Antonio Ferres, o la literatura de lo inevitable
Se destacó en la nómina del realismo social de la posguerra con ‘La piqueta’, pero no cesó en la búsqueda de nuevas formas literarias, como el relato memorialístico o la poesía. LEER se encontró con Antonio Ferres en su 90 cumpleaños, coincidiendo con la publicación de ‘El libro de los cambios y las hojas’ (Gadir). Por FERNANDO PALMERO
Se dio a conocer Antonio Ferres con un relato angustioso sobre el inevitable destino que aguardaba a los vencidos tras la Guerra, Cine de barrio, premio Sésamo en 1956 e inicio de la carrera literaria del más desesperanzado de aquel grupo que formaban Juan García Hortelano (Barrio de Argüelles), Alfonso Grosso (La zanja), Jesús López Pacheco (Central eléctrica), Armando López Salinas (La mina) y Juan Eduardo Zúñiga, el misterioso Zúñiga, mayor que ellos pero sin ser de la generación del primer realismo de posguerra, porque este grupo se constituyó como nuevo cuando encontró su sustento teórico en los ensayos de José María Castellet (La hora del lector) y de Juan Goytisolo (Problemas de la novela), y el apoyo político en el Partido (el único, para ellos), no olvidemos que para esta generación del realismo social, nacida con el aliento de la revista falangista que dirigían entre otros Rafael Conte, Acento Cultural, y la editorial Destino, primero, asesorada por el hoy olvidado pero en aquellos años imprescindible Rafael Vázquez Zamora, y Seix Barral, después, «lo social» era «una categoría superior a lo artístico», como dejara dicho Alfonso Sastre, por eso no se dejará de ver nunca la sombra del Partido en aquellas primeras novelas de los años 50, y no sólo porque algunos de ellos, como el propio Ferres o López Salinas, cobraban de la Uninci, aquella productora cinematográfica emboscada en el Régimen, sino porque además de la utilización de técnicas narrativas muy cercanas al cine neorrealista, se colaban también las consignas de entonces, como la reconciliación nacional en Los vencidos o Al regreso del Boiras, ambas censuradas, pero decíamos que lo inevitable es aquello que marca la literatura sin esperanza de Ferres desde su primer cuento, y así, sabemos que el hombre que «se estiró en la butaca hasta ocultarse en el respaldo» será descubierto y fusilado, como sabemos que Luis, escondido en la buhardilla de Valeria en su último cuento, aún inédito, El sexto piso, también será descubierto y fusilado, y que tras su apresamiento, en el cine continuará la proyección y el hombre ya esposado verá cómo se apaga la luz y escuchará la risa de las niñas, de la misma manera que Luis verá, junto a la tapia del cementerio donde le esperan los soldados armados, cómo brillaban los campos verdes «con las últimas lluvias», y cómo «el sol acariciaba la tierra», y sabemos también que tras el derrumbe de la chabola de Maruja por los de la piqueta en su primera novela queda el descampado, la llanura de Orcasitas, lleno de escombros: «En apariencia, no ocurría absolutamente nada. Sólo el sol caía sobre las arenas del mioceno, por los campos donde termina una triste y pobre ciudad», pero sólo en apariencia, porque la vida continúa, «no hay muerte ni principios», escribió Manuel Altolaguirre, al que cita Ferres en El libro de los cambios y las hojas, su última entrega poética editada por Gadir y en la que quiere el autor rendir homenaje al texto confuciano del I Ching, porque Ferres, que aparece en todos los manuales de literatura española, no se ha conformado con ser, como dice Santos Sanz Villanueva en el suyo, «el representante genuino de la novelística social», sino que ha seguido buscando nuevas formas literarias, durante su retiro americano, primero en México de la mano de Max Aub y luego como profesor en varias universidades de EEUU, miembro como fue de aquella otra emigración, la segunda que dice Andrés Sorel, «la de nuestra intelligentzia», y en su exilio formó una gran biblioteca de textos budistas a través de los cuales encontró una manera nueva de mirar el mundo, y ya en los años 90 llegó a la novela autobiográfica en Los confines del reino, en la que ajusta cuentas con su pasado comunista, y a una suerte de relato memoralístico de extremada belleza y elegancia narrativa, Memorias de un hombre perdido, en las que trata de no ser quien fue, «quien fuera aquel que no recuerdo», por eso hay un guiño en este nuevo libro a esas memorias en el poema en prosa «Los hijos de cura no dan sombra», y por eso dice también: «He escrito estos versos, alguna vez… Quizás hace mil años… Reconozco que en ellos soy al mismo tiempo yo y todo esto que se mueve y gira, o que permanece, mientras lo retienen mis ojos», por eso, en esa búsqueda de trascenderse a sí mismo, de no quedar atrapado en los temarios del bachillerato, llegó Antonio Ferres a la poesía, ya octogenario, para decirnos que es la esencia de la vida el cambio y que la tragedia de España es «historia repetida de los hombres», y dice que no debemos olvidar de dónde venimos y que por eso tiene aún actualidad La piqueta, porque cuenta la historia de aquellas gentes de Andalucía y Extremadura que se iban acomodando a las puertas de una ciudad que había levantado un muro de defensa contra ellos, y ahí construían sus chabolas, que luego fueron casas, que luego fueron calles, que luego fueron barrios y finalmente pueblos, hoy ya absorbidos por la ciudad, y dice que en Orcasitas, donde hay una asociación que se llama Del barro al barrio, leen La piqueta como una épica, como si fuese La Ilíada o La Odisea de su barrio, y que por eso su amigo Paco García Olmedo lo bautizó como el Homero de Orcasitas, pero de aquella novela hace ya más de 50 años y Antonio Ferres acaba de cumplir 90 y sigue escribiendo poemas y cuentos y acude cada martes a su tertulia del Café Gijón donde prepara junto a sus compañeros un concurso de relatos que han llamado Cuentos insurgentes para ver si pudiera servir de semillero de nuevos autores como sirvió durante tantos años aquel premio de las Cuevas de Sésamo donde destacaron tantos jóvenes creadores como Antonio Ferres.
Revista LEER, número 250, marzo de 2014