En el número de Navidad de 1920, el Strand Magazine acogió la primera publicación de Sir Arthur Conan Doyle sobre la historia de hadas más maravillosa, controvertida y mejor documentada que jamás haya podido ser registrada. Tan famoso caso fue protagonizado por Elsie Wright y Frances Griffiths, dos primas de un pequeño pueblo llamado Cottingley que revolucionaron a la sociedad británica con sus fotografías supuestamente tomadas a unas graciosas haditas del bosque mientras jugaban con ellas en el verano de 1917. El acontecimiento, surgido de un mundo victoriano tardío y anhelante por recuperar las esperanzas que los horrores de la Primera Guerra Mundial le habían arrebatado, desató la polémica en la prensa autóctona. Desde entonces, el tesoro ensayístico y epistolar que el célebre escritor escocés aportó a la investigación del suceso ha ido revalorizándose hasta llegar a ser hoy una auténtica reliquia para el género, como puede apreciarse en el minucioso libro que ha llegado hasta nosotros con el título de El misterio de las hadas, editado por José J. de Olañeta.
Casi cien años después, la editorial Atalanta rescató una de aquellas famosas imágenes feéricas, conocida como la de “Frances y el hada saltarina” (perteneciente a una segunda tanda realizada por aquellas niñas en 1920, a petición de Conan Doyle), con objeto de ilustrar como merece una obra tan valiosa como encantadora: Cuentos de hadas de George MacDonald.
Publicado con mimo, el libro comprende ocho relatos fabulosos: “La princesa liviana”, “El corazón del gigante”, “Cruce de propuestas”, “La llave de oro”, “La pequeña luz del día”, “El sueño del diamante”, “El sueño de Nanny” y “El día y la noche en el País de las Hadas”. En ellos, destaca la romántica atracción hacia el abismo que el lector experimenta junto a los protagonistas, al filo de los umbrales hacia ese “otro lado”, trascendental, desconocido y tentador, que viene representado por el País de las Hadas, el País de los Gigantes, el mundo de los sueños, la eternidad tras la muerte y, sobre todo, el enamoramiento entendido como nuevo estadio vital y espiritual, esplendoroso y expresado en descripciones de pura bondad y entrega en último término. Por supuesto, estilísticamente, son arrebatadores los desenfadados juegos de palabras, los dobles sentidos, las límpidas estampas de coqueteos panteístas y las finas ironías que matizan, equilibran e, incluso, encauzan durante un instante el alegre derroche sinestésico hacia vericuetos menos intuitivos y más reflexivos sobre la naturaleza humana, del mal y del Bien supremo.
Para un mayor disfrute del mensaje de estas páginas, resulta muy evocador trasladarse al contexto sociohistórico de George MacDonald de la mano de Javier Martín Lalanda, responsable del esclarecedor prólogo de esta cuidada edición de los Cuentos de hadas. Sus consideraciones, interesantes aproximaciones a la que ya es de por sí una sugerente figura, subrayan la marcada inclinación del autor por el misticismo (G. K. Chesterton le llamaría “el franciscano de Aberdeen”) que le llevaría a considerarse una suerte de vate visionario y a potenciar una “peculiar magia literaria motivada por el sentido cristiano de lo que constituye la santidad”. Martín Lalanda da cuenta, asimismo, de su representativo círculo de amistades: Lady Byron (su benefactora), Lewis Carroll, Alfred Tennyson, Edward Burne-Jones, John Ruskin, Charles Dickens, Walt Whitman… Sin olvidar el sentido homenaje que C. S. Lewis le rindió, convirtiéndole en un importante personaje de una de sus novelas.
También en el libro queda patente la deuda de J.R.R. Tolkien con MacDonald. Porque en el ensayo que lo abre es posible hallar el punto de partida de la famosa conferencia magistral tolkieniana “Sobre los cuentos de hadas” (fechada el 8 de marzo de 1939, recogida hoy en los Cuentos desde el Reino Peligroso de editorial Minotauro). Se trata de un precioso documento titulado “La imaginación fantástica” que apareció a modo de prefacio en la recopilación The Light Princess and Other Fairy Tales de 1893, y baila delicadamente en torno al complejo concepto de cuento de hadas para estimular modos de lectura dinámicos y despertar a formas elevadas de pensamiento.
