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El valor de los viejos

La maliciosa mortandad del coronavirus parece acompañar la consideración que los viejos merecen en un mundo contemporáneo sometido a un vértigo inédito. La inesperada tragedia obliga a revaluar la relación de la sociedad contemporánea con la vejez. Por BORJA MARTÍNEZ

5ab9fb5d745da3c5297eacfe-previewTolstói en Yásnaia Poliana rodeado de su familia en 1908, dos años antes de su muerte. Tenía 80 años. / K. K. Bulla

«Seño­rías, el Con­sejo de Minis­tros aprobó ayer la decla­ra­ción de luto ofi­cial durante diez días en memo­ria de las per­so­nas falle­ci­das en nues­tro país por la pan­de­mia del COVID-19. Mediante esta decla­ra­ción de luto las ins­ti­tu­cio­nes espa­ño­las acom­pa­ña­mos a sus fami­lias y alle­ga­dos, y lo hace­mos ade­más en el espe­cial dolor que marca una pér­dida, siem­pre antes de tiempo y sin haber podido en muchos casos acom­pa­ñar a nues­tras per­so­nas que­ri­das en el momento de su muerte. Como socie­dad, todos nos sen­ti­mos hoy huér­fa­nos de tan­tos de nues­tros mayo­res, deseando haber podido agra­de­cer­les todo cuanto hicie­ron por nosotros».

El 27 de mayo, la pre­si­denta del Con­greso de los Dipu­tados Meri­txell Batet expre­saba en estos tér­mi­nos el duelo ins­ti­tu­cio­nal por la muerte impre­vista de dece­nas de miles de espa­ño­les. El tono gene­ral de la ruti­na­ria decla­ra­ción delata una inquie­tante indi­fe­ren­cia de fondo. Moti­vada no se sabe si por el auto­ma­tismo auto­ex­cul­pa­to­rio que los pode­res del Estado han acti­vado para evi­tar res­pon­sa­bi­li­da­des o por un genuino des­dén por la vida y la segu­ri­dad de las per­so­nas a las que se sirve. O por una cosa y la otra.

Pero inquieta sobre­ma­nera la reduc­ción de una parte sig­ni­fi­ca­tiva de ciu­da­da­nos a la con­di­ción sen­ti­men­tal de «nues­tros mayo­res». Elo­cuente de la per­cep­ción polí­tica y social que se tiene de quie­nes van cum­pliendo años, así como de la idea incon­sis­tente que nos hace­mos, entre la des­preo­cu­pa­ción y la deses­pe­ra­ción, de lo que es vivir y envejecer.

Toda­vía sin hon­rar a los muer­tos, los ciu­da­da­nos se echa­ban a la calle para pug­nar por el aforo res­trin­gido de las terra­zas de los bares. «Y ape­nas se apa­ga­ron las lla­mas / las taber­nas vol­vían a estar lle­nas, / ces­tos de acei­tu­nas y limo­nes / traían los ven­de­do­res en sus cabe­zas», escri­bió el nobel polaco Cze­sław Miłosz en “Campo dei Fiori” pen­sando en otras tra­ge­dias, aque­llas sí debi­das a la acción directa de los hom­bres: la pira romana de Gior­dano Bruno y el gueto de Var­so­via. Otra res­pon­sa­bi­li­dad, la misma indiferencia.

La mali­ciosa mor­tan­dad del coro­na­vi­rus parece acom­pa­ñar la con­si­de­ra­ción de los vie­jos en el ver­ti­gi­noso mundo con­tem­po­rá­neo. Hoy al viejo se le cosi­fica nega­ti­va­mente con argu­men­tos equi­va­len­tes a los que se apli­can a un dis­po­si­tivo obso­leto. Es el des­hu­ma­ni­zado envés de un irre­fle­xivo culto a la juven­tud, que si flo­re­ció en el roman­ti­cismo a golpe de arre­bato poé­tico e idea­li­za­ción del espí­ritu ha dege­ne­rado en hedo­nismo chato e hiper­se­xua­li­za­ción vacía. En estas coor­de­na­das la fla­ci­dez del cuerpo, aun­que la cabeza esté bien tersa, tiene difí­cil encaje.

La «socie­dad del can­san­cio» acu­ñada por el pen­sa­dor coreano Byung-Chul Han, for­mada por «sujetos-logro» en per­ma­nente ten­sión de rein­ven­ción al ritmo mar­cado por las actua­li­za­cio­nes de soft­ware, inte­gra con difi­cul­tad a las per­so­nas en trance de des­ace­le­ra­ción. El jubi­lado desa­fía la esta­bi­li­dad del sis­tema. El pro­pio con­cepto de retiro remu­ne­rado resulta sedi­cioso e insos­te­ni­ble. De hecho, las nue­vas gene­ra­cio­nes de adul­tos ya han sido repro­gra­ma­das y salvo que cuen­ten con la segu­ri­dad del fun­cio­na­riado o con otro tipo de garan­tías, se han resig­nado a morir con las botas puestas.

La vieja gerontofobia

Qué mundo para­dó­jico este que busca a toda costa pro­lon­gar la vida pero arrin­cona a sus vie­jos y mira con terror el hori­zonte de la vejez. El escrú­pulo huma­nista pro­tege de momento a los mayo­res del prag­ma­tismo euge­né­sico que asoma, del arre­bato de una noví­sima ver­sión de una geron­to­fo­bia que es una cons­tante antro­po­ló­gica. Por La balada de Nara­yama sabe­mos que en algu­nas aldeas pobres del Japón pre­mo­derno las estre­che­ces de una eco­no­mía de sub­sis­ten­cia alum­bra­ron, bajo la apa­rien­cia de tra­di­ción reli­giosa, un sinies­tro arte­facto regu­la­dor de la pre­sión demo­grá­fica. Cuando habían per­dido todos sus dien­tes, los ancia­nos eran ofre­ci­dos por sus hijos al dios de la Mon­taña: eran lle­va­dos a la cum­bre, donde morían de ham­bre o pre­ci­pi­ta­dos por un barranco. La abuela de la pelí­cula de Shohei Ima­mura se arran­caba metó­di­ca­mente los suyos para pre­ci­pi­tar su sacri­fi­cio y así faci­li­tar el futuro de la familia.

Está arrai­gada la idea de que los ancia­nos han mere­cido tra­di­cio­nal­mente el res­peto y la vene­ra­ción de la comu­ni­dad, pero el tópico es una ver­sión idea­li­zada que no admite gene­ra­li­za­ción. «Si yo fuera un visi­godo tras la caída del Impe­rio romano», