta no es sólo la del libro. En ese momento se ha subas­tado la CNT, por ejem­plo. Se ha subas­tado o se subas­tará el PCE y la espe­ranza que repre­sen­tará el socia­lismo. Hay una serie de subas­tas durante la Tran­si­ción, y seña­larlo era mi intención.

Con Santiago Carrillo en Madrid, enero de 1982. / Archivo Rafael Borràs
Con San­tiago Carri­llo en Madrid, enero de 1982. / Archivo Rafael Borràs

En el futuro, esa bio­gra­fía apó­crifa del gene­ral será la novela que escriba, a ins­tan­cias de Borràs, Manuel Váz­quez Mon­tal­bán. Pero el Yo, Franco que Rafael le había pro­puesto como «bio­gra­fía nove­lada» se con­ver­tirá en «novela-novela», Auto­bio­gra­fía del gene­ral Franco (Pla­neta, 1992). Váz­quez Mon­tal­bán le seguirá el juego y creará a un Mar­cial Pombo, de ofi­cio escri­tor y con un extenso his­to­rial de resis­ten­cia y lucha con­tra la dic­ta­dura a sus espal­das, que recibe a su vez con per­ple­ji­dad de su pro­pio edi­tor el encargo de escri­bir la auto­bio­gra­fía de aquel Cau­di­llo de sus des­di­chas. Otra vez el juego de espe­jos. «Crecí a la som­bra de su miedo, for­ce­jeé con­tra Franco con tanta ver­güenza como miedo y final­mente me di cuenta de que a Franco sólo le había ven­cido la bio­lo­gía y ni siquiera el olvido de su ras­tro era mi vic­to­ria, sino que se me con­vo­caba para sacarle del olvido y con­ver­tirlo en memo­ria para los tiem­pos veni­de­ros» (Auto­bio­gra­fía del gene­ral Franco, pp. 20–21). Váz­quez Mon­tal­bán pro­si­gue el exor­cismo per­so­nal y colec­tivo que supone toda su obra con la com­pli­ci­dad de Borràs, cuya expe­rien­cia de la pos­gue­rra había sido bien dis­tinta. Vás­tago de una fami­lia de clase media aco­mo­dada de Bar­ce­lona, gente de orden del «par­tido de la abs­ten­ción» –ausente, eso sí, la figura del padre, falle­cido de cán­cer en febrero de 1941–, solo la tía Maria, mili­tante cata­la­nista antes de la Gue­rra, pon­drá fur­ti­va­mente en ante­ce­den­tes al niño Rafael del mundo repu­bli­cano que no había cono­cido, desa­fiando el silen­cio fami­liar y colec­tivo. Todo ello lo cuenta él en pági­nas impa­ga­bles del pri­mer volu­men de sus memo­rias. Quizá aque­lla infan­cia in albis deter­minó su bús­queda como edi­tor de las cau­sas de la Gue­rra, así como su dis­po­si­ción libe­ral a enten­der «las razo­nes del otro», siguiendo la idea de Mara­ñón –revo­lu­cio­na­ria en un país mar­cado por el mani­queísmo– que ha guiado su desem­peño pro­fe­sio­nal junto con la máxima orsiana de «la obra bien hecha».

Hay epi­so­dios reales que no con­ta­bas en tus memo­rias y en ‘La subasta’ sí. ¿Te has sen­tido más des­in­hi­bido por tra­tarse de una ‘casi novela’ o es que ahora te sien­tes más libre para decir deter­mi­na­das cosas?
Supongo que sí, más tran­quilo y según cómo más aco­jo­nado, por­que hay cosas que he con­tado muy libre­mente en este libro y luego he pen­sado, coño, ¿y si los here­de­ros se cabrean? Por ejem­plo, lo de Cambó.

Una his­to­ria de hijas natu­ra­les, peleas por heren­cias y abo­ga­dos des­lea­les… Hay epi­so­dios de una fran­queza tre­menda. Como cuando hablas de Mar­tín de Riquer.
O de José Pardo. Que a su mujer le roba­ron el abrigo en el Frank­fur­ter Hof es cierto.

