Hombre de múltiples saberes –músico titulado en piano, canto y armonía, licenciado en Ciencias de la Información, incluso estudiante de Sociología– Joan Matabosch (Barcelona, 1962) llegó a Madrid en 2013 para hacerse cargo de la dirección artística del Real tras hacer lo propio en el Liceo de su ciudad natal desde 1997, y ahora afronta los fastos del doble aniversario del Real de Madrid –200 años de su fundación por Fernando VII, veinte de su reapertura– en el ecuador de su mandato. Matabosch habla para LEER de ‘Bomarzo’ y de la relación de la literatura con la ópera, “la más compleja confluencia de todas las artes al servicio de la expresión” (fotografía: Javier del Real / Teatro Real).
¿Por qué ‘Bomarzo’ para el Real?
Porque es una de las grandes óperas del repertorio iberoamericano y porque, por su relación privilegiada con Latinoamérica, corresponde al Teatro Real reivindicarla y facilitar su acceso a las temporadas de los teatros europeos. De hecho, las tres óperas de Alberto Ginastera son obras maestras. Tanto Bomarzo (1966) como Don Rodrigo (1964) y Beatrix Cenci (1971) merecerían ser mucho más conocidas y representadas. Bomarzo tuvo en su momento una historia muy accidentada. Al ser calificada de inmoral y prohibirse su representación en Buenos Aires, pero autorizarse libremente la difusión de la novela, Mujica Lainez llegó a la conclusión, con su ácida sorna habitual, de que lo que los censores argentinos consideraban inmoral era, sin duda, la música. Bomarzo llegó finalmente al Teatro Colón en 1972 sin lograr deshacerse de la polémica que siempre la ha rodeado.
Da la impresión de que en la inspiración italiana de la novela, ‘Bomarzo’ ya gozaba de una prefiguración operística. ¿Es así, o al menos así lo reconoció Ginastera?
El propio Mujica Lainez adaptó su novela a libreto de ópera. Tomó algunas decisiones muy pertinentes como invertir completamente la estructura narrativa de la obra literaria. En cuanto a Ginastera, su inspiración no es tanto la ópera italiana, por mucho que pueda haber una evidente inspiración italiana en la novela, como el modelo del Wozzeck de Alban Berg. Ginastera opta por una escritura serial, postweberiana, microsonidos, melodías tonales, canto virtuosístico y Sprechgesang (canción hablada) que, a la manera de Wozzeck, reposan sobre géneros tradicionales como la villanelle, la musette, el madrigal, ariettas, etcétera.
Auden dijo, lo cita Tomás Marco en este número de LEER, que la ópera es último refugio de la poesía épica. ¿Hay en ese insospechado ‘monopolio’ un paradójico valor y actualidad del género para el público del siglo XXI?
Julian Barnes ha explicado cómo, en la ópera, el argumento tiene la función de “liberar a los personajes lo más rápido posible para que puedan cantar sus emociones más hondas. La ópera va directa al grano: igual que la muerte”. Es un arte en el cual “la emoción virulenta, aplastante, histérica y destructiva es la norma; un arte que busca, más obviamente que los demás, partirte el corazón”. En el siglo XXI, desde luego que la ópera se va a adaptar a este mundo digitalizado y global. Esto no le va a resultar difícil. La ópera se anticipó en siglos a la explosión tecnológica que ha provocado un mundo globalizado: en el siglo XVIII el mercado de grandes compositores y cantantes ya era único en toda Europa. La ópera apenas ha conocido fronteras nacionales: ha sido siempre un arte globalizado. Lo que tanto sorprende en otras disciplinas artísticas ha sido, desde siempre, lo más natural en la ópera.
Quizá la ópera, “obra de arte total” en definición wagneriana, cuenta con una cualidad que hoy se diría ‘transmedia’ y que propicia su asunción por un público expuesto a las nuevas formas de entretenimiento… Y por ahí tal vez sea vehículo privilegiado para la difusión de la música culta y de los mitos que suelen articular sus historias.
El mito es, como dice Marie-France Castarède, un objeto de transición colectivo en el sentido de que se ha creado un consenso a su alrededor. Los personajes míticos se sitúan en la intersección del dentro y el fuera psíquicos. Los mitos forman parte de nuestros fantasmas y de nuestros sueños individuales; pero al mismo tiempo pertenecen a la realidad exterior porque forman parte de una historia que los ha situado en un determinado escenario. La música no hace más que reforzar su estatus porque, en realidad, precede al lenguaje, a la representación de las palabras. Expresa lo universal porque desconoce la racionalidad del discurso que determina la cronología de una historia. Nos sumerge en la temporalidad específica del inconsciente. Thomas Mann decía que el mito, para Wagner, era sinónimo de ingenuidad, simplicidad, dignidad y pureza.
Volviendo a Auden, el poeta que escribía libretos: ¿Un libreto es literatura?
