Javier Rodrigo: “En una guerra civil toda la población es beligerante”
Desde la aparición en 2005 de ‘Cautivos. Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947’, Javier Rodrigo se ha convertido en un referente de la nueva historiografía contemporánea y uno de los más activos y prolíficos investigadores españoles. Si aquel libro ha quedado como el más detallado y riguroso estudio sobre el sistema concentracionario de la dictadura, ‘Comunidades rotas. Una historia global de las guerras civiles, 1917-2017’, escrito junto al también historiador y profesor David Alegre, representa un primer y ambicioso intento de revisitar la Historia del siglo XX y lo que va del XXI como una concatenación de guerras fratricidas. Por FERNANDO PALMERO
Catedrático acreditado en la Universitat Autònoma de Barcelona e investigador en ICREA, Javier Rodrigo (Zaragoza, 1977) se doctoró en el Instituto Europeo de Florencia y se convirtió con el paso de los años y de las publicaciones académicas en uno de los mayores expertos en la Guerra Civil española y la posterior represión franquista. Al ya clásico Cautivos (Crítica, 2005), estudio ineludible sobre el funcionamiento del sistema concentracionario del régimen, le siguieron, entre otros, Hasta la raíz. Violencia durante la Guerra Civil y la dictadura franquista (Alianza, 2008), donde se detiene en aspectos poco conocidos como los paredones de fusilamiento, las fosas comunes, las desapariciones o las cárceles clandestinas, esto es, la vasta geografía del terror impuesta por los vencedores de la contienda. O La guerra fascista. Italia en la Guerra Civil española, 1936–1939 (Alianza, 2016), una investigación que indaga en la determinante influencia que tuvo el régimen de Mussolini para la victoria de Franco y para la configuración del Nuevo Estado («partido único, milicia única, sindicato único»). O, ya en el ámbito de las construcciones narrativas del pasado, Cruzada, paz, memoria. La Guerra Civil en sus relatos (Comares, 2013). Porque, explica, «lo que hoy es la Guerra Civil es, fundamentalmente, el resultado de un agregado de significados, una maraña de narraciones y relatos superpuestos, pero no en estratos perfectos», ya que, «el relato de la guerra» es, entre otras cosas, «un mecanismo de legitimación ideológica».
Pero Javier Rodrigo se ha acercado al fenómeno de la violencia colectiva y la historia de la guerra desde otras perspectivas. Fue editor de la obra Políticas de la violencia. Europa, siglo XX (PUZ, 2014), donde definía el «Novecientos europeo» como «el siglo de la democracia y de la ciencia, pero también el de las revoluciones y los fascismos. El siglo de la violencia, del genocidio y del terror». Una definición que ha ampliado a gran parte del mundo y ha completado a través del concepto de guerra civil en Comunidades rotas. Una historia global de las guerras civiles, 1917–2017 (Galaxia Gutenberg, 2019), escrito junto al profesor de la Universitat de Girona David Alegre. «Situar un amplio conjunto de guerras civiles dentro de una narrativa compartida y de largo alcance», escriben en la Introducción de la obra, «permite, por un lado, la refutación de los discursos esencialistas e interesados de los nacionalismos en cualquier latitud, según los cuales los conflictos internos se explican sobre todo –si no en exclusiva– por las especificidades intrínsecas de la sociedad afectada. Por otro lado, y muy relacionado con ello, la impugnación de las visiones de los espectadores externos, periodistas, líderes políticos, diplomáticos y opinión pública en general, que suelen observar y explicar los enfrentamientos armados como manifestaciones de la barbarie, la sed de venganza y el atraso de aquellos que los sufren».
En el libro, cuando reconocéis la dificultad para dar una definición de guerra civil, debido a que las causas, el despliegue, la intensidad y las consecuencias son en cada caso distintas, recurrís a Heráclito con la esperanza de encontrar un elemento común y originario: «guerra es padre de todos», escribe el de Éfeso. Al fin y al cabo, ¿la era de la guerra civil no es la era de la humanidad?