¡Si creéis en las hadas, batid palmas con vuestras manitas! No dejéis morir a Campanilla
Tras este perfecto preludio, despega en la edición de Atalanta, con todo su ímpetu, el imaginario del escritor cuyo principal antecedente, según el meticuloso prologuista, es el ensayo de otro clérigo escocés: La Comunidad Secreta de Robert Kirk, publicado por Siruela. De hecho, el folclorista Andrew Lang reeditó esta obra por sugerencia de MacDonald en 1893 y éste, a su vez, también “se lo recomendó a Lewis Carroll, quien, por su lado, lo empleó en su novela en dos partes Silvia y Bruno”, como explica Martín Lalanda a LEER. En su opinión, este escrito fue “un intento serio de explicitar las creencias que los escoceses de origen gaélico tenían acerca de los seres preternaturales, desde una perspectiva popular de orígenes folclóricos (que ya han perdido su contexto mitológico primordial, como diría Mircea Eliade), para contrastarlas con la ciencia y la religión de finales del siglo XVII”. En sus propias declaraciones, “el concepto de hada que maneja Kirk es el propio de los seres feéricos (también presentes en la antigua literatura hindú, árabe y eslava) que coexisten con la especie humana y son anteriores a ella”. Pero lo más excepcional es que el proceso creativo de la obra generó su propio mito sobre sí mismo, pulverizando los límites racionales de todo análisis conceptual: “como el autor falleció antes de haberle dado al texto su redacción definitiva, circula la leyenda de que fueron las propias hadas quienes lo mataron por haber revelado sus secretos”. Tal vez no en vano la voz narrativa de MacDonald asegura en el cuento “La llave de oro” que “las hadas tienen pocos principios y mucha maldad en su interior” (incluso “pellizcan a las criadas hasta dejarles cardenales y les gastan todo tipo de bromas pesadas” cuando éstas no responden a sus elevados ideales de orden y limpieza…).
En este punto, es aconsejable consultar la entrada “moralidad de las hadas” del no menos legendario Diccionario de las hadas de la idolatrada folclorista británica Katharine Briggs con cuya deliciosa edición José J. de Olañeta se vuelve a apuntar un tanto (cuidado con él: ¡advierte el conocido escritor inglés de novela infantil, Richard Adams, que sumergirse dos minutos en su universo mágico equivale a una hora de tiempo en el mundo de los mortales!). Este estudio sistemático y de gran alcance, que vino a colmar hace más de tres décadas el desequilibrio en la materia (hasta entonces, solo podían encontrarse referencias dispersas en publicaciones eruditas de difícil acceso o trabajos de poca entidad y dudoso rigor intelectual), aborda, entre cientos de matices de otra índole, la escurridiza distinción clásica entre “hadas buenas” y “hadas malas” (o Corte Bendita y Corte Maldita, en Escocia). Lejos de maniqueísmos, detalla, por ejemplo, que, en Gales, las hadas malas no llegan ni siquiera a alcanzar un grado de perfidia tal que les permita mentir, solo se limitan a usar un lenguaje equívoco; y, a su vez, también se avisa de que las buenas no muestran, sin embargo, escrúpulos en relación al hurto y lo máximo que cabe esperarse de ellas es una disposición general a ayudar aunque “su buena voluntad puede resultar tan desconcertante como la de un salvaje con un código de moralidad diferente del nuestro” ya que son capaces de “vengar a una persona con severidad desproporcionada o enriquecer a alguien a expensas de su vecino”.
