Galdós: un gigante a la sombra de sí mismo
O por qué el gran escritor español moderno sigue siendo el más popular desconocido de la historia de nuestra literatura. Por BORJA MARTÍNEZ
Fosilizado, enterrado bajo la enormidad de su propia obra y el peso de una serie de equívocos y malentendidos. Espontáneos o perpetrados por gentes y fuerzas diversas, de Valle-Inclán a Juan Benet pasando por el nacionalcatolicismo. El escritor sin estilo. El «garbancero». El realista que se limitó a practicar en España la verdadera originalidad de Dickens y Balzac.
La colección de tópicos quizá ayude a entender la indiferencia oficial y editorial con que se ha llegado al centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós (1843–1920). Pero resulta que su obra está en el sustrato, que se le lee discreta y espontáneamente, más de lo que cabría suponer. Y el interés generado por la efemérides ha eclosionado, y ha habido que improvisar programaciones y títulos para satisfacerlo.
La Transición le regaló el billete unitario de mil pesetas, puesto en circulación en 1982. Papel moneda, papel mojado. Institucionalmente ha sido uno más entre los autores del XIX. «Durante mucho tiempo Galdós estuvo fuera de los libros de texto», explica a LEER Yolanda Arencibia, la catedrática canaria que vela por su figura en la patria chica desde la cátedra Pérez Galdós de su casa-museo y la Universidad de Las Palmas, y que ahora publica una biografía bendecida de antemano por el premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias de Tusquets. Durante el franquismo, «por cada cuatro páginas que se le dedicaban a Menéndez Pelayo o a Pereda, Galdós, reducido a la condición del anticlerical autor de los Episodios Nacionales, apenas merecía una. Eso se trasladó a nuestra universidad, la de los primeros años de la democracia, formada por una generación que se educó en aquella escuela y que ha tenido un desconocimiento absoluto de Galdós. No sólo no se le había leído sino que se daba por hecho de oídas que no había que leerlo».
«La losa del franquismo se ha hecho notar», confirma Francisco Cánovas, autor de una difundida biografía –Benito Pérez Galdós: Vida, obra y compromiso (Alianza)– publicada el pasado mes de noviembre; libro que recibió en solitario un centenario que prometía ser tan gris como el de su nacimiento en 1943, cuando el franquismo pardo de la primera posguerra quiso obliterar al prócer laico y republicano (republicano a ratos, como veremos). «La dictadura le descalifica y no le conmemora. Desde ópticas católicas y falangistas se le cuestiona y rechaza. Y de todo ello hay un eco en las objeciones de gente posterior como Benet o Umbral, que van a decir que Galdós no es un buen escritor, que su realismo es en el mejor de los casos mera sociología y no literatura».
La manera de despreciarle sin leerlo, de tratar de ignorar la tutela simbólica de la pálida esfinge esculpida por Victorio Macho, ya era antes de la Guerra la pose más adecuada
Qué paradójica alianza de criterio entre los maestros de la escuela franquista y los aventajados alumnos de vocación progresista, los estilistas de la nueva literatura española. «Cuando le preguntaron a Benet acerca del porqué de su odio a Galdós, la única explicación que supo dar fue que lo había heredado de Baroja. No había una razón», nos cuenta Germán Gullón, heredero intelectual de la generación de galdosistas expatriados de la que formó parte su padre, el gran Ricardo Gullón, y comisario de Benito Pérez Galdós. La verdad humana, la exposición del centenario organizada por la Biblioteca Nacional, Acción Cultural Española y el Gobierno de Canarias. «Pero esa herencia personal de Benet y otros escritores se ha trasladado al ambiente, y por eso no ha habido una influencia institucional favorable a Galdós».
El aprecio de Benet, en sus propias palabras, por aquel escritor «de segunda fila» era en efecto «muy escaso, solamente comparable –en términos cuantitativos– al desconocimiento que tengo de su obra, a la que en los últimos años me he acercado para cerciorarme de su total carencia de interés para mí», reconocía en la carta abierta que envió a Pedro Altares como respuesta a la invitación para participar en el número de Cuadernos para el Diálogo de homenaje a Galdós de 1970. Bien castizo este orgulloso desprecio preconcebido de lo que se ignora.