Posiblemente. A partir de las fuentes disponibles se puede deducir que el fenómeno de la guerra interna, del conflicto armado para la expulsión del enemigo de un territorio cuya soberanía se reclama, ha existido siempre. Bien es cierto que las dimensiones de guerra total que adquieren las guerras civiles durante la segunda mitad del XIX y durante todo el siglo XX suponen un salto cualitativo muy importante. Y eso el primero en teorizarlo en la edad contemporánea es Francis Lieber, que después de la Guerra de Secesión americana plantea: lo que hemos vivido en la naciente unión es una forma de guerra diferente a lo que se había vivido, por ejemplo, en la guerra de independencia, un tipo de guerra de expulsión de una parte de la civitas del propio territorio cuya soberanía compartimos. En una guerra total, como son las guerras civiles, una de las dos partes siempre puede ganar a la otra, no se trata de un acto de violencia unilateral contra poblaciones desamparadas, que sería un fenómeno de guerra colonial. La guerra civil supone que hay dos paraestados combatiendo por la propia soberanía, que tienen armas, potencia de fuego y capacidad de movilización, es un tipo de guerra que entronca perfectamente con el concepto de guerra nacional napoleónica, en la que toda la nación está en armas porque toda la nación es objeto y sujeto de la guerra. Victor Serge, en Medianoche en el siglo, a propósito de la guerra civil rusa, dice que la guerra civil no admite al no beligerante, es decir, toda la población es beligerante porque toda la población forma parte de esta confrontación entre identidades nacionales cuyo objetivo es la expulsión del otro del territorio nacional. Este tipo de guerra ha existido siempre, pero en el siglo XIX, y sobre todo en el XX, tenemos pruebas empíricas de que adquiere rangos de extrema complejidad y sobre todo de totalización.
¿A partir sobre todo de la Guerra Civil española?
No, después de la Segunda Guerra Mundial. Después de 1945, el 90 por ciento de las guerras que se producen en el mundo son guerras internas, guerras civiles que a su vez devienen en genocidios, devienen en desplazamientos forzosos, devienen en intercambios de población, devienen en formas de violencia extrema. Desde España tenemos la tendencia a pensar que la era de las guerras civiles es la era que afecta a nuestra propia Guerra Civil, la de los años 30, la guerra de la guerras, revolución y contrarrevolución, fascismo y antifascismo, pero si nos atenemos a los datos empíricos y a los datos cuantitativos realmente la verdadera era de las guerras civiles es después de 1945. Uno de los problemas que hemos tenido en la organización interna de este libro, que es un libro muy complejo, ha sido la disparidad de estudios y de casos. Si nos atenemos a los años 20 y 30, por ejemplo, es muy fácil, porque tanto en Europa como fuera de Europa nos encontramos con un número puntual de guerras, en China, y en Europa, Rusia, Finlandia, Irlanda y España. Durante la Segunda Guerra Mundial el fenómeno de la guerra civil explota, porque a fin de cuentas la guerra civil es la forma que sobre el terreno adquiere la ocupación, pero después de la Segunda Guerra Mundial nos encontramos guerras civiles en todos los continentes salvo en uno: Europa. Y esto es lo que ha mediatizado en buena medida los estudios de la historiografía y la ciencia política, el hecho de que como en Europa deja de haber guerras civiles, se cree que termina la era de la guerra civil, y es al revés, es cuando empieza la era de la guerra civil en el mundo.
«La guerra civil no es un acto de violencia unilateral. Dos paraestados combaten por la soberanía con armas, potencia de fuego y capacidad de movilización»
Una de las afirmaciones más interesantes del libro es que, más que los nacionalismos, ha sido la gestión de las minorías lo que ha llevado a las guerras civiles que ha habido en Europa, como en Yugoslavia.
