Manuel Vázquez Montalbán: «Soy un mestizo de lo popular y de lo culto»
Quince años después de su muerte voy a verlo. ¿Dónde mejor que donde nos vimos por vez primera? Luis Carandell (con el que paso unos días en Barcelona, en casa de su hermana Asunción y de su cuñado José Agustín Goytisolo, para hacer un reportaje sobre la Ciudad en el Espacio del arquitecto Ricardo Bofill) me lleva a la calle María Barrientos, 13. Aquí charlamos con Manolo y Anna Sallés, su mujer. Una Auténtica Entrevista Falsa de VÍCTOR MÁRQUEZ REVIRIEGO
En la habitación donde estamos veo un collage «estilo cochambre» del propio Luis, colgado en la pared (el colgado es el cuadro, no Luis, sentado con las piernas en postura de asana de yoga, fruto de sus años japoneses)… El joven matrimonio me agradece la amistosa reseña que publiqué tiempo atrás de Una educación sentimental, primer libro poético de Manolo, editado por José Batlló en El Bardo. El libro me había llegado, vía César Alonso de los Ríos, con esta dedicatoria: «A Víctor Márquez, desconocido amigo. Manolo. 10-IX-67».
De Vázquez yo había leído antes otra obra: Informe sobre la información, editorial Fontanella, 1963, con prólogo de Antonio Jutglar.
La solapa editorial decía así: «Nació en Barcelona en donde ha residido casi siempre a excepción de un año pasado en Madrid y otro en Lérida. Graduado en Periodismo en 1960 por la Escuela Oficial de Periodismo, ejerció inmediatamente la profesión en diversos periódicos y revistas de Barcelona y Madrid, con carácter cotidiano en alguno de ellos hasta mayo de 1962. Actualmente reside en Barcelona donde realiza estudios de quinto curso de Filosofía y Letras y se dedica profesionalmente a trabajos editoriales. En el curso universitario 1959–60 fue Jefe Nacional de Propaganda del S.U.T. (Servicio Universitario del Trabajo). Es autor de obra narrativa y poética inédita y prepara un libro de ensayo sobre la poesía Cívica Española Actual».
Todo es verdad. Si detallamos más, habrá que decir que la residencia en Lérida fue pagada por el mayúsculo Régimen llamado anterior, tras haber sido hospedado en la Modelo de Barcelona. Compartió cárcel con Salvador Clotas, futuro político socialista («Salvador tenía muy buen criterio literario. Yo escribía como un poseso, y luego él leía lo escrito y opinaba: fue mi crítico de cámara, un lujo digno de Luis II de Baviera».
No me irás a decir que la cárcel fue tan divertida como un Erasmus.
Claro que no. Pero, años después, un pijo de Barcelona pasó algún tiempo preso por líos fiscales, y al salir dijo que había sido una experiencia «fantástica»… Pues no, pero sí te diré que casi aprendí allí más que en la Universidad. Eran dieciocho horas al día hablando de política, de literatura, de historia, de economía… Además de Salvador y yo estaban otros dos estudiantes, uno de Físicas y otro de Económicas… En la cárcel de Lérida escribí Informe sobre la información, que salió sin mi segundo apellido, para despistar; y también Jutglar, en el prólogo, añadía tras su nombre «del Instituto Católico de Estudios Sociales». Además, iba dedicado a una Godó… La experiencia carcelaria no fue tan fantástica como la del pijo defraudador, pero sí fue muy importante y muy instructiva.
Y deja huellas en lo escrito por ti…
He escrito tanto que no se notará mucho (no es que uno sea Silvio Pellico, el de Mis prisiones, aunque estuve casi dos años). También escribí allí muchos poemas, yo soy un poeta, y esa presencia está en alguno. Como la de Ulises, aquel anarquista que había andado con Durruti por el Bajo Aragón. O en Movimientos sin éxito, con un poema dedicado a Ángel Abad («Tal vez admitas que te ponen triste / cerrojos y ordenanzas, las dianas / de mañana levántate y el toque / leve del silencio al anochecer»).
Para Abad fue también aquel artículo de fines de 1969 en ‘Triunfo’, que por obvios motivos salió sin su nombre.