La escritora Marta Sanz, que de la mano de la poeta y ex directora general del Libro Olvido García Valdés se unió a Gullón en el diseño de la exposición del centenario, abunda y contextualiza. «La nueva narrativa española tuvo la virtud de ventilar la casa. Incorporó una mirada cosmopolita, no estrictamente nacional sobre la literatura y se empezó a valorar mucho más a escritores que venían de fuera». Pero eso mismo derivó en cierta sacralización de una literatura alejada de las cosas comunes de la vida y de lo local entendido «como algo que la ensucia, que la mancha o que la convierte en algo reducido y de andar por casa», así como en «el abandono o minusvaloración de las que habían sido nuestras fuentes literarias autóctonas. La repugnancia que generaba cierto casticismo hizo que no se mirara con la generosidad que merecía el trabajo de un escritor tan magnífico, de una riqueza prodigiosa como Galdós, que logró que su impulso de reflejar la realidad, y de construir la realidad a través de la novela, se proyectara en su evolución estilística. Pocos escritores han tenido la capacidad de Galdós para reflexionar sobre su propia manera de escribir».
«El Garbancero»
El malentendido de su consideración literaria lleva irremediablemente a la elevación a categoría de la anécdota de Luces de bohemia, publicada en 1920, con el cuerpo de Galdós todavía tibio. «Precisamente ahora está vacante el sillón de Don Benito el Garbancero»: dicho por boca de Dorio de Gadex, el esperpéntico integrante del Parnaso modernista de San Ginés que pretende elevar a la Real Academia a Max Estrella, lo de garbancero –siguiendo el diccionario académico, dícese de aquella «persona o cosa ordinaria y vulgar»– es referencia oportuna y oportunista, pero en cualquier caso ficcional, del genio malicioso que fue Valle-Inclán. El mismo que hasta su choque con Galdós en 1913, explicado más adelante en este mismo número de LEER, había encomiado el «abuso de facultades creadoras» del maestro de quien tanto había aprendido. No son pocos quienes encuentran el germen del esperpento en el irónico desencanto con que Galdós retrata a algunos de sus personajes más característicos.
Lo cierto es que, hasta la hora de su muerte, Galdós no sólo fue el escritor más popular de España, sino que mereció de manera más o menos continuada el reconocimiento de sus colegas escritores; de los coetáneos y los de la generación llamada a sucederle. «Cuando en 1901», explica Gullón, «aparece Electra, la primera revista modernista bautizada precisamente en honor de su gran acontecimiento teatral, ¿quién pone el prólogo? Galdós. Cuando en 1903 aparece Alma española, ¿quién escribe aquel artículo inaugural, “Soñemos, alma, soñemos”? Galdós. Un autor como Unamuno, en una carta sorprendente que descubrí hace unos años, reconoce cuánto le había inspirado El amigo Manso, una novela de acción interior, a la hora de prefigurar su idea de nivola. Y por eso es tan triste lo que muchos de ellos llegan a escribir años después». Ante la noticia de su muerte, en palabras publicadas al día siguiente en El Liberal, Unamuno sentencia desde su cátedra de Salamanca que «apenas hay en la obra novelesca y dramática de Galdós una robusta y poderosa personalidad individual» sino «alguna psicología elemental y poquísimo complicada» y que «no refleja una sociedad, sino una muchedumbre». Pero algo dijo al menos el atrabiliario titán bilbaino; porque nada escribió ese día en su ABC Azorín, que pasó de la admiración juvenil al desdén de la madurez. Y qué decir de un Baroja que, como señala Yolanda Arencibia, le había escrito cartas «pidiendo recomendaciones cuando va a Madrid» y después lo tratará con gran desprecio, por ejemplo en sus memorias, Desde la última vuelta del camino (1944), refiriéndose a él como un «hombre un poco lioso y hasta trapacero» cuya «falta de sensibilidad ética» hace que sus libros no estén a la altura de sus pares europeos: «No hay llama. No hay el hervor generoso de un espíritu». Probablemente Baroja no hacía entonces sino adherirse mezquinamente al descrédito ambiente que se respiraba contra Galdós en la España de posguerra.
Hasta su choque con Galdós en 1913, el mismo Valle-Inclán que acuñará el calificativo de «garbancero» había encomiado el «abuso de facultades creadoras» del ‘maestro’
«Los escritores del 98», opina Francisco Cánovas, «bascularon entre el amor y el odio, pero es una típica dinámica de relevo generacional en la que hay que matar al maestro para afianzar el nuevo proyecto. De cuando en cuando le critican, lamentan su estilo presuntamente descuidado, pero por otra parte abundan los testimonios de admiración. Y frente a ellos se sitúan pesos pesados de la cultura española. Luis Cernuda reconoce que en el exilio lee a Galdós para aplacar la nostalgia y le dedica su poema “Bien está que fuera tu tierra”. Para Cernuda, Galdós escribe como quiere escribir y no hay ningún otro autor español contemporáneo que haya conseguido una escritura tan eficaz. Aleixandre y Lorca se hicieron amigos comentando los Episodios Nacionales. Y este último, que le había escuchado de niño en un mitin republicano en Granada, dirá que era la voz más profunda y verdadera de España».
