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Hadas y cuentos por Navidad

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Recu­pe­rar el relato feé­rico más tra­di­cio­nal de tie­rras bri­tá­ni­cas es un autén­tico lujo navi­deño. En honor de quie­nes aún no han per­dido la inocen­cia y bus­can el cono­ci­miento a tra­vés de las emo­cio­nes, res­ca­ta­mos y actua­li­za­mos este artículo con el que ya invo­ca­mos la magia pro­pia de estas fechas hace dos años desde el Extra de Navi­dad 2012 de LEER. Coin­cide con los pre­pa­ra­ti­vos del Ava­lon Goblin Mar­ket Madrid 2014. 
 

En el número de Navi­dad de 1920, el Strand Maga­zine aco­gió la pri­mera publi­ca­ción de Sir Art­hur Conan Doyle sobre la his­to­ria de hadas más mara­vi­llosa, con­tro­ver­tida y mejor docu­men­tada que jamás haya podido ser regis­trada. Tan famoso caso fue pro­ta­go­ni­zado por Elsie Wright y Fran­ces Grif­fiths, dos pri­mas de un pequeño pue­blo lla­mado Cot­tin­gley que revo­lu­cio­na­ron a la socie­dad bri­tá­nica con sus foto­gra­fías supues­ta­mente toma­das a unas gra­cio­sas hadi­tas del bos­que mien­tras juga­ban con ellas en el verano de 1917. El acon­te­ci­miento, sur­gido de un mundo vic­to­riano tar­dío y anhe­lante por recu­pe­rar las espe­ran­zas que los horro­res de la Pri­mera Gue­rra Mun­dial le habían arre­ba­tado, desató la polé­mica en la prensa autóc­tona. Desde enton­ces, el tesoro ensa­yís­tico y epis­to­lar que el céle­bre escri­tor esco­cés aportó a la inves­ti­ga­ción del suceso ha ido reva­lo­ri­zán­dose hasta lle­gar a ser hoy una autén­tica reli­quia para el género, como puede apre­ciarse en el minu­cioso libro que ha lle­gado hasta noso­tros con el título de El mis­te­rio de las hadas, edi­tado por José J. de Ola­ñeta.

Casi cien años des­pués, la edi­to­rial Ata­lanta res­cató una de aque­llas famo­sas imá­ge­nes feé­ri­cas, cono­cida como la de “Fran­ces y el hada sal­ta­rina” (per­te­ne­ciente a una segunda tanda rea­li­zada por aque­llas niñas en 1920, a peti­ción de Conan Doyle), con objeto de ilus­trar como merece una obra tan valiosa como encan­ta­dora: Cuen­tos de hadas de George Mac­Do­nald.

Portada Hadas AltaPubli­cado con mimo, el libro com­prende ocho rela­tos fabu­lo­sos: “La prin­cesa liviana”, “El cora­zón del gigante”, “Cruce de pro­pues­tas”, “La llave de oro”, “La pequeña luz del día”, “El sueño del dia­mante”, “El sueño de Nanny” y “El día y la noche en el País de las Hadas”. En ellos, des­taca la román­tica atrac­ción hacia el abismo que el lec­tor expe­ri­menta junto a los pro­ta­go­nis­tas, al filo de los umbra­les hacia ese “otro lado”, tras­cen­den­tal, des­co­no­cido y ten­ta­dor, que viene repre­sen­tado por el País de las Hadas, el País de los Gigan­tes, el mundo de los sue­ños, la eter­ni­dad tras la muerte y, sobre todo, el enamo­ra­miento enten­dido como nuevo esta­dio vital y espi­ri­tual, esplen­do­roso y expre­sado en des­crip­cio­nes de pura bon­dad y entrega en último tér­mino. Por supuesto, esti­lís­ti­ca­mente, son arre­ba­ta­do­res los desen­fa­da­dos jue­gos de pala­bras, los dobles sen­ti­dos, las lím­pi­das estam­pas de coque­teos pan­teís­tas y las finas iro­nías que mati­zan, equi­li­bran e, incluso, encau­zan durante un ins­tante el ale­gre derro­che sines­té­sico hacia veri­cue­tos menos intui­ti­vos y más refle­xi­vos sobre la natu­ra­leza humana, del mal y del Bien supremo.