Ángel estaba en la cárcel, y el trabajo se tituló «1969. De la excepción a la amnistía», porque el año empezó con la muerte de Enrique Ruano y el Estado de Excepción, aunque no remató en la amnistía… Aquel verano, César y tú conseguisteis meterme en la revista con la serie «Crónica sentimental de España».
Hubo suerte.
Lo que hubo fue debate.
Bueno, algún obstáculo interno hubo que superar. Se dijo que la serie no valía por motivos de edad («José Ángel, ¿qué va a saber este chico que nunca estuvo en Riscal?»). En realidad los motivos eran territoriales, de ocupación de páginas. Tú eras un competidor; y ya lo habías sido antes, desde fuera, en ‘Siglo 20’, aquel estupendo semanario, con tus crónicas de política internacional. Pero José Ángel (Ezcurra, director y dueño de ‘Triunfo’) entendió nuestros argumentos y se dio cuenta de que tú valías mucho, aunque tuvieras pocos años y no hubieras comido paella en Riscal, aquella famosa terraza del ‘Madrid la nuit’.
El caso es que yo me sentía viejo, quizá por la persistencia de la memoria. Eso me llevaba a ser dueño de un pasado, que más que haberlo vivido conocía de oídas… Nunca mejor dicho, pues al principio me ahormó más la radio que la lectura, más Concha Piquer que esos libros ausentes de mi pobre casa… Los libros llegaron después, y fueron para mí como incorporar otra existencia más. Claro, llevar encima varias vidas te hace más viejo. Yo tenía treinta años y mi memoria me doblaba la edad (como cantaba aquella copla). Tenía dentro de mí la memoria de mi madre y su paisaje de patios interiores de aquella calle Botella, y la de mi padre, que me conoció al salir de la cárcel, cuando yo con mis tres años jugaba en la escalera y no sabíamos ni él ni yo quién era el otro.
«Al principio me ahormó más la radio que la lectura, más Concha Piquer que esos libros ausentes de mi pobre casa y que llegarían después, incorporando otra existencia»
¿Y cómo conviven entre sí esas experiencias sumadas?
Con el mestizaje. En mí la cultura popular, tan presente en lo que escribo, no es una impostura, un añadido. Es algo natural, vivido. Soy un mestizo de lo popular y de lo culto. Contemporáneo de John Lennon, yo tenía a Conchita Piquer en mis raíces como una impronta de esa subcultura que a mis gentes le había sido tan necesaria. Como a otros haberse formado con Garcilaso o Shakespeare… Algo así le ocurría a Juan Marsé. O ahora a tu amigo Javier Pérez Andújar, que no necesita inventarse nada para escribir Paseos con mi madre.
También eso se nota en tus poemas.
Mi poesía es inexplicable si no se tiene en cuenta el mestizaje cultural que asumo. De la cultura popular (llamada subcultura) y la cultura académica (la convencional, la culta), la que aprendí en los libros. Yo soy más de uno.
Y eres muchos más con tus infinitos seudónimos, ¿o son heterónimos?
Que lo digan los preceptistas… No suele haber unidad en la persona. Uno es siempre muchos. Y están también las vidas posibles que no tuve y que pude haber tenido. A lo mejor están en esos como heterónimos (ninguno como los de Pessoa o los machadianos Juan de Mairena y Abel Martín), donde además hay algo mío vivo, porque la literatura se construye con materiales de derribo y no poco reciclaje, si es de verdad.
¿Materiales de derribo?
Al salir de la cárcel no encontraba trabajo. Cuando lo tuve fue en la revista Hogares Modernos. Allí usé por primera vez un seudónimo: Jack el decorador… Y algunas cosas publicadas en esa revista han pasado luego a poemas de Una educación sentimental o al Manifiesto Subnormal… No sé cómo los entenderían los lectores de una revista de decoración, pero yo sí que los sentía muy bien, porque estaban escritos para mí mismo: eran como el mensaje en la botella lanzado por el náufrago… Después surgió Siglo 20 y fui rescatado, pero el Ministerio del ramo (y de la estaca) liquidó la revista antes de aprobarse la Ley de Prensa. Por fortuna, nuestro Triunfo pudo seguir, y ahí estuvimos. En mi vida, como confesé en el póstumo programa de Epílogo, Triunfo está por encima de todo.
Hombre, de tu familia no.