Solo un pésimo libreto puede ser literatura. Lo que no quiere decir que un buen libreto no pueda tener cualidades literarias. Es fundamental comprender la estructura de sentido de la ópera como forma de arte para analizar con conocimiento de causa los libretos y las partituras. En la ópera, la música no es un mero subrayado del texto literario. Ni el texto literario es un mero soporte –un pretexto, o una excusa– para escuchar música. En la ópera, el texto tiene una función denotativa, es decir, identificadora de la situación. Es la música la que tiene toda la función connotativa. Por eso no estamos hablando de una colaboración complementaria entre dos artes sino de un producto nuevo y diferente, en el que las palabras tienen la función de figuración del objeto –y, por eso, esencial– mientras que a la música le corresponde la función de convertir ese objeto en materia de expresión. O, dicho de otra manera, percibimos el arte en el texto; pero se trata de un arte que ha sido creado por la música. Por eso hay que ser cauteloso cuando se escuchan afirmaciones del estilo de que “los libretos de ópera son malos”, o que “no tienen calidad literaria”. Evidentemente que hay libretos buenos y malos, pero lo que suele haber detrás de este tipo de afirmaciones es una flagrante incomprensión de lo que es la estructura de sentido de la ópera. El análisis del libreto operístico como obra de arte no tiene el más mínimo sentido. Simplemente no es pertinente: es un disparate. El texto es el recipiente que da forma al líquido (es decir, es fundamental) pero no es el líquido mismo. El texto identifica el sentimiento, identifica el objeto, pero el arte viene creado por la música. Es la música la que convierte ese objeto en materia expresiva. Un buen libreto de ópera no es nunca aquel que ya contiene las connotaciones del objeto que identifica. Eso puede ser quizás un buen texto literario, pero como libreto de ópera es un desastre.
¿Es entonces imprescindible la base literaria?
No solo es imprescindible la base literaria, sino que también son cruciales otros elementos: el texto dramático; también el tejido musical que construyen la orquesta, el coro y las voces de los cantantes; y también las formas, los colores y las sombras de la escenografía, el vestuario y la iluminación; los cuerpos y la gestualidad de los personajes; y a veces también la danza. Lo importante no es tanto que los ingredientes sean muchos y muy diversos sino que ese canto, esa dramaturgia, esa escenografía y esa orquesta forma una estructura de sentido. Esta es la singularidad de la ópera: su complejidad formal y, por lo tanto, su complejidad potencial de sentido. La ópera es la más compleja confluencia de todas las artes al servicio de la expresión. Pero “complejo” no quiere decir “confuso”, ni como decía Jorge Luis Borges a propósito de Góngora para desenmascarar la falsa complejidad “su texto no es complejo, sino solo complicado”. Complejo quiere decir que aquello de lo que nos habla una obra –la decepción amorosa, la felicidad, la traición, la lealtad, el sacrificio generoso o la mezquindad humana– no se simplifica unívocamente, como sucede con los folletones, a un solo aspecto de ese sentimiento o de esa experiencia: una bondad angélica sin matices, o una maldad igualmente monolítica. El hecho de ser un sentimiento complejo implica que el receptor no solo puede identificar ese sentimiento sino que puede también enriquecerlo. Eso sucede en la ópera y también en cualquier otro arte. Con la ópera sucede que sus recursos específicos permiten expresar algo que es singular y que es excepcional. Es en esencia como cualquier otro arte, pero amplificado. Por esto cuando una representación de ópera es excepcional puede generar una de las experiencias más intensas que se pueden llegar a sentir en el ámbito del arte.
No sé si cabe decir que con la ópera sucede a veces como en el cine: que rara vez la gran literatura, o al menos la gran novela, ha inspirado óperas indiscutibles, quizá porque son obras que alcanzaron su plenitud en su forma original.
Desde luego que es difícil adaptar para el cine o para la ópera obras literarias que alcanzaron su plenitud en su forma original. No es extraño que estas adaptaciones sean satisfactorias cuando el director de cine o el compositor son capaces de entender que el proceso pasa por sacrificar muchas de las anécdotas a través de las que el escritor nos transmite la esencia de su discurso, para encontrar precisamente en la especificidad del lenguaje de cada arte esa misma esencia. Es muy didáctico el ejercicio de comparar La dama de las camelias, la novela de Alexandre Dumas hijo, con la versión teatral que escribió el mismo Dumas; y también con el libreto de Francesco Maria Piave para La Traviata; y finalmente con la ópera de Giuseppe Verdi. Es didáctico porque se trata de un caso en el que hay una novela, una obra de teatro, un libreto y una ópera, de forma que podemos reseguir el proceso de adaptación con gran precisión. El paso de la novela al teatro y del teatro al libreto implica, de forma muy evidente, la pérdida progresiva de recursos textuales. De hecho, respecto a la novela, el libreto de Piave parece una indicación simple, conceptual y ordenada de lugares, hechos y acciones de los personajes. Por ejemplo, la felicidad de los jóvenes amantes en el refugio de las afueras de París en la novela se explica con la metáfora de unos nadadores que bucean bajo el agua y salen a la superficie apenas un momento para coger aire y volverse a sumergir nuevamente. Esa imagen de la impaciencia, de la pasión, de la urgencia, en el libreto de la ópera desaparece completamente y, de hecho, transcurre en el descanso entre el primer y el segundo acto, mientras el público se toma una copa en el foyer. Pero en el momento en el que a ese libreto se le inyecta la música de Verdi, la cosa cambia radicalmente. Y resulta que cuando Violetta canta “Amami Alfredo!”, con una frase amplia y desesperada, aquella información sobre la felicidad y la pasión de los amantes estalla con una plenitud que trasciende con mucho lo que únicamente las palabras o únicamente la música son capaces de aportar. De alguna manera, la música ha restituido aquella información de la obra literaria original que el libreto había eliminado. Y lo ha hecho construyendo una forma nueva mucho más intensa, mucho más turbadora.