Pero esta actitud positiva fue minoritaria entre la llamada generación del 27; la joven literatura arracimada en torno a La Gaceta Literaria de Giménez Caballero, «núcleo de renovación no solo en las letras, sino en el cine, en la pintura, en las artes todas, en todo un estilo deportivo, aséptico, alegre y “antigaldosiano”, hubieran dicho si entonces hubieran leído a Galdós», describió años después una galdosiana de pro como María Zambrano, citada por Andrés Trapiello en Las armas y las letras. Esa manera de despreciar sin haber leído, de tratar de ignorar la tutela simbólica representada por la pálida esfinge sedente esculpida por Victorio Macho en el Retiro madrileño, ya era antes de la Guerra la pose más adecuada.
Exilio post mortem
Mandado al desván por sus colegas, rechazado por la España clerical que impuso su rígido catecismo cultural a partir de 1939, se podría decir que Galdós marchó al exilio aun después de muerto. Quedó borrado del canon nacional. Cuando en 1948 Pedro Laín Entralgo intenta esclarecer en su ensayo España como problema el panorama cultural finisecular español marcado por la tensión entre progresismo y tradicionalismo, con Menéndez Pelayo como figura dominante, Galdós no aparece por ningún lado. Ni siquiera al referirse a los literatos de su tiempo, entre los que Laín menciona a «Doña Emilia Pardo Bazán, Clarín, Palacio Valdés y el Padre Coloma». Sólo cuando afronta su reivindicación de la generación del 98 lo cita de pasada junto a Costa y Macías Picavea como quienes inventaron el tema de la regeneración. Tampoco más adelante, con la progresiva apertura, Galdós será susceptible de ser reivindicado, frente a los excluyentes, por los comprensivos de Ridruejo, en tanto que por razones cronológicas obvias no había tenido la oportunidad de ser un represaliado directo de la intolerancia de posguerra. Y enseguida llegó el veto estilístico de la nueva narrativa.
Galdós es entonces aparcado por no estar lo suficientemente comprometido, de un lado u otro, con la tradición maniquea española, o por clamar contra el recurrente cainismo español, un tema constante, sobre todo en sus Episodios. «Nadie entonó como Galdós el lamento por la bipolarización ideológica de las dos Españas», afirma el historiador Ricardo García Cárcel en La herencia del pasado; y lo ilustra con un elocuente fragmento del primer Episodio de la segunda serie, El equipaje del rey José (1875): «Si en el santo polvo a que se reduce la carne y los huesos de tantos hombres arrastrados a la muerte por el fanatismo y los rencores políticos quedase un resto de vida, ¡cuántas íntimas reconciliaciones, cuántos tiernos reconocimientos, cuántos perdones no calentarían el seno helado de la fosa donde el insensato cuerpo nacional ha arrojado parte de sus miembros, como si le estorbasen para vivir!».
«Él no fue un republicano, ni siquiera cuando entra en las filas del republicanismo» a partir de 1907, asegura Yolanda Arencibia. «Él ante todo fue un gran liberal»
La lectura anacrónica de algunas de las respuestas que Galdós fue planteando ante la coyuntura española propicia otro malentendido, en este caso político. «Él no fue un republicano, ni siquiera cuando entra en las filas del republicanismo» a partir de 1907, asegura Yolanda Arencibia. «Él fue un gran liberal. En aquel momento le entusiasmó el programa de Melquíades Álvarez y de otros políticos republicanos. Y puesto a entrar en política fue lo más cercano que encontró, porque el espectro político estaba dividido y polarizado, no había una opción intermedia. Llegó a presidente de la Conjunción porque era una voz respetada, una autoridad moral, tenía mano izquierda para consensuar y no suponía un riesgo para los políticos profesionales. Pero también el republicanismo terminó decepcionándole. Cualquier partido político, con sus rencillas y egoísmos, le hubiera desencantado. Y ese desencanto se ve en su obra, especialmente en los Episodios. En aquel momento sentía mucha admiración personal por Pablo Iglesias, y llegó a decir en un momento determinado que el socialismo era el futuro. Pero su idea del socialismo no es lo que nosotros entendemos por socialismo».