¡Claro! Quería decir en la escritura. Nuestro común amigo Rafael Borràs –al que tanto queremos y tanto le debemos– publicó en LEER (noviembre de 2013) una página titulada «Manolo», y cuenta esto que copiarás: «El peor arroz que mi mujer y yo hemos comido en nuestra vida –peor aún que los que sirven en Valencia, que ya es decir– lo tomamos en su casa del Empordà, un fin de semana. Manolo cocinaba, y nosotros dos asistíamos a la ceremonia, en la que él se ofrecía como espectáculo. Pero su mujer, Anna Sallés, y su hijo, Dani, un crío aún, habían salido en barco a navegar, y no volvían. Desde la cocina, donde se avistaba el mar, a Manolo, nervioso por la tardanza, se le pasó el arroz. Pero tanto Isabel como yo celebramos que por encima de sus pretendidas dotes para la gastronomía hubiese imperado su condición de esposo y padre, intranquilo por los suyos. Hoy más que nunca echamos en falta el optimismo de su voluntad, atenuado por el pesimismo de su inteligencia»… También en esa página dice Rafael que el seudónimo que mejor me cuadraba era el de Manolo V el Empecinado. Por mi capacidad de resistencia. Eso que ahora llaman resiliencia, creo. Es doctrina de nuestro querido doctor Negrín: «Resistir es vencer». Cela lo hizo suyo con «Aquí el que resiste, gana».
Como don Juan Negrín amplió estudios en Alemania, lo tomaría de Nietzsche de ‘El crepúsculo de los ídolos’: «Lo que no me mata me hace más fuerte».
Lo hago mío.
Yo no lo aprendí de Nietzsche. En mi pueblo huelvano de Castillejos se decía en aquellos años del hambre: «Lo que no mata, engorda». Y puedo asegurarte que allí, entonces, no éramos habituales lectores de Nietzsche… Y ¿qué más escribe Borràs?
Esto: «Manolo, pese a los muchos palos recibidos y a la dureza de las condiciones con que tuvo que enfrentarse para no quedar anegado en el lumpen, no guardó ningún resentimiento, que a veces puede esterilizar los mejores esfuerzos: era no sólo un hombre bueno sino bondadoso…».
Eso es muy verdad, y soy testigo de mayor cuantía. Miraste para otro lado ante faenas, y sé de lo mucho que ayudaste a otros, y de tu generosidad, como cuando perdonaste los atrasos de ‘La Calle’, el semanario comunista, al ganar el Planeta. Y recuerdo tus llamadas insistentes para que publicara cosas de gente recomendadas por ti. O como cuando, en 1971, hablaste con Rosa Regàs para que sacara en Edhasa ‘El infierno y la brisa’, aquella novela de José María Vaz de Soto. O cuando recomendaste muy secretamente a Manuel Campo Vidal para que cubriera la corresponsalía en Barcelona, tras irte tú con César a ‘La Calle’.
Otro debate.
Resuelto muy bien. Ezcurra entendió mi argumento a favor del segundo Manolo, Campo Vidal, cuando dije del primer Manolo, o sea, tú: «Se le puede suceder, pero no se le puede sustituir». Y así era: ¿cómo igualar La Capilla Sixtina?… A propósito: ¿cómo surgió?
Más o menos remotamente me inspiré en aquella columna de Art Buchwald.
Esa sección la publicaba ‘The Washington Post’ y una agencia la distribuía en España. Ya traducida, pero en un lenguaje extraño, que yo llamaba caribeño. Así que en ‘Triunfo’ había que reescribirla. Solía hacerlo Jesús García de Dueñas, y cuando yo entré de novato en 1965 me la encasquetaron a mí. ¿Cómo nacían tus seudónimos?
En muchos casos por una primera exigencia editorial de no repetir la firma, que es algo feo. O sea, que te sirven. Pero, luego, en no pocos casos, los seudónimos, además de servirte, también te mandan. Sobre todo los que como Sixto Cámara pronto adquieren una personalidad propia. Lo cual, a su vez, me llevó a la necesidad de crear a Encarna. Digamos la vieja izquierda de don Sixto, como un progresista decimonónico, y la izquierda naciente, menos racional y más vital, más suelta… Eso me vino muy bien. Yo mismo podía ser de una forma y de otra… En fin, como dijo Salvador Pániker del detective Carvalho, que con él me había ahorrado psicoanalizarme.