El hecho de expresarlo así es para mostrar nuestro rechazo a esta idea un tanto común y general que dice que los nacionalismos son la causa de los males del siglo XX. En cierta medida es una simplificación y una recusación global del concepto y las prácticas nacionalistas, que yo creo que esconde más de lo que explica. Yo soy muy crítico tanto con el pasado como con el presente de los movimientos nacionalistas, sobre todo cuando implican la construcción de unidades nacionales puras, homogéneas, sostenidas en el espacio y en el tiempo y que nunca existen, evidentemente, son constructos teóricos, pero eso no evita que devengan en formas de actuación colectiva, lo cual es problemático porque niegan la complejidad de los tejidos sociales. Y no es ninguna casualidad que esto lo diga en Cataluña, en medio de una movilización en clave etnonacional. Lo que intentábamos decir en el libro es que más allá de la cuestión de los nacionalismos, las guerras civiles también responden a otras dinámicas, también hay imperios o entidades plurinacionales que no son exclusivamente homogeneizadoras, pero en las que la gestión del problema de las minorías nacionales acaba en problemáticas armadas. Si atendemos al caso de Yugoslavia vemos que, ya no solamente en los años 90, también en los años 40, durante la Segunda Guerra Mundial, la pésima gestión de la cuestión de la plurinacionalidad en un espacio como los Balcanes puede devenir, y de hecho deviene, en conflictos armados a multibandas. Ahí, de hecho, es el nacionalismo yugoslavo que representaría Tito a partir de 1946 el que acaba solucionando el problema de las crisis y las fracturas etnonacionales. Esa es la paradoja. Y lo que devino en guerra civil fue, sobre todo, la posibilidad real de que cada uno de esos territorios, los četnici de Mihailović, la propia Serbia de Nedić, el Estado Independiente de Croacia de Ante Pavelić y, por supuesto, los partisanos de Tito, todos y cada uno de ellos, con su propia identidad nacional, pero también con sus propios mecanismos de movilización y de recursos armados, reivindicaran la soberanía territorial sobre la entera Yugoslavia.
Siguiendo a Hobsbawm, que dice que los nuevos nacionalismos como el catalán, el escocés o el de la Padania italiana no piden lo que los viejos nacionalismos, ni quieren emitir moneda, ni quieren ejército propio ni fronteras, lo que están pidiendo es ser entidades autónomas. ¿Crees que se puede estar gestando en la Europa actual una nueva ola de guerras civiles?
Los nuevos nacionalismos curiosamente reivindican a los viejos nacionalismos, es decir, las nuevas formas de movilización etnonacional no dejan de apelar a la tradición histórica, a los derechos históricos… En Cataluña se habla de 300 años de represión, ocupación y violencia. Y la apelación es abiertamente nacional populista. Cuando aquí se firma una declaración de independencia lo hacen apelando al pueblo de Cataluña, y toda la actual oleada de movilizaciones, llamémosla soberanista, que se inicia hacia 2011–2012, apela al pueblo, a la unidad popular, a un sol poble, como dicen, un lema evidentemente falso, una mentira, es solo una forma de movilizar a la población en un momento en el que se sabe que habiéndose desactivado las grandes utopías movilizadoras del siglo XX, solo quedan o las reivindicaciones laborales, que cada vez movilizan a menos gente, o reivindicaciones de carácter etnoidentitario y sentimental, qué sí que movilizan muy fuertemente. Dicho esto, me cuesta ver posibilidades de una confrontación real que devengan en un conflicto armado. Existen ahora conflictos armados en el contexto europeo, en el Donbáss, en Ucrania, que, a efectos de la teoría general de la guerra civil, nos enseñan, como también la guerra en Siria, cómo en última instancia las guerras civiles se han acabado convirtiendo en el resultado de la intervención de las potencias internacionales sobre un territorio. Una de las características de las guerras civiles en la segunda posguerra mundial es que se convierten en proxy wars, en guerras de intervención subsidiaria e intervención indirecta por parte de grandes potencias, que se valen de los agentes sobre el terreno para influir, controlar recursos naturales, energéticos, poblacionales, control de fronteras, controles migratorios… Eso es lo que yo dudo que se pueda dar en Europa. También es verdad que en Ucrania se empezó con el Maidán y aquí se está hablando también de una movilización permanente, al estilo Maidán, para Cataluña. Pero los contextos y el acceso al armamento no son equiparables.
¿Hay posibilidades reales de una movilización permanente?