Aquel fue sólo el último de sus posicionamientos; «su vida política fue muy larga», aclara Gullón. «Cuando mueren Sagasta y su liberalismo, y Ferreras, que le había llevado a política, comienza a darse cuenta de que el conservadurismo español no ha conseguido cumplir lo que se había propuesto, aunque reconoce algunos logros de la Restauración. En todos sus escritos políticos, de todas las épocas, hay una idea básica, y es que cuando algo sale mal en política no te puedes limitar a echarle la culpa al adversario, sino que hay una responsabilidad colectiva. Es la idea gineriana de la armonía. Cuando él ve en 1907 que su amigo Maura y los conservadores no cumplen con lo que habían prometido, y que el Gobierno se pone muy duro con el movimiento obrero, se hace republicano, pero sigue siendo bastante moderado y en el fondo no deja de apoyar la monarquía. Porque él era un republicano de los de Castelar, que creía que la monarquía daba estabilidad a España».
Galdós en América
El hispanista norteamericano John W. Kronik dejó dicho que lo único bueno del apagón franquista sobre la figura de Galdós fue la eclosión galdosista en Estados Unidos animada por profesores exiliados y sus discípulos. Habla Francisco Cánovas: «En 1943, año del centenario de su nacimiento, estaban trabajando en universidades norteamericanas personajes de altísimo nivel como Luis Cernuda, Joaquín Casalduero, Francisco García Lorca, José Fernández Montesinos o Ángel del Río. Y en torno a ellos y a su función docente, muchos de sus alumnos se hicieron galdosistas. De ahí salió una generación de una veintena de estudiosos de primerísimo nivel, igual o mayor que en España, como Kronik, Peter Bly, Hans Hinterhäuser o William Shoemaker. Un boom que se tradujo en ediciones en inglés de Fortunata, Doña Perfecta, las novelas de Torquemada o El Abuelo. Este proceso se alimentó luego con los hispanos, los hijos de emigrantes estudiantes de literatura o filología. Y por eso la Asociación Internacional de Galdosistas y los Anales de Estudios Galdosianos tienen su sede en Estados Unidos. Allí se mantuvo el nivel académico hasta que a partir de los 60 y los 70 aparece en España una nueva generación que va a reivindicar a Galdós».
Germán Gullón, profesor en EEUU buena parte de su vida, está en condiciones de certificar en primera persona el florecimiento de aquel galdosismo norteamericano. «En el exilio, donde incluyo a gente como Casalduero o mi padre, que no son propiamente exiliados sino gente que se marcha de España por razones entre políticas, económicas y académicas, Galdós renace. Durante un tiempo los mejores libros sobre Galdós se escriben allí, entre ellos la biografía que todavía hoy más respeto y que incomprensiblemente nunca ha sido traducida al español, Pérez Galdós, Spanish Liberal Crusader de Chonon Berkowitz. Cuando nos reuníamos allí hablábamos de Galdós. Porque lo habíamos leído, porque conocíamos muy bien su obra y sus personajes. En España había desaparecido pero allí Galdós estaba vivo». Y no era sólo cosa de españoles nostálgicos en tierra extraña. Gullón recuerda un encuentro en Austin, Texas, a comienzos de los 70 con Dionisio Ridruejo y Octavio Paz, durante el cual el gran escritor mexicano le demostró que se sabía de memoria el comienzo de Trafalgar, aprendido en su infancia con una edición ilustrada de los Episodios («Yo solía leer de niño los Episodios Nacionales y me olvidaba hasta de comer», confiesa otro mexicano como Alfonso Reyes en Tertulia de Madrid).
«La proyección de Galdós en Hispanoamérica fue muy grande», insiste Gullón. «Ireneo Paz escribió sus trece Leyendas históricas mexicanas inspirado en los Episodios. En Chile, Baldomero Lillo tiene muchas obras inspiradas por Galdós. La Doña Bárbara de Rómulo Gallegos es Doña Perfecta, de la que precisamente se hace una película en 1918 en Estados Unidos, donde Clara Bell había traducido varias de sus novelas».
Más allá del realismo
Una proyección hoy olvidada; Gullón lamenta que «a Galdós le han robado la universalidad». Quizá por la dimensión española tan fuerte que tuvo su figura, primer intelectual moderno nacional, que abarcó medio siglo de la historia y la literatura en España, desde la publicación de La Fontana de Oro en 1870 a su muerte en 1920. Y de ese medio siglo, al menos treinta años, entre 1885 y 1915, en el centro de la vida pública española. Una presencia constante representada en el recorrido de la exposición del centenario. Protegidos en vitrinas, manuscritos y ediciones se suceden en paralelo al contexto, las inquietudes y evoluciones del escritor canario y su impacto en una sociedad en trance de doliente modernización.