Katharine Briggs (quien, por cierto, siempre opinó que La Comunidad Secreta de Robert Kirk es una de las publicaciones más importantes sobre hadas), centró su investigación de largos años en las Islas Británicas, Irlanda y Escocia y adoptó el término “hada” en sentido muy amplio. En esta problemática, resulta interesante acudir al prólogo de la antología Cuentos de hadas irlandeses, una joyita descatalogada de Obelisco (es manifiesto el interés de esta editorial por lo feérico, con insólitas curiosidades de catálogo como las imágenes de la Enciclopedia de las hadas, los elfos y los gnomos de Jeanne Ruland). Las primeras reflexiones de este librito aluden a los “inmediatos equívocos” que crea la palabra “hada” debido a la influencia de las lecturas infantiles: ¿acaso hay algún lector adulto que no se haya quedado perplejo ante la denominación de “cuento de hadas” para una historia que, sin embargo, no las contempla como personajes?. Para solucionar la confusión, y “situarnos en el buen camino”, estos Cuentos de hadas irlandeses remiten, una vez más, al maestro Tolkien, que legó la más exacta definición del género: “la mayoría de los cuentos de hadas son aventuras de hombres en el reino del peligro o en sus límites sombríos”. Y tal vez sea porque “la climatología ayuda bastante, incluso desde una perspectiva simbólica” o porque “desde el Romanticismo, los europeos meridionales han otorgado a escoceses e irlandeses cierto talante soñador”, como apunta Javier Martín Lalanda, lo cierto es que estas tierras británicas se revelan como la cuna autóctona de los grandes escritos feéricos. Sin duda, Gran Bretaña es el gran anillo universal de hadas, como queda bellamente ilustrado en Elfos y hadas en la Literatura y el Arte de Sara Boix Llaveria, el libro de gran formato que José J. de Olañeta aporta a la temática.
Al encantamiento que sobre el lector ejercen atávicamente hadas como las madrinas, medievales y shakespeareanas que pueblan las páginas de este último estudio citado, hay que sumarle hoy la influencia de algunas producciones británicas de referencia sobre el arquetipo. En primera instancia, es necesario citar dos conmovedoras películas, ambas estrenadas en el año 1997 y, tristemente, ya descatalogadas: Fotografiando hadas del cineasta Nick Willing y Un cuento de Hadas del director Charles Sturridge. La primera, protagonizada por un joven fotógrafo, viudo y escéptico, presenta a las hadas como “huérfanos de Dios, expulsados del paraíso”, pero, a la vez, como “aperitivo del cielo y mensajeras entre ambos mundos”. Mientras que el segundo filme referido recrea de forma más abierta la historia de las Hadas de Cottingley, presenta a Arthur Conan Doyle como secundario honorífico y aborda el abandono de la niñez en calidad de emocionante subtrama (no es casual que éste sea también un eje fundamental de los Cuentos de hadas de MacDonald).
De hecho, como declaración de intenciones, la cinta arranca con la representación de la obra de teatro Peter Pan o el niño que no quería crecer y el emocionado aplauso de todo el público, niños y adultos, para demostrar su fe y salvar así a la agonizante compañerita alada del eterno preadolescente: “¡Si creéis en las hadas, batid palmas con vuestras manitas” No dejéis morir a Campanilla”. Lejos de esta cautivadora producción de Charles Sturridge se encuentra la noción de “hada” que plantea “Small worlds”, el quinto episodio de la primera temporada de Torchwood (teleserie británica de ciencia ficción de culto, spin-off de Doctor Who). Porque el peligro sobrenatural al que el equipo del Capitán Jack Harkness se enfrenta en esta entrega viene representado por unos siniestros seres feéricos de cuyas garras (literalmente) han de intentar salvar a una niña, “La Elegida”. Estas terribles hadas televisivas son “algo procedente de los albores de los tiempos, forman parte de nosotros y de nuestro mundo”, explica Harkness con gravedad. Y completa su aterrador discurso, aseverando que “fingimos saber cómo son y las imaginamos felices, con diminutas alitas y bañadas por la luz de la luna; pero no son así, sino peligrosas: piensa en algo que solo puedes entrever por una esquina del ojo, con un poco de mito, una pizca del espíritu del mundo y un toque de realidad, todo mezclado… viejos momentos y recuerdos congelados, girando como escombros alrededor de un planeta anillado, dando vueltas hacia adelante y hacia atrás en el tiempo”.
Procedentes de los albores de los tiempos, forman parte de nosotros y de nuestro mundo
Sobra detallar que en esta aventura de Torchwood, vencen las malévolas hadas. Se llevan a su “niña escogida, que vivirá para siempre”, entonando un escalofriante canto final que es el resultado de musicar los versos de The Stolen Child de William Butler Yeats: «Come away, O human child! / To the waters and the wild / With a faery, hand in hand, / For the world’s more full of weeping than you can understand».
MAICA RIVERA (@maica_rivera)
Una versión de este artículo apareció publicada en el Extra de Navidad 2013 de la Revista LEER, número 238.