Como ocurre en el País Vasco, mi opinión es que la dimensión simbólico identitaria no se va a resolver nunca, la reivindicación del espacio público, los lazos amarillos en Cataluña o las pancartas de los presos en el País Vasco en las plazas, la cartelería, el enfrentamiento intelectual, por así decirlo, la utilización de la lengua, fundamental, el uso de la cultura, de una determinada estética, el hecho de no querer seguir siendo españoles, querer un carnet de identidad diferente, una nacionalidad política diferente, representación diplomática propia, selecciones deportivas, todo eso, que yo considero que es perfectamente legítimo, no se va a resolver. Pero uno de los resultados del mal llamado procés es que se han reducido mucho los márgenes para un catalanismo no independentista, autonomista histórico, porque han conseguido vender muy bien, al menos dentro de Cataluña, la idea de la utopía exitosa, con mucho de wishful thinking, evidentemente, pero lo que no ha habido es una reflexión profunda sobre lo que realmente pasaría en caso de independencia. Está muy bien hablar de la utopía y del proyecto nacional, pero nadie ha hablado de qué pasaría con las minorías, qué pasaría con el armamento, con el Ejército, qué pasaría con los títulos universitarios, con el espacio europeo de educación superior, con las pensiones o con la sanidad pública. De todo eso nadie habla. Entre 2015 y 2017 esto fue una oleada de sonrisas, y yo lo entiendo perfectamente, yo soy muy comprensivo, a pesar de no compartirlo. Y entiendo también que la clase media con hipotecas e hijos mire esto con un poco de reticencia, pero los que tienen poco que perder, la tercera edad y los jóvenes, que son los que más se movilizan, lo viven como una utopía revolucionaria. Mis alumnos consideran que la independencia de Cataluña es una forma de revolución, y es normal, pero eso no puede sustituir a un debate crítico y real.
«Está muy bien hablar de la utopía y el proyecto nacional, pero lo que no ha habido en Cataluña es una reflexión profunda sobre lo que pasaría en caso de independencia»
El fenómeno terrorista que se vivió en Europa en los años 70 y 80, ¿puede ser considerado una guerra civil, tal y como lo definían grupos armados como ETA o la Brigadas Rojas?
No, esa era una retórica autolegitimadora. En este libro identificamos tres elementos que como mínimo tienen que formar parte de aquello que entendemos por guerra civil: territorialidad, soberanía y potencia de fuego. Yo tengo mis dudas de que hubiera una reivindicación territorial y de soberanía en la Brigadas Rojas, que tenían como objetivo una incidencia en la arquitectura política de la Italia de la segunda posguerra mundial, y tengo mis dudas de que ETA, en sí misma, se pueda reivindicar un ejército con potencia de fuego real y con capacidad real de movilización territorial para reclamar una soberanía. A pesar de que la retórica hable de la unión de los diferentes territorios vascos y de la independencia, la realidad es un poco más compleja que esos constructos propagandísticos. En este libro se habla del atentado contra la casa cuartel de Zaragoza, que a mí me marcó mucho. Este es un atentado que supuestamente estaría en un marco de guerra civil en Euskadi, pero, en primer lugar, es en Zaragoza, un lugar ajeno al ámbito territorial; se lleva a cabo contra población civil, es decir, contra población no combatiente, y no con intencionalidad militar, sino para aterrorizar a la población; por último, ni tan siquiera lo ejecuta un integrante de la comunidad nacional, porque lo hace el comando de liberados de Henri Parot. ¿En qué medida este acto de terrorismo, unilateral, contra población civil, fuera del marco territorial reivindicado se puede considerar realmente un acto o una batalla o un hecho de guerra civil? Sinceramente tengo mis dudas. La ciencia política establece una diferencia clara entre guerra civil y terrorismo. Para que haya una guerra tiene que haber movilización, territorialidad y potencia de fuego. Y esto es lo que no hay en la mayoría de los casos de violencia periférica o violencia que puede estar más o menos imbricada dentro de la cultura y de las comunidades locales, pero que no alcanza el estatus bélico.
¿Que Otegi se pueda presentar a las elecciones es una victoria del Estado de derecho o una derrota?
Que Otegi se presente a las elecciones es el resultado de un proceso jurídico en el cual, por la aplicación de una legislación por parte de un Estado con perfectas garantías democráticas como es España, esta persona tiene la legitimidad para hacerlo, con lo cual creo que es una victoria del Estado de derecho. Pero seguramente una derrota de un relato según el cual el terrorismo era inaceptable en todos los sentidos y en todos los términos. Me explico. El hecho de que la mayoría de los presos y ex presos de ETA no haya reconocido el dolor causado ni hayan pedido perdón; el hecho de que las víctimas del terrorismo de ETA no formen parte del núcleo central identitario de la cultura y de la memoria en España y que hayan sido apropiadas por unos determinados sectores de la opinión pública y de la vida de los partidos políticos; el hecho de que hablemos tanto de las fosas comunes de la Guerra Civil y del Valle de los Caídos y tan poco de las niñas muertas en Zaragoza o en Vic; el hecho de que los actos en Barcelona para reivindicar a las víctimas de Hipercor sean actos minoritarios, creo que todo esto es un fracaso de los diferentes relatos superpuestos que configuran la opinión pública en España. Creo que es un fracaso narrativo y es un fracaso de la idea de que la violencia nunca es reivindicable. Piensa otra cosa. Carles Puigdemont, en Waterloo, se hizo una foto con Fredi Bentanachs, uno de los miembros fundadores de Terra Lliure. La persona que está detrás de las huelgas patrióticas de Cataluña, es decir, de la Intersindical CSC, es Carles Sastre, que sale a la calle gracias a la Ley de Amnistía de 1977 y estaba detenido por su participación en Epoca (el Exèrcit Popular Català) y por ponerle una bomba a José María Bultó y reventarle el pecho delante de su familia por una amenaza económica. A este hombre, cuando lo presentan en TV3 como el líder que organizó la huelga patriótica del 3 de octubre de 2017 o la última de febrero de este año, lo definen como independentista de viejo cuño, de larga estirpe. Pero es un terrorista que ha concebido la violencia y el asesinato como vía legítima para alcanzar las reivindicaciones nacionales. Lo ha concebido y además lo ha ejecutado. Eso, o que en mi universidad haya pintadas de Terra Lliure todos los días y que mis alumnos lleven camisetas de Terra Lliure, haciendo apología del terrorismo, es el fracaso del relato, consecuencia de que no ha habido una verdadera incidencia en la educación pública y en los medios de comunicación sobre qué es lo que representa el terrorismo en la Historia de España del siglo XX.
¿Qué opinión te merece que la memoria histórica se imponga como ley? ¿Era necesaria? ¿Ha sido positiva?
Esta ley responde a un contexto muy determinado, desde que en el año 2000 se inician las primeras exhumaciones en Priaranza del Bierzo. Yo lo conozco bien, porque participé en algunos de los debates previos en el Senado y en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, entonces dirigido por José Álvarez Junco, donde se discutieron algunos de los elementos que acabaron formando parte de la ley, que estuvo básicamente en manos de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega y de la comisión interministerial. El resultado final es una ley de mínimos que pretende establecer un marco. No dice nada respecto al Valle de los Caídos, más allá de que no puede haber allí ningún tipo de acto político. No dice nada de los osarios, cuando aquello no deja de ser la gran fosa común del franquismo. Las familias andan buscando a sus muertos y no los encuentran, y resulta que ha habido decenas de miles de traslados desde 1959 hasta los 70, y todavía en 1981, después del intento de golpe de Estado, hay más de trescientas familias que deciden llevar a sus familiares al Valle de los Caídos, al lado de la tumba del Generalísimo. La Ley de Memoria Histórica deja demasiados flancos abiertos y es vista de manera muy insatisfactoria por parte del movimiento asociativo. La condición de víctima del franquismo tiene una validez simbólica importante pero ninguna validez jurídica. Tampoco afronta con suficiente decisión el tema de las causas sumarísimas del franquismo, a pesar de que se podría haberlo resuelto de manera genérica, derogando todas, porque haberlo hecho una por una habría colapsado el sistema judicial, ya de por sí bastante colapsado en España. Yo creo que es una ley imprecisa, que no termina de asumir la responsabilidad del Estado en la identificación y exhumación de fosas y de resignificación identitario-simbólica, y que deja muchos temas abiertos, porque en ningún momento se habla de la investigación, y la investigación, histórica, sociológica, antropológica, es un elemento capital sin el cual no se entiende nada.
«Un libro de historia no está para recuperar la memoria de las víctimas, un libro de historia busca la complejidad y el análisis de la acción humana en el pasado»
¿Y para la historiografía ha sido positiva? ¿La ley ha podido ideologizar a algunos investigadores?