Otro per­so­naje olvi­dado, José Pardo. Edi­tor de Noguer, «había sido el segundo de a bordo de Mar­tín de Riquer en la inme­diata pos­gue­rra, cuando éste desem­peñó la Jefa­tura Pro­vin­cial de Pro­pa­ganda, depen­diente de la Sub­se­cre­ta­ría de Edu­ca­ción Popu­lar del Minis­te­rio de la Gober­na­ción. Una de las fun­cio­nes prin­ci­pa­les de tal Jefa­tura, como puede supo­nerse, era el ejer­ci­cio repre­sor de la cen­sura», que ambos desem­pe­ña­ron «de una manera feroz», cuenta Borràs en La subasta. Toda­vía en marzo de 1947 Pardo se expre­saba en los siguien­tes tér­mi­nos en una con­ver­sa­ción con Igna­cio Agustí que reco­gió Nés­tor Luján en su die­ta­rio y se puede leer en La Bar­ce­lona dels tram­vies i altres tex­tos (Meteora): «Esta­mos en un estado sec­ta­rio, con una prensa sec­ta­ria diri­gida por un hom­bre sec­ta­rio que, mi que­rido Igna­cio, soy yo». Casi medio siglo des­pués, Pardo –que aca­bará en Pla­neta aco­gido por Lara tras el nau­fra­gio de Noguer– se mueve por Frank­furt «como la ardi­lla de la fábula» mien­tras pon­dera «las vir­tu­des de la vieja Ale­ma­nia, eufe­mismo que no alcanza a disi­mu­lar por dónde van los tiros», lo cual no evitó que a su esposa, en efecto, le roba­ran el visón de su habi­ta­ción del Hof.

Este libro tiene mucho de des­en­mas­ca­ra­miento de impos­to­res. Por­que el mundo del libro está lleno de impos­to­res, ¿no?
Sí. Empe­zando segu­ra­mente por el autor de este libro. Pero tam­bién hay mucha inge­nui­dad. En un libro que ha publi­cado recien­te­mente, Jorge Herralde me llama «el hom­bre del maletín».

Entre Gloria de Ros, viuda de Dionisio Ridruejo, y el teniente general Gutiérrez Mellado (Madrid, 1984). / Archivo Rafael Borràs
Entre Glo­ria de Ros, viuda de Dio­ni­sio Ridruejo, y el teniente gene­ral Gutié­rrez Mellado (Madrid, 1984). / Archivo Rafael Borràs
El hom­bre del maletín

Esta era una cues­tión pre­vista. Escru­tando el índice ono­más­tico de Un día en la vida de un edi­tor y otras infor­ma­cio­nes fun­da­men­ta­les, volu­men con el que Anagrama home­na­jea a su fun­da­dor en el cin­cuen­te­na­rio del sello, com­pro­ba­mos que hay una sola men­ción a Borràs. Pro­cede de un artículo de Herralde publi­cado en El Perió­dico de Cata­luña el 2 de febrero de 2015 con motivo del falle­ci­miento de José Manuel Lara Bosch:

«A prin­ci­pios de los noventa, cuando en la colec­ción Narra­ti­vas His­pá­ni­cas de Anagrama des­co­lla­ban muchos escri­to­res, en Pla­neta empe­za­ron a ten­tar­los. Su cola­bo­ra­dor Rafael Borràs, lla­mado “el hom­bre del male­tín” (de dinero, claro), estuvo tan­teando a Javier Marías y Car­men Mar­tín Gaite, que lo rechazó de plano. A fin de hablar de la situa­ción quedé con el hijo para comer en el Wind­sor. Escu­chó mis que­jas y me dijo que orde­na­ría a Borràs no seguir pujando. “Somos tan gran­des que a veces no nos damos cuenta del daño que hace­mos”, con­cluyó». Borràs, direc­tor lite­ra­rio de Pla­neta, es para Herralde «cola­bo­ra­dor», mien­tras que Lara Bosch es el «edi­tor voca­cio­nal» y «gran empresario».