Para un mayor dis­frute del men­saje de estas pági­nas, resulta muy evo­ca­dor tras­la­darse al con­texto socio­his­tó­rico de George Mac­Do­nald de la mano de Javier Mar­tín Lalanda, res­pon­sa­ble del escla­re­ce­dor pró­logo de esta cui­dada edi­ción de los Cuen­tos de hadas. Sus con­si­de­ra­cio­nes, intere­san­tes apro­xi­ma­cio­nes a la que ya es de por sí una suge­rente figura, sub­ra­yan la mar­cada incli­na­ción del autor por el mis­ti­cismo (G. K. Ches­ter­ton le lla­ma­ría “el fran­cis­cano de Aber­deen”) que le lle­va­ría a con­si­de­rarse una suerte de vate visio­na­rio y a poten­ciar una “pecu­liar magia lite­ra­ria moti­vada por el sen­tido cris­tiano de lo que cons­ti­tuye la san­ti­dad”. Mar­tín Lalanda da cuenta, asi­mismo, de su repre­sen­ta­tivo círculo de amis­ta­des: Lady Byron (su bene­fac­tora), Lewis Carroll, Alfred Tenny­son, Edward Burne-Jones, John Rus­kin, Char­les Dickens, Walt Whit­man… Sin olvi­dar el sen­tido home­naje que C. S. Lewis le rin­dió, con­vir­tién­dole en un impor­tante per­so­naje de una de sus novelas.

Tam­bién en el libro queda patente la deuda de J.R.R. Tol­kien con Mac­Do­nald. Por­que en el ensayo que lo abre es posi­ble hallar el punto de par­tida de la famosa con­fe­ren­cia magis­tral tol­kie­niana “Sobre los cuen­tos de hadas” (fechada el 8 de marzo de 1939, reco­gida hoy en los Cuen­tos desde el Reino Peli­groso de edi­to­rial Mino­tauro). Se trata de un pre­cioso docu­mento titu­lado “La ima­gi­na­ción fan­tás­tica” que apa­re­ció a modo de pre­fa­cio en la reco­pi­la­ción The Light Prin­cess and Other Fairy Tales de 1893, y baila deli­ca­da­mente en torno al com­plejo con­cepto de cuento de hadas para esti­mu­lar modos de lec­tura diná­mi­cos y des­per­tar a for­mas ele­va­das de pensamiento.

¡Si creéis en las hadas, batid pal­mas con vues­tras mani­tas! No dejéis morir a Campanilla

Tras este per­fecto pre­lu­dio, des­pega en la edi­ción de Ata­lanta, con todo su ímpetu, el ima­gi­na­rio del escri­tor cuyo prin­ci­pal ante­ce­dente, según el meticu­loso pro­lo­guista, es el ensayo de otro clé­rigo esco­cés: La Comu­ni­dad Secreta de Robert Kirk, publi­cado por Siruela. De hecho, el fol­clo­rista Andrew Lang reeditó esta obra por suge­ren­cia de Mac­Do­nald en 1893 y éste, a su vez, tam­bién “se lo reco­mendó a Lewis Carroll, quien, por su lado, lo empleó en su novela en dos par­tes Sil­via y Bruno”, como explica Mar­tín Lalanda a LEER. En su opi­nión, este escrito fue “un intento serio de expli­ci­tar las creen­cias que los esco­ce­ses de ori­gen gaé­lico tenían acerca de los seres pre­ter­na­tu­ra­les, desde una pers­pec­tiva popu­lar de orí­ge­nes fol­cló­ri­cos (que ya han per­dido su con­texto mito­ló­gico pri­mor­dial, como diría Mir­cea Eliade), para con­tras­tar­las con la cien­cia y la reli­gión de fina­les del siglo XVII”. En sus pro­pias decla­ra­cio­nes, “el con­cepto de hada que maneja Kirk es el pro­pio de los seres feé­ri­cos (tam­bién pre­sen­tes en la anti­gua lite­ra­tura hindú, árabe y eslava) que coexis­ten con la espe­cie humana y son ante­rio­res a ella”. Pero lo más excep­cio­nal es que el pro­ceso crea­tivo de la obra generó su pro­pio mito sobre sí mismo, pul­ve­ri­zando los lími­tes racio­na­les de todo aná­li­sis con­cep­tual: “como el autor falle­ció antes de haberle dado al texto su redac­ción defi­ni­tiva, cir­cula la leyenda de que fue­ron las pro­pias hadas quie­nes lo mata­ron por haber reve­lado sus secre­tos”. Tal vez no en vano la voz narra­tiva de Mac­Do­nald ase­gura en el cuento “La llave de oro” que “las hadas tie­nen pocos prin­ci­pios y mucha mal­dad en su inte­rior” (incluso “pelliz­can a las cria­das hasta dejar­les car­de­na­les y les gas­tan todo tipo de bro­mas pesa­das” cuando éstas no res­pon­den a sus ele­va­dos idea­les de orden y limpieza…).