¿Fue así?
Pues no lo sé. Pero si de niño has tenido que comer lentejas con bicho, supongo que de mayor no necesitarás psicoanalizarte. Además, en lo que dura eso me escribía un Carvalho.
«Llevar encima varias vidas te hace más viejo. Yo tenía treinta años y mi memoria me doblaba la edad. Llevaba dentro de mí la memoria de mis padres»
¿No escribiste demasiado?
El amigo Gregorio Morán, que me quería tanto y me veía como a un hermano mayor, escribió en una sabatina póstuma que alguno de mis últimos libros eran demasiado esclavos de las prisas editoriales… Y a ti te dije una vez que también Balzac –con perdón– era esclavo de esos compromisos y producía a golpes de café. No sé… Sí sé que tenía que escribir, y no sólo por el dinero, aunque éste pudo ser una forma de venganza sobre la historia.
En la medida en que el nomenclátor callejero sea también una especie de desquite histórico, quiero que sepas que en la actual Comunidad de Madrid tienes dos calles, una en el mismo Madrid y otra en Rivas. Y sin dejar el centro peninsular otra en Illescas, Toledo. Además, de nuevo en la capital, hay una bien nutrida biblioteca pública que lleva tu nombre… Por cierto, lo puso un alcalde de derechas, que rebautizó otra como Saramago y antes, en jerarquía presidencial, una como Rafael Alberti. La izquierda suele ser más sectaria.
A veces no le queda otra cosa.
Bueno, tú de dinero no saliste mal (tu trabajo te costó, claro).
Sí, con esto del mestizaje me veo como el cruce de un proletario de los años 40 y un pequeño burgués consumista de los 70.
Por algo inventaste aquello de la «holandesa catalana».
Eso no lo recuerdo…
Sí, hombre, como en la revista pagaban por folio, tú los escribías con unos márgenes tan anchos que aquello parecía verso en vez de prosa. El gerente –nuestro estupendo Aramburu– llamó la atención y tú respondiste: «Es que así es la holandesa catalana»… Y por eso de nuestro filocatalanismo se acabó la discusión.
Ahora sí que caigo… Defender el dinero de nuestro trabajo es defender la dignidad de nuestro trabajo y del trabajo de todos. Acuérdate de aquello de Quiñones.
El que no recuerda ahora soy yo… ¿Qué Quiñones? ¿Aquel dirigente del partido que tan mal acabó?
No, él no (aparte de que acabar mal siendo dirigente comunista es como una redundancia histórica), sino nuestro amigo Fernando Quiñones, el escritor gaditano. Fue cuando quedó finalista por segunda vez en el Planeta con La canción del pirata… Después del fallo, aquella noche, os llevé a ti y a él a tomar una copa fuera de los habituales jaleos del Hotel Princesa Sofía… Quiñones estaba tan feliz que yo le dije: «Fernando, como Lara te vea tan contento con quedarte finalista no vas a ganar nunca el premio».
Es verdad, es verdad… Es que Fernando aquel año andaba «tieso», como él decía. Se había pasado un tiempo en los archivos gaditanos para documentarse… Y sí, nunca ganó el Planeta. Una pena, con lo bien que escribía. En su primera novela finalista, ‘Las mil noches de Hortensia Romero’, la prostituta legionaria, Fernando logra la hazaña de que el andaluz prosódico pasado a ortográfico suene bien y no resulte estomagante como sucede siempre… Esa primera vez fue en 1979, cuando ganaste tú el premio con ‘Los mares del Sur’, donde Carvalho investiga el asesinato del millonario Stuart Pedrell. Una novela triste en el fondo.
Como la vida misma, que dicen los sabios. Aunque nos atraiga tanto. Ahí están los versos de Jaime Gil de Biedma, que alguna vez te recordé: «…Pero también / la vida nos sujeta porque precisamente / no es como la esperábamos».
Y, para terminar, ¿qué cabe esperar de esta vida española tan liada, tan liosa, tan liante?
Pues que con el tiempo no habrá supremacismos, porque todos seremos mestizos. Y también mestizos de sangre, no sólo culturales. Ni siquiera los alienígenas lo serán, porque ya se habrán mezclado con nosotros.
Revista LEER, número 292, invierno 2019