¿Tú sabes lo que me dijo a mí José Manuel? —pro­si­gue Borràs—. Aparte de bur­larse y que­jarse amar­ga­mente del Wind­sor –«este cabrón me ha lle­vado a comer a un sitio asque­roso»–, se sor­pren­dió de que Herralde pro­tes­tara y llo­rara como una mag­da­lena. «Yo le he dicho que te orde­na­ría que para­ses, ¡pero tú aprieta, Rafael!». ¿Esto Herralde no lo entiende? Aparte de que él en su momento nos pisó a algu­nos auto­res, que en algu­nos casos yo luego recu­peré, como Javier Tomeo. En 1973, cuando me hicie­ron direc­tor lite­ra­rio, yo pedí un cupo. Yo sabía que tenía que ate­nerme a la cuenta de resul­ta­dos. Les dije, no os preo­cu­péis que os haré ricos. Pero quiero un cupo. Para apos­tar. Y enton­ces con­se­guí y publi­qué a algu­nos auto­res con resul­ta­dos evi­den­tes. Cuando yo invito a Sole­dad Puér­to­las a pre­sen­tarse al Pla­neta, ni ella ni su agente lite­ra­ria, que era Raquel de la Con­cha, se lo hacen decir dos veces. Si el señor Herralde quiere recla­mar, que lo haga a Raquel de la Con­cha. Y lo mismo digo de Álvaro Pombo

Se revuelve con razón Borràs ante la inge­nui­dad de Herralde, pero no tiene pro­blema en refe­rirse a sí mismo en La subasta como el «ayu­dante del ver­dugo», gesto de hones­ti­dad ade­más de home­naje expreso a su colega Mario Lacruz. El gran edi­tor de Plaza & Janés, Argos Ver­gara o Seix Barral publicó en 1971 una novela con ese título, El ayu­dante del ver­dugo, de la que Borràs ya se acordó en el ter­cer volu­men de sus memo­rias a pro­pó­sito de un epi­so­dio de mal recuerdo: cuando tuvo que comu­ni­car a Andrés Tra­pie­llo que, por razo­nes comer­cia­les aje­nas a su volun­tad, deter­mi­na­das por la fla­mante direc­tora gene­ral edi­to­rial Ymelda Navajo y Fer­nando Lara, el libro que le había encar­gado para el pre­mio Espejo de España 1994 que­daba a última hora apeado del galar­dón (un año des­pués, des­pido impro­ce­dente mediante, Borràs salía de Pla­neta, adonde tras su paso por Plaza & Janés vol­ve­ría en 2005 para diri­gir la colec­ción España Escrita, here­dera de Espejo de España). «Se ejerza por cuenta pro­pia o ajena, no siem­pre el ofi­cio de edi­tor, pese a las mag­ni­fi­ca­cio­nes de la leyenda, es un ofi­cio de caba­lle­ros, y cuando se desem­peña a bene­fi­cio de ter­ce­ros el papel de ayu­dante del ver­dugo es el más desai­rado de la repre­sen­ta­ción», escri­bía ahí Borràs. «Mario Lacruz, que cono­cía el paño, escri­bió una novela en clave muy ilus­tra­tiva al res­pecto, cuyo pro­ta­go­nista refle­xio­naba: “Si yo no hacía mi tra­bajo, otro lo haría en mi lugar. Es el razo­na­miento clá­sico de todos los que pac­tan con la iniqui­dad”. Su con­clu­sión era obvia: “Sólo hay un ser más des­pre­cia­ble que el ver­dugo, y es su ayu­dante”». Hay otro suceso narrado en La subasta, la con­tra­ta­ción de un edi­tor de la com­pe­ten­cia para con­se­guir a sus auto­res y luego des­pe­dirlo, cuya vera­ci­dad Borràs con­firma y que abunda en esa prác­tica extrema y dudosa de la leal­tad corporativa.

Con Jorge Semprún (Barcelona, 1977).
Con Jorge Sem­prún (Bar­ce­lona, 1977).
Todo por el catálogo

Las manio­bras de per­sua­sión uti­li­za­das por Borràs para enri­que­cer la oferta de Pla­neta –para con­for­mar ese «catá­logo edi­to­rial bien pen­sado y com­puesto» que debe per­se­guir todo buen edi­tor según regla de Laín Entralgo que Rafael ha hecho suya– eran diver­sas. La apro­xi­ma­ción indi­recta siem­pre ha sido una buena idea. Un ejem­plo. A fina­les de los 80 con­cibe un par de libros de cuen­tos, entre ellos El fin del mile­nio, donde auto­res más comer­cia­les como Juan Eslava Galán con­vi­ven con otros más lite­ra­rios, como Pombo, Tomeo, Marsé o Puér­to­las. «Les pedía un cuento. Ade­más muy bien pagado. Ellos te lo dan. Luego les con­ven­ces de que su obra merece una mayor y mejor difu­sión… Ese es el male­tín» del que habla Herralde.

Otro de los escri­to­res pre­sen­tes en aquel libro de cuen­tos, Juan Marsé, es men­cio­nado por Borràs en La subasta a pro­pó­sito de sus que­jas sobre el mon­taje del Pla­neta, reve­la­das pri­mero por Josep Maria Cuenca en su bio­gra­fía de Marsé, Mien­tras llega la feli­ci­dad (2015) y más tarde por el pro­pio escri­tor en un artículo de El País de 2017 en el que relató su «nefasta expe­rien­cia como jurado» en 2004 y 2005, que le obligó a dimi­tir tras com­pro­bar que «el nego­cio edi­to­rial pri­maba sobre la literatura».

—Eso es que no se acuerda de cómo lo ganó él en 1978 —res­ponde Borràs—. Él estaba en Seix Barral, cuando Seix Barral no era de Pla­neta. Me llama un día y que­da­mos en Bocac­cio. Marsé tenía una tar­jeta que daba Oriol Regàs a un grupo de vips para tener el local lleno de gente bien, para invi­tar, aun­que sólo a la pri­mera con­su­mi­ción. Me dijo que que­ría ganar el Pla­neta y que lo que­ría ganar así, direc­ta­mente. ¿Hubiese pro­tes­tado si el jurado no se lo hubiese dado ale­gando que había otra obra con mayo­res méri­tos literarios?

¿Había un sen­tido de supe­rio­ri­dad por parte de los edi­to­res inde­pen­dien­tes res­pecto a los que tra­ba­ja­bais para las gran­des empre­sas?
Una vez, lo cuento en el libro, me quejé amar­ga­mente a una agente, Mer­ce­des Casa­no­vas, de que le hubiese dado una novela de José Ferra­ter Mora a Seix Barral y no a Pla­neta. Su res­puesta fue que Pla­neta no publi­caba bue­nos libros, solo libros comer­cia­les. Pero yo había publi­cado en la colec­ción Ensayo a Ferra­ter Mora El ser y la muerte, que supongo era menos comer­cial que la novela que le aca­baba de dar a Seix Barral. En esa colec­ción yo había publi­cado a Pepe Ber­ga­mín, a Celaya, a Gimé­nez Caba­llero, a Paso­lini… De mí lo único que ha que­dado como algo posi­tivo es Espejo de España, pero nadie se acuerda de las colec­cio­nes literarias.

(Lo cierto es que Borràs dio al catá­logo lite­ra­rio de Pla­neta una soli­dez y una cohe­ren­cia de las que care­cía antes de su lle­gada y que des­pués fue per­diendo hasta des­a­pa­re­cer, quizá en favor de los sellos que el grupo ha ido incor­po­rando a su estruc­tura; desde la salida de Borràs no ha vuelto a haber una direc­ción lite­ra­ria como tal. Él elude comen­tar la evo­lu­ción de Pla­neta tras su salida: «La ver­dad es que no lo he seguido muy de cerca, y no qui­siera hacer un jui­cio injusto que segu­ra­mente no sería obje­tivo». El último caba­llero del oficio).

¿Juga­ban los auto­res y los agen­tes a estar entre lo lucra­tivo con Pla­neta y el pres­ti­gio supuesto que daban otras edi­to­ria­les para con­se­guir una cosa y la otra?
Supongo que sí.

 

La Agente

Y entre los agen­tes, La Agente. Una de las gran­des atrac­cio­nes de La subasta, uno de sus gran­des atre­vi­mien­tos tam­bién, es el retrato que hace Borràs, de manera directa e indi­recta, de Car­men Bal­ce­lls. «El edi­tor de Ridruejo enciende un piti­llo y con aire soña­dor nos explica que, en cierta oca­sión, invitó a cenar en su piso, con otras gen­tes, a la Bal­ce­lls y a su marido y a Mer­ce­des Sali­sa­chs. La Bal­ce­lls le comentó, supone que en broma, aun­que con ella nunca se sabe, que ella no triun­fa­ría en la vida hasta que Mer­ce­des no la invi­tase a su casa. Pasa­ron los años y la oca­sión se pre­sentó, con motivo de una cena infor­mal que orga­nizó Mer­ce­des en honor del edi­tor de Ridruejo, ya no recuerda el motivo –o pre­fiere no men­tarlo–. Pero la Bal­ce­lls se pasó toda la velada sen­tada entre otras dos per­so­nas, y con Mer­ce­des sólo cruzó la pala­bra al lle­gar y al des­pe­dirse. ¿Orgu­llo? No lo cree. Segu­ra­mente inse­gu­ri­dad, nos dice».