haEn este punto, es acon­se­ja­ble con­sul­tar la entrada “mora­li­dad de las hadas” del no menos legen­da­rio Dic­cio­na­rio de las hadas de la ido­la­trada fol­clo­rista bri­tá­nica Kat­ha­rine Briggs con cuya deli­ciosa edi­ción José J. de Ola­ñeta se vuelve a apun­tar un tanto (cui­dado con él: ¡advierte el cono­cido escri­tor inglés de novela infan­til, Richard Adams, que sumer­girse dos minu­tos en su uni­verso mágico equi­vale a una hora de tiempo en el mundo de los mor­ta­les!). Este estu­dio sis­te­má­tico y de gran alcance, que vino a col­mar hace más de tres déca­das el des­equi­li­brio en la mate­ria (hasta enton­ces, solo podían encon­trarse refe­ren­cias dis­per­sas en publi­ca­cio­nes eru­di­tas de difí­cil acceso o tra­ba­jos de poca enti­dad y dudoso rigor inte­lec­tual), aborda, entre cien­tos de mati­ces de otra índole, la escu­rri­diza dis­tin­ción clá­sica entre “hadas bue­nas” y “hadas malas” (o Corte Ben­dita y Corte Mal­dita, en Esco­cia). Lejos de mani­queís­mos, deta­lla, por ejem­plo, que, en Gales, las hadas malas no lle­gan ni siquiera a alcan­zar un grado de per­fi­dia tal que les per­mita men­tir, solo se limi­tan a usar un len­guaje equí­voco; y, a su vez, tam­bién se avisa de que las bue­nas no mues­tran, sin embargo, escrú­pu­los en rela­ción al hurto y lo máximo que cabe espe­rarse de ellas es una dis­po­si­ción gene­ral a ayu­dar aun­que “su buena volun­tad puede resul­tar tan des­con­cer­tante como la de un sal­vaje con un código de mora­li­dad dife­rente del nues­tro” ya que son capa­ces de “ven­gar a una per­sona con seve­ri­dad des­pro­por­cio­nada o enri­que­cer a alguien a expen­sas de su vecino”.

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Kat­ha­rine Briggs (quien, por cierto, siem­pre opinó que La Comu­ni­dad Secreta de Robert Kirk es una de las publi­ca­cio­nes más impor­tan­tes sobre hadas), cen­tró su inves­ti­ga­ción de lar­gos años en las Islas Bri­tá­ni­cas, Irlanda y Esco­cia y adoptó el tér­mino “hada” en sen­tido muy amplio. En esta pro­ble­má­tica, resulta intere­sante acu­dir al pró­logo de la anto­lo­gía Cuen­tos de hadas irlan­de­ses, una joyita des­ca­ta­lo­gada de Obe­lisco (es mani­fiesto el inte­rés de esta edi­to­rial por lo feé­rico, con insó­li­tas curio­si­da­des de catá­logo como las imá­ge­nes de la Enci­clo­pe­dia de las hadas, los elfos y los gno­mos de Jeanne Ruland). Las pri­me­ras refle­xio­nes de este librito alu­den a los “inme­dia­tos equí­vo­cos” que crea la pala­bra “hada” debido a la influen­cia de las lec­tu­ras infan­ti­les: ¿acaso hay algún lec­tor adulto que no se haya que­dado per­plejo ante la deno­mi­na­ción de “cuento de hadas” para una his­to­ria que, sin embargo, no las con­tem­pla como per­so­na­jes?. Para solu­cio­nar la con­fu­sión, y “situar­nos en el buen camino”, estos Cuen­tos de hadas irlan­de­ses remi­ten, una vez más, al maes­tro Tol­kien, que legó la más exacta defi­ni­ción del género: “la mayo­ría de los cuen­tos de hadas son aven­tu­ras de hom­bres en el reino del peli­gro o en sus lími­tes som­bríos”. Y tal vez sea por­que “la cli­ma­to­lo­gía ayuda bas­tante, incluso desde una pers­pec­tiva sim­bó­lica” o por­que “desde el Roman­ti­cismo, los euro­peos meri­dio­na­les han otor­gado a esco­ce­ses e irlan­de­ses cierto talante soña­dor”, como apunta Javier Mar­tín Lalanda, lo cierto es que estas tie­rras bri­tá­ni­cas se reve­lan como la cuna autóc­tona de los gran­des escri­tos feé­ri­cos. Sin duda, Gran Bre­taña es el gran ani­llo uni­ver­sal de hadas, como queda bella­mente ilus­trado en Elfos y hadas en la Lite­ra­tura y el Arte de Sara Boix Lla­ve­ria, el libro de gran for­mato que José J. de Ola­ñeta aporta a la temática.

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Al encan­ta­miento que sobre el lec­tor ejer­cen atá­vi­ca­mente hadas como las madri­nas, medie­va­les y sha­kes­pea­rea­nas que pue­blan las pági­nas de este último estu­dio citado, hay que sumarle hoy la influen­cia de algu­nas pro­duc­cio­nes bri­tá­ni­cas de refe­ren­cia sobre el arque­tipo. En pri­mera ins­tan­cia, es nece­sa­rio citar dos con­mo­ve­do­ras pelí­cu­las, ambas estre­na­das en el año 1997 y, tris­te­mente, ya des­ca­ta­lo­ga­das: Foto­gra­fiando hadas del cineasta Nick Willing y Un cuento de Hadas del direc­tor Char­les Stu­rridge. La pri­mera, pro­ta­go­ni­zada por un joven fotó­grafo, viudo y escép­tico, pre­senta a las hadas como “huér­fa­nos de Dios, expul­sa­dos del paraíso”, pero, a la vez, como “ape­ri­tivo del cielo y men­sa­je­ras entre ambos mun­dos”. Mien­tras que el segundo filme refe­rido recrea de forma más abierta la his­to­ria de las Hadas de Cot­tin­gley, pre­senta a Art­hur Conan Doyle como secun­da­rio hono­rí­fico y aborda el aban­dono de la niñez en cali­dad de emo­cio­nante sub­trama (no es casual que éste sea tam­bién un eje fun­da­men­tal de los Cuen­tos de hadas de Mac­Do­nald).

De hecho, como decla­ra­ción de inten­cio­nes, la cinta arranca con la repre­sen­ta­ción de la obra de tea­tro Peter Pan o el niño que no que­ría cre­cer y el emo­cio­nado aplauso de todo el público, niños y adul­tos, para demos­trar su fe y sal­var así a la ago­ni­zante com­pa­ñe­rita alada del eterno preado­les­cente: “¡Si creéis en las hadas, batid pal­mas con vues­tras mani­tas” No dejéis morir a Cam­pa­ni­lla”. Lejos de esta cau­ti­va­dora pro­duc­ción de Char­les Stu­rridge se encuen­tra la noción de “hada” que plan­tea “Small worlds”, el quinto epi­so­dio de la pri­mera tem­po­rada de Tor­ch­wood (tele­se­rie bri­tá­nica de cien­cia fic­ción de culto, spin-off de Doc­tor Who). Por­que el peli­gro sobre­na­tu­ral al que el equipo del Capi­tán Jack Hark­ness se enfrenta en esta entrega viene repre­sen­tado por unos sinies­tros seres feé­ri­cos de cuyas garras (lite­ral­mente) han de inten­tar sal­var a una niña, “La Ele­gida”. Estas terri­bles hadas tele­vi­si­vas son “algo pro­ce­dente de los albo­res de los tiem­pos, for­man parte de noso­tros y de nues­tro mundo”, explica Hark­ness con gra­ve­dad. Y com­pleta su ate­rra­dor dis­curso, ase­ve­rando que “fin­gi­mos saber cómo son y las ima­gi­na­mos feli­ces, con dimi­nu­tas ali­tas y baña­das por la luz de la luna; pero no son así, sino peli­gro­sas: piensa en algo que solo pue­des entre­ver por una esquina del ojo, con un poco de mito, una pizca del espí­ritu del mundo y un toque de reali­dad, todo mez­clado… vie­jos momen­tos y recuer­dos con­ge­la­dos, girando como escom­bros alre­de­dor de un pla­neta ani­llado, dando vuel­tas hacia ade­lante y hacia atrás en el tiempo”.

Pro­ce­den­tes de los albo­res de los tiem­pos, for­man parte de noso­tros y de nues­tro mundo

Sobra deta­llar que en esta aven­tura de Tor­ch­wood, ven­cen las malé­vo­las hadas. Se lle­van a su “niña esco­gida, que vivirá para siem­pre”, ento­nando un esca­lo­friante canto final que es el resul­tado de musi­car los ver­sos de The Sto­len Child de William Butler Yeats: «Come away, O human child! / To the waters and the wild / With a faery, hand in hand, / For the world’s more full of wee­ping than you can understand».

MAICA RIVERA (@maica_rivera)

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Los días 19 y 20 de diciem­bre tiene lugar en Madrid el Ava­lon Goblin Mar­ket 2014, una cita de reso­nan­cias feé­ri­cas que cum­ple este año su segunda edición.
Una ver­sión de este artículo apa­re­ció publi­cada en el Extra de Navi­dad 2013 de la Revista LEER, número 238.

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