No, esos ya estaban ideologizados previamente. Evidentemente la historiografía y el movimiento memorialista tienen agendas diferentes, intencionalidades diferentes, reivindicaciones diferentes, que a veces se tocan y a veces se confrontan. Un libro de historia no está para recuperar la memoria de las víctimas, un libro de historia busca la complejidad y el análisis de la acción humana en el pasado, busca los porqués, y el movimiento memorialista busca más bien una reivindicación, tiene una proyección de valores morales, muy presentistas, además. Lo que pasa es que la historiografía a veces también es presentista y también proyecta valores morales, con lo cual tampoco se puede hacer sin más una distinción neta del ámbito de la memoria y el ámbito de la historiografía. Para la historiografía y la investigación histórica, desde mi punto de vista, el movimiento memorialista ha sido positivo. Cuando nació todo esto, en los primeros 2000, yo estaba empezando mi investigación sobre los campos de concentración y me favoreció muchísimo, aunque desde dentro del movimiento ya se podían ver apropiaciones y usos espurios del relato memorialista diseñados para las dinámicas políticas del presente. Ahí por ejemplo apareció, sin ir más lejos, Juan Carlos Monedero, y surgió toda la utilización del discurso de la memoria histórica como elemento generacional y de recusación a la globalidad de la Transición que luego reivindicará Podemos. Eso nace en 2002, en la primera reunión de la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica en Ponferrada, porque yo estaba en ella, y también estaba Monedero, y el presidente de la ARMH, Emilio Silva, que no es un agente ajeno o externo al ámbito de lo político y al ámbito de las reivindicaciones presentistas. Claro que el movimiento memorialista, más allá o no de la influencia sobre la historiografía, se acaba convirtiendo en un sujeto político de primer orden. A mitad de su primera legislatura Zapatero lo mete en la agenda política, y lo hace entre otras cosas porque Silva y los fundadores del movimiento lo quisieron. Ya antes, cuando surge en la segunda legislatura de Aznar, acaba convirtiéndose en uno de los elementos del discurso propio de la izquierda. Ahí ha habido dinámicas internas a las que el movimiento memorialista debería responder. Después, la crisis económica de 2008 impactó de tal modo que se dejó de hablar de problemas identitarios y simbólicos para hablar del paro. Cuando el PP ganó las elecciones de 2011 no derogó la Ley de Memoria Histórica, pero la congeló de facto mediante la concesión presupuestaria. Y el movimiento memorialista entró en crisis hasta el punto de que algunas asociaciones acabaron disolviéndose ante la imposibilidad de continuar adelante con un programa y un proyecto común que supuestamente consistía en la identificación y exhumación de víctimas y la reivindicación del espacio público, de la educación y de los elementos simbólicos.
¿Qué diferencia el trabajo de los nuevos historiadores como tú de lo que se había estado haciendo hasta ahora?
Creo que la historiografía que se hace ahora es mejor que la que se hacía hace 25 años. Lo cual no quiere decir que los historiadores de antes hiciesen peor historiografía. Los historiadores de hace 25 años también hacen hoy mejor historia. Evidentemente el ámbito de la investigación es muy complejo, pero sí que es cierto que en muchos casos respondía a dinámicas predeterminadas también por una serie de sesgos políticos. El final de las utopías políticas del siglo XX y la caída del Muro, y esto lo cuenta muy bien Hobsbawm, incide en toda la historiografía mundial, y España no es ajena a ello. Tras el colapso de los grandes paradigmas, el uso de conceptos como clase o superestructura ha desaparecido del ámbito de la investigación histórica. Ese colapso devino en una cierta estupefacción generalizada: no sabemos dónde estamos, no sabemos hacia dónde vamos. Y el resultado ha sido o el atrincheramiento o la apertura a nuevos horizontes o a nuevos frentes. La historiografía hoy es mejor porque es más transnacional, porque es más comparativa, porque participa de dinámicas internacionales. Incluso el concepto de hispanismo ha dejado de ser operativo porque hay más españoles trabajando en universidades del Reino Unido, Francia, Italia o EEUU que hispanistas en sentido estricto, aquellos Brenan, Preston, Payne o Benassar que desde sus territorios investigaban sobre España. Ya no es necesario ese hispanismo como muleta para entrar en el discurso internacional. Ahora mismo la historiografía española es internacional, es plurilingüe y está cada vez más preocupada por las categorías y no solamente por la reconstrucción empírica y el marco de lo estrictamente identificable con la investigación de archivo y la fuente primaria. Yo creo que desde ese punto de vista la investigación y la historiografía española, también en el sector senior, evidentemente ha mejorado, porque los seniors también han atendido a estas dinámicas. Ahora mismo la investigación histórica española está en un estadio en el cual solo nos falta tener las garantías laborales que puedan tener en otros países. Hay muy buena investigación, pero muy poca posibilidad de estabilización laboral.
Revista LEER, número 295