¿Música teatral o teatro musical?
Las etiquetas importan poco. La frontera entre el teatro musical y la ópera es difusa y no sirve de mucho intentar encontrarla cuando algunas de las grandes óperas de los siglos XX y XXI han querido situarse, precisamente, en esta zona fronteriza. ¿No es mucho más interesante identificar las obras maestras, sean cuales sean las etiquetas que los musicólogos o los críticos les hayan reservado? Quienes quieran convencerse de lo absurdo de las etiquetas les recomiendo que no se pierdan la nueva producción de Street Scene de Kurt Weill de la próxima temporada del Teatro Real. ¿Es una ópera o es un musical? ¿Realmente importa? Es una de las obras maestras del teatro musical del siglo XX, casi desconocida precisamente porque no es asimilable a ninguno de los géneros canónicos de su época.
Uno de sus objetivos al frente del Liceo fue hacer accesible la ópera a todos los públicos, desmentir su naturaleza elitista. ¿Cómo lleva esta misión en Madrid? ¿Qué peculiaridades ha encontrado en el público de esta ciudad y su nuevo viejo teatro?
La ópera tiene que ser rescatada del monopolio de las élites sociales y de los viejos aficionados. Para romper este monopolio es crucial tener una estrategia: hace falta que el teatro se sitúe en medio del debate cultural de la comunidad, junto a las otras grandes instituciones culturales, abierto y colaborando con ellas tanto como sea posible. El sentido profundo de esta estrategia es fomentar que la ópera sea menos una afición que un hábito cultural. Con todo el respeto por los aficionados, desde luego. Se trata de lograr que quienes invierten su ocio en leer, asistir a conciertos, teatro, exposiciones o cine, no puedan dejar de lado la ópera. Por cierto, los jóvenes de hasta 35 años pueden adquirir cualquier entrada del Teatro Real, incluidas las mejores, a una tarifa plana de 19 euros. Les recomiendo que se informen al respecto porque muchos lugares comunes se desmienten por sí mismos en cuanto uno se molesta en conocer la realidad. En cuanto a las características del Teatro Real frente al Gran Teatre del Liceu la diferencia básica radica en la existencia de una tradición operística ininterrumpida en Barcelona, frente a una historia mucho más accidentada en Madrid. Ambos teatros se inauguraron casi simultáneamente, pero el Teatro Real ha permanecido cerrado o convertido en sala de conciertos durante una gran parte de su historia. En cuanto al público, comparten las características de otros países del sur de Europa. Por ejemplo, una tradición muy centrada en el culto al divo. Afortunadamente, las gestiones artísticas del Real y del Liceu han favorecido un cambio de perspectiva en las últimas décadas. Que conste que no tengo nada contra los divos, pero una temporada de ópera es mucho más que una sucesión de títulos con cantantes mediáticos. Los responsables debemos tener claro que estamos defendiendo una forma de arte que expresa experiencias humanas y que activa nuestra capacidad de sentir porque, como el gran arte, permite que contemplemos fuera de nosotros nuestra experiencia común. El arte es el único lenguaje que transmite la complejidad de la experiencia no como algo cerrado al reducto de nuestra subjetividad sino como una realidad creada justamente para ser compartida por muchos. Una sociedad culta es una sociedad rica en sentimientos y en ideas, capaz de ser sensible a los demás, capaz de escuchar, capaz de expresar y capaz de compartir. Por esto necesitamos que existan instituciones como el Teatro Real.
¿Cuáles son los puntos fuertes del bicentenario / 20 aniversario del Real desde el punto de vista artístico?
La conmemoración va a favorecer la apertura del repertorio de las próximas temporadas a algunas de las óperas más importantes de la historia que, por motivos diversos, todavía no han accedido a su escenario. En cooperación con los teatros internacionales más relevantes, con los que el Teatro Real colabora en una serie de coproducciones, una parte del repertorio de las próximas temporadas va a poner su acento en la novedad: nuevos estilos, nuevas estéticas, nuevos compositores y obras todavía inéditas en Madrid. Todo ello con el convencimiento de que el concepto de repertorio no es algo estático sino que cambia y evoluciona. Y contribuir a esta evolución es una de las funciones irrenunciables de la programación de un teatro como el Real.
BORJA MARTÍNEZ
Una versión de este artículo aparece publicada en el número de abril de 2017, 281, de la edición impresa de la Revista LEER.