¿Hasta qué punto el per­so­naje Bal­ce­lls, su agen­cia y su forma de tra­ba­jar trans­for­ma­ron las rela­cio­nes entre auto­res y edi­to­ria­les?
A mí me parece un mito. Defen­der los dere­chos de los auto­res me parece muy bien, pero esto lo tiene que hacer cual­quier agente. Hace poco se emi­tió un repor­taje en tele­vi­sión, La cláu­sula Bal­ce­lls, con guion del perio­dista Xavi Ayen. Me lla­ma­ron para inter­ve­nir. Vinie­ron a casa, les eché de beber, me movie­ron los mue­bles. Dije algu­nas de las cosas que cuento en las memo­rias. Muy bien. Pasan las sema­nas, se emite el pro­grama y ni ras­tro. Le puse una tar­jeta a Ayén feli­ci­tán­dole. Se sin­tió obli­gado a lla­marme para dis­cul­parse. «No nos cupo».

Tú debiste de cerrar muchos tra­tos con ella.
Algu­nas veces sí. Y otras no. Por ejem­plo, el Pla­neta de Cela. Fui a ver a Camilo a Gua­da­la­jara y se lo pro­puse. Cuando volví a Bar­ce­lona me llamó la Bal­ce­lls. “Qué con­tenta estoy de que hayas tenido esta idea”. En reali­dad la podías haber tenido tú, que para eso cobras la comi­sión a don Camilo. Y a con­ti­nua­ción me dice, “no se lo cuen­tes a Lara, pero es que Cela en estos momen­tos no vende”. Pues con todo, la Bal­ce­lls fue direc­ta­mente a ver a Lara padre y le sacó el doble de anti­cipo; si el pre­mio eran 100 millo­nes le sacó 200. Lara padre tenía enton­ces un poco sín­drome del rey Lear. Veía que se le mer­maba el poder y de repente hacía macha­das como esta, y si la Bal­ce­lls le pedía que doblase, doblaba. Con lo cual per­die­ron hasta la camisa. Dos años antes, en 1992, pocas horas antes de que se fallara el Pla­neta para Sán­chez Dragó por La prueba del labe­rinto, el pre­mio estuvo a punto de irse al traste. A la mujer de Lara le pare­cía que Fer­nando era poco cató­lico. La vís­pera fue un via cru­cis, con Sán­chez Dragó ya en Bar­ce­lona deses­pe­rado en el hotel y Anto­nio Prieto (miem­bro del jurado) y yo inten­tando resol­ver la situa­ción. Al final le diji­mos, sales seguro. Te lo con­fir­mará Fer­nando Lara. Lla­ma­mos a Fer­nando Lara y le dijo a Sán­chez Dragó, tex­tual­mente: “No te preo­cu­pes, Fer­nando, tú ganas y esto no vol­verá a pasar por­que den­tro de poco inha­bi­li­taré a mi padre”.

En la cena del Premio Planeta 1975 con la ganadora, Mercedes Salisachs, por "La gangrena". / Archivo Rafael Borràs
En la cena del Pre­mio Pla­neta 1975 con la gana­dora, Mer­ce­des Sali­sa­chs, por «La gan­grena». / Archivo Rafael Borràs

Borràs, gesto imper­tur­ba­ble, es hom­bre de pocas pala­bras. Quizá es el meca­nismo de defensa desa­rro­llado por quien durante seis déca­das de desem­peño pro­fe­sio­nal ha pagado caro decir una pala­bra o hacer un gesto de más ante cole­gas sin escrú­pu­los, com­pa­ñe­ros arri­bis­tas, jefes dic­ta­to­ria­les y auto­res opor­tu­nis­tas. Con­si­gue incluso inhi­bir el ya de por sí débil celo inte­rro­ga­dor de su inter­lo­cu­tor, que feliz­mente anes­te­siado por el afecto de Rafael e Isa­bel ter­mina hablando de sí mismo y se va por donde ha venido con muchas pre­gun­tas sin for­mu­lar y otras tan­tas res­pon­di­das a medias. Afor­tu­na­da­mente hay 2.000 pági­nas de memo­rias, ade­más de libros como La subasta, para res­pon­der­las. Hablan los libros.

Revista LEER, número 294.

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