Gullón ha querido aprovechar la ocasión del centenario para contribuir con el discurso expositivo de La verdad humana a ensanchar el marco teórico que en España se ha dado tradicionalmente al legado galdosiano. He aquí otro malentendido. El que relaciona directamente la obra de Galdós con las categorías académicas que le han fosilizado.
«A muchos críticos les ha molestado que en la exposición se hable de maneras narrativas. ¿Por qué llamas primera manera a las novelas de tesis? Porque hablar de novelas de tesis es tener en cuenta únicamente su aspecto ideológico. Y en ese momento Galdós está montando la arquitectura de la novela. A Doña Perfecta, que es una respuesta a Pepita Jiménez, le puso cuatro finales diferentes. Enseguida cambia el final folletinesco con que aparece en la Revista de España. Lo mismo cabe decir de Gloria y de La familia de León Roch, que merece esa maravillosa reseña de Giner de los Ríos» que tan en cuenta tendrá Galdós a la hora de abandonar la senda de la narrativa ideológica (de Galdós a la Residencia de Estudiantes: cuando se habla de estos años clave que desembocarán en la Edad de Plata por cualquier lado aparece Giner. El mismo que alentó a Galdós a que se decantara por la novela en favor del teatro).
«Y luego», continúa Gullón, «llegan las novelas naturalistas. Pero ¿por qué no psicológicas, como en el caso de Dostoievski, si La desheredada, que es probablemente la primera novela psicológica española, ocurre la mayor parte del tiempo en la mente de Isidora? A Galdós se le han puesto muchas cinchas, y eso tiene que ver con la pobreza de nuestra cultura crítica. La universidad española ha despreciado la corriente de pensamiento crítico humanístico español que representaron Clarín, Giner, Reyes, Ayala o Paz, una corriente de humanismo moderno que crea conocimiento literario relevante a base de ideación innovadora frente a otra que se limita a ver en qué fecha se escribió esto o lo otro. Hablar de realismo, cuando el realismo ha existido siempre, desde el Cid, no explica realmente nada. A Galdós se le ha troceado para meterlo en todos estos compartimentos».
«Hablar de realismo no explica realmente nada. A Galdós se le han puesto muchas cinchas, y eso tiene que ver con la pobreza de nuestra cultura crítica» (Ricardo Gullón)
Arencibia coincide con Gullón en desacreditar este encasillamiento. «Realismo, modernismo, naturalismo, son etiquetas que no sirven para alguien en cuya primera novela hay un personaje que se baja de un cuadro».
En la obra a la que se refiere Arencibia, La sombra (1866–1867), el protagonista está convencido de que su mujer está siendo seducida por el personaje de una pintura mitológica. Ya se manifiesta un rasgo que lejos de ser un pecado de juventud será una constante: la metódica oscilación entre lo real y lo fantástico. «El sueño –la imaginación– se ha instalado en medio de la realidad», explica Andrés Amorós en “La sombra: realidad e imaginación” (Cuadernos Hispanoamericanos, 1971). Hasta el punto que «la realidad confirma lo imaginado», del mismo modo que mucho después, en Misericordia, publicada el año de su ingreso en la Real Academia Española, 1897, el cura Romualdo imaginado por Benina tomará cuerpo real. Así pues, el realismo galdosiano, a la manera cervantina, «es expresión de una realidad que excede lo puramente externo e incluye lo psicológico: las obsesiones, las ideas fijas, los sueños de los personajes».
(Acerca de La sombra, el profesor Francisco Ynduráin encontró su proyección implícita en el Museo de reproducciones de Ramón Gómez de la Serna, y en la La manzana, poema cinematográfico y obra de teatro que León Felipe reconoce directamente inspirada por el relato juvenil de Galdós. Y de aquí, si nos ponemos, llegamos a San Francisco y nos encontramos a Kim Novak ensimismada ante el retrato de Carlota Valdés… Y no diríamos que nada de esto, del Ramón de Buenos Aires a Vértigo pasando por el exilio mexicano de León Felipe, es precisamente realista).
La dialéctica entre realidad e imaginación es una constante de la obra de Galdós. «Optó por buscar, en la mayor parte de su producción literaria, un punto de encuentro entre ambos extremos», escribe otro especialista como Francisco Caudet en su estudio preliminar de Tormento (Akal, 2002). Y lo ilustra con dos novelas separadas en el tiempo como la propia Tormento y, de nuevo, Misericordia, en las que «se esfuman las fronteras de lo real y lo irreal, de lo vivido y lo imaginado o soñado. Las dos son por igual novelas decididamente realistas. Acaso porque lo imaginado/soñado es un ingrediente –así lo pensaba Galdós– de lo real».
¿Y dónde queda la realidad y dónde empieza la imaginación? «La respuesta no es fácil», reconoce Caudet. Será «su obsesión, su caballo de batalla» de principio a fin. Según María Zambrano, el aparente conflicto queda resuelto por el prodigio de la mirada creadora del genio. Galdós ve la realidad para luego engendrar visiones verídicas, dirá la pensadora malagueña en La España de Galdós. Y esa síntesis la alcanza por medio de la novela, vehículo útil, vigente y necesario en tanto que ofrece la posibilidad de revelar el misterio de la realidad.
Alfonso Reyes explica a su manera, en el texto sobre Galdós de Tertulia de Madrid (1949), el concurso de lo imaginado/soñado en su literatura. «No necesita Galdós descoyuntar el argumento para hacernos aceptar lo inverosímil práctico, que nos presenta con la naturalidad de lo obvio. Un soplo sobrenatural pasa por las páginas de Miau, Nazarín o La primera República, título que es por sí solo una profecía. No necesita esforzar el ingenio para que el hombre y el fantasma se enfrenten».
Piedad e ironía
Habla Reyes de la «ironía dulce y terrible a la manera del Quijote» de las novelas contemporáneas de Galdós. Cervantes, una y otra vez, aparece como referente de su proyecto narrativo y piedra de toque para su valoración. Frente a los que hasta hoy relativizan su valía, sus más decididos partidarios lo ponen directamente tras la estela cervantina. Para María Zambrano, uno y otro ofrecen los dos mundos novelísticos «que el español tiene para contemplarse». Marcados ambos por dos rasgos sin los cuales ella entiende que no hay novela: la piedad y la ironía.
«La ironía es una gran herramienta» galdosiana, observa Yolanda Arencibia, que le sirve para endulzar la amargura o la tristeza de lo que describe. Ante una realidad angustiosa, como el panorama terrible del cesante de Miau, consigue hacer sonreír al lector. Cánovas confirma: «Cervantes está en toda su obra hasta el final. Desde que era joven y escribe Un viaje redondo, por el bachiller Sansón Carrasco (1861) hay personajes, temáticas y una ironía muy cervantinos. Nazarín, que se echa a los caminos a predicar el evangelio genuino, es mitad Quijote mitad Cristo. Esto para él era un motivo de orgullo y un modo de enganchar con la mejor tradición española. Poco antes de morir, Clarín escribe que Galdós es como Miguel de Cervantes por dentro; Azorín dijo que es el otro Cervantes».
Cómo no pensar en el Quijote leyendo Prim, penúltimo Episodio de la cuarta serie, en el que su protagonista, el impetuoso Santiago Íbero, la imaginación recalentada por las lecturas de las hazañas de Hernán Cortés, se convence de que el caudillo de Reus viaja a México para reconquistar aquellas tierras y se escapa de casa para unirse a sus tropas, y de esta confusión nace su aventura liberal y un quijotesco deambular por los paisajes diversos de la Península.
Más allá de debates superficiales y coreográficos, del mero posicionamiento estético –¿es bueno o tan bueno?, como acertadamente formula Álvaro Cortina en este mismo número galdosiano de LEER–, la obra de Galdós se abre camino por sus propios medios y sigue siendo leída. Quizá porque cualquier prosa contemporánea parece anémica al lado de su generosa verbosidad. Buscamos al azar en la página abierta en el atril, último Episodio de la cuarta serie, La de los tristes destinos: «Más allá de El Escorial, cuando el tren acometía con pujanza y ardiente resuello las abruptas moles de la divisoria, redobló Polop sus patrióticas invectivas, acalorando su ánimo con sorbos frecuentes de un generoso coñac que llevaba». Con qué colorido la fumarola de la locomotora, las coníferas y el granito del Guadarrama se aparecen en la imaginación del lector acompañando la etílica efusividad revolucionaria del conductor del ferrocarril del norte, «venturoso escape hacia el mundo europeo, divina brecha para la civilización». No apetece apearse.
Revista LEER, número 296, especial Galdós