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De vuelta con Jardiel

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Hubiera dis­fru­tado de lo lindo (o habrá dis­fru­tado, pues que habla­mos de una come­dia de muer­tos resu­ci­ta­dos) Enri­que Jar­diel Pon­cela vién­dose como per­so­naje de Un marido de ida y vuelta, con­ver­tida ahora, hasta el 12 de febrero, por Ernesto Caba­llero en Jar­diel, un escri­tor de ida y vuelta. Y hubiera aplau­dido, sin duda, la esce­no­gra­fía de Paco Azo­rín al ser­vi­cio de la inte­li­gente envol­tura meta­tea­tral con la que el direc­tor ha con­ce­bido la puesta en escena y que había ya ensa­yado con el Gali­leo de Bre­cht. Y se hubiera emo­cio­nado tam­bién viendo actuar a su nieta Paloma Paso Jar­diel en uno de los pape­les más hila­ran­tes de la fun­ción. Y, en fin, no creo que hubiera puesto pegas sus­tan­ti­vas al Jar­diel inve­ro­sí­mil que vemos sobre las tablas del María Gue­rrero char­lando con una impo­si­ble Eloísa, fuera de la esta­tura del actor que lo encarna, Jacobo Dicenta, unos veinte cen­tí­me­tros más alto que él.

Sim­pa­tía o catarsis

Todo ello es fruto de la sim­pa­tía con la que Caba­llero se ha acer­cado al comediógrafo-personaje, a su figura humana e inte­lec­tual, hasta el punto de jus­ti­fi­car la pos­tura polí­tica que Jar­diel toma en la Gue­rra Civil a favor del bando nacio­na­lista. Un amigo me decía al ter­mi­nar la fun­ción que tal jus­ti­fi­ca­ción hol­gaba: “Jar­diel fue fran­quista, como otros fue­ron comu­nis­tas. ¿Y qué? Nada de lo que aver­gon­zarse, en prin­ci­pio”. Y, sí, mi amigo pro­ba­ble­mente tenía razón, pero las cir­cuns­tan­cias son las que son, vivi­mos en un país que ha dige­rido muy mal la Gue­rra Civil, a pesar de la bené­fica catar­sis que supuso la hoy tan cues­tio­nada Tran­si­ción, y el direc­tor ha creído obli­gado este ejer­ci­cio de peda­go­gía para no ser malen­ten­dido –ni él ni Jar­diel– por quie­nes desde nues­tra socie­dad ama­ble y bue­nista se per­mi­ten dic­tar sen­ten­cias suma­rí­si­mas acerca del pasado; acerca de un escri­tor, por ejem­plo, que tras pasar por una checa madri­leña, acu­sado de con­ni­ven­cias falan­gis­tas, quedó lite­ral­mente aco­jo­nado, y tomó par­tido –él, tan ácrata y des­or­de­nado– por quie­nes supues­ta­mente repre­sen­ta­ban el orden. Ya cerca de su final con­fe­saba Jar­diel no haberse sen­tido nunca ni de dere­chas, ni fas­cista, ni tra­di­cio­na­lista, ni falan­gista: “Yo me sentí úni­ca­mente anti­iz­quier­dista de las izquier­das espa­ño­las”.

Algo pare­cido podrían haber sus­crito sus com­pa­ñe­ros de viaje, per­te­ne­cien­tes a la que se ha dado en lla­mar –un tanto impro­pia­mente– “la otra gene­ra­ción del 27”: Miguel Mihura, Anto­nio de Lara Tono, José López Rubio, Edgar Nevi­lle… Todos ellos, en efecto, anti­iz­quier­dis­tas de pro más que fran­quis­tas, con­ser­va­do­res a la inglesa más que fachas cel­ti­bé­ri­cos, agnós­ti­cos y liber­ti­nos más que bea­tos y mea­pi­las, aje­nos a la moral impuesta por el nacio­nal­ca­to­li­cismo, cuya cen­sura sufrie­ron no menos que otros más puros. Bas­ta­ría con ello para exi­mir­los de toda res­pon­sa­bi­li­dad polí­tica en esta causa gene­ral que algu­nos tor­que­ma­das de hoy, tan sec­ta­rios como lite­ra­ria­mente anal­fa­be­tos, pre­ten­den abrir eli­mi­nando sus nom­bres de los calle­je­ros y los manuales.

Con men­ta­li­dad de traerlo a nues­tro pre­sente, Ernesto Caba­llero ha incor­po­rado a Jar­diel defi­ni­ti­va­mente al mejor tea­tro de la modernidad

“Des­pués de las gue­rras, lo de antes de la gue­rra es un pasado remoto. La con­signa era crear un nuevo mundo, irreal, fan­tás­tico, incohe­rente”. Son pala­bras de López Rubio en su dis­curso de ingreso en la Real Aca­de­mia Espa­ñola (1983) que creo defi­nen bien la brú­jula esté­tica por la que estos come­dió­gra­fos se orien­ta­ron en la dura pos­gue­rra. Los his­to­ria­do­res de la Lite­ra­tura, acé­rri­mos de Manes, expli­ca­ban y, lo que es peor, siguen expli­cando aque­llos tiem­pos como una suerte de bata­lla entre doña Cua­resma y don Car­nal: por un lado, los escri­to­res segui­do­res de don Com­pro­miso (o sea, lo bueno y correcto) y, por el otro, los que se habían dejado lle­var por doña Eva­sión (o sea, lo malo y repu­dia­ble), y se que­da­ban tan pan­chos, sin adver­tir mati­ces ni cali­da­des. Pero las cosas del arte son por for­tuna más com­ple­jas que el cate­cismo, sea este de Ripalda o de Marta Har­ne­cker.

Humor de vanguardia

Jar­diel, al igual que el resto de sus afi­nes, se había for­mado en la anti­cá­te­dra de Ramón Gómez de la Serna, fas­ci­nado por aque­lla inven­ción de la gre­gue­ría, un mixto de poe­sía y humor. Eran, pues, gente de la van­guar­dia, harta de la vieja lite­ra­tura, del humor pre­vi­si­ble de los auto­res del género chico, de Arni­ches, de Muñoz Seca y el astra­cán… De todos aque­llos come­dió­gra­fos Jar­diel sólo sal­vaba al hoy muy olvi­dado Enri­que Gar­cía Álva­rez, pre­cur­sor del humo­rismo inve­ro­sí­mil, exento de las adhe­ren­cias gra­cio­sas y cas­ti­zas del tea­tro cómico al uso.

jardielPero, ade­más, era menes­ter salir de Madrid, de España, para abrirse al mundo, al nuevo arte, el cine. Su estan­cia en Holly­wood en los años 30 le regaló a Jar­diel Pon­cela –como a López Rubio, Nevi­lle y Tono– el cono­ci­miento y el trato con el mayor genio cómico del siglo: Char­les Cha­plin, “el hom­bre a quien más admiro, al que con­si­dero como el más impor­tante del mundo”, escri­bió por aquel enton­ces. Cual­quier espec­ta­dor de las come­dias jar­die­les­cas obser­vará el pare­cido de muchos de sus cua­dros escé­ni­cos –sobre todo, por el ritmo tre­pi­dante de la trama– con los gags de Char­lot, así como de otros gran­des del cine cómico de esos años: Bus­ter Kea­ton, Stan Lau­rel y Oli­ver Hardy, los her­ma­nos Marx… En reci­pro­ci­dad, la for­tuna de estos auto­res llegó a tras­pa­sar incluso nues­tras fron­te­ras: sobre el gran éxito de Noël Coward, Un espí­ritu bur­lón, pla­neó la som­bra del pla­gio, pre­ci­sa­mente de Un marido de ida y vuelta, cir­cuns­tan­cia a la que se alude en la fun­ción del María Guerrero.

Cual­quier espec­ta­dor de la come­dia jar­die­lesca obser­vará el pare­cido de muchos de sus cua­dros escé­ni­cos con los “gags” de Charlot

Lo impor­tante es que, tras los pasos de Ramón, con Jar­diel y su obra van­guar­dista comenzó una autén­tica edad de oro del humo­rismo en España, que no se cir­cuns­cribe solo al tea­tro, pues alcanzó tam­bién la narra­tiva (Wen­ces­lao Fer­nán­dez Fló­rez, Julio Camba), el cine (Jeró­nimo Mihura, Luis Gar­cía Ber­langa y el guio­nista Rafael Azcona), y natu­ral­mente la prensa grá­fica (desde La Ame­tra­lla­dora y La Codor­niz a Her­mano lobo) sin olvi­dar el impacto que tuvo en la radio de los años 50 y siguien­tes con Gila, Tip y Top y otros. Incluso la poe­sía más rompe­dora de aque­llos años, la del postismo –Car­los Edmundo de Ory, Glo­ria Fuer­tes– acusa el impacto de este humor reno­vado y trans­gre­sor. No es extraño, por ello, que en dos dra­ma­tur­gos de la pri­mera hora postista, como Fer­nando Arra­bal y Fran­cisco Nieva, se observe alguna que otra hue­lla jardielesca.


Si el país miraba hacia el pasado impe­rial, al com­pás de los dra­mas his­tó­ri­cos de
Mar­quina o Pemán, se com­prende que en su momento las come­dias de Jar­dielCua­tro cora­zo­nes con freno y mar­cha atrás, Un adul­te­rio decente, Como mejor están las rubias es con pata­tas, El cadá­ver del señor Gar­cía, Los ladro­nes somos gente hon­rada, Los habi­tan­tes de la casa des­ha­bi­tada– fue­ran reci­bi­das con des­con­fianza y hasta con hos­ti­li­dad. Los cro­nis­tas y crí­ti­cos de la época, casi todos ellos rea­cios a las nue­vas mane­ras humo­rís­ti­cas, reco­gen los abun­dan­tes pateos que solían acom­pa­ñar la bajada del telón en los estre­nos de Jar­diel. Uno de los pocos que apostó por él, Alfredo Mar­que­ríe, escri­bía que la pro­puesta de Jar­diel era como “el esta­llido de un humor explo­sivo, ató­mico”, que exi­gía “sumer­girse en un clima fan­tás­tico donde la gra­cia no nace de los recur­sos usua­les y habi­tua­les, sino de la cons­tante sor­presa, de la reac­ción menos pre­vi­si­ble”. El clima adverso, la grave enfer­me­dad que sufría, la incom­pren­sión de sus ideas (durante un viaje por His­pa­noa­mé­rica pudo com­pro­bar la ani­mad­ver­sión de los exi­lia­dos hacia su figura) y, de modo par­ti­cu­lar, las apre­tu­ras eco­nó­mi­cas amar­ga­ron sus últi­mos días y lo lle­va­ron a un estado deli­rante, que se tra­duce en alguna de sus come­dias más des­qui­cia­das como Los tigres escon­di­dos en la alcoba, que no gustó ni al mis­mí­simo Mar­que­ríe, su más fiel valedor.

Tras los pasos de Ramón, con Jar­diel y su obra van­guar­dista comenzó una autén­tica Edad de Oro del humo­rismo en España

Me moriré con dolor de no haber sido siem­pre un medio­cre. He que­rido a España y he pro­ce­dido tan en con­cien­cia que me sé absuelto allá, arriba, sin con­fe­sión pre­via aquí, abajo. Pero ni lo de arriba ni España me han corres­pon­dido. Luego será cuando en esta ven­gan los piro­pos y la adhe­sión. Tarde, como dijo el moro de la Uni­ver­si­ta­ria, al dis­pa­rar”. Es el sobre­co­ge­dor párrafo de una carta a su íntimo López Rubio, puesto ya en pie en el estribo. Y, en ver­dad, que no se equi­vo­caba. Con mayor o menor regu­la­ri­dad, las come­dias de Jar­diel Pon­cela se han podido ver en los esce­na­rios desde los años 60 hasta la actua­li­dad, en ver­sio­nes para todos los gus­tos, más o menos tra­di­cio­na­les. Gus­tavo Pérez Puig, durante su dis­cu­tida etapa al frente del Tea­tro Espa­ñol, y Mara Reca­tero lo repre­sen­ta­ron con entu­siasmo pero de forma ruti­na­ria y esca­sa­mente atrac­tiva para los públi­cos más jóve­nes. Todo lo con­tra­rio que los inno­va­do­res mon­ta­jes de Juan Car­los Pérez de la Fuente (Ange­lina, o el honor de un bri­ga­dier) y Sergi Bel­bel (Madre, el drama padre). Con esa men­ta­li­dad de traerlo a nues­tro pre­sente, y leal al com­pro­miso que adqui­rió al ser nom­brado direc­tor del Cen­tro Dra­má­tico Nacio­nal, Ernesto Caba­llero lo ha incor­po­rado defi­ni­ti­va­mente al reper­to­rio junto a Gal­dós, Valle-Inclán y Lorca, es decir, junto al mejor tea­tro de la Modernidad.

 JAVIER HUERTA CALVO

Foto­gra­fía: CDN / mar­cosg­punto.

 

PortadaFebrero2017 
Una ver­sión de este artículo apa­rece publi­cada ori­gi­nal­mente en el número de febrero de 2017, 279, de la edi­ción impresa de la Revista LEER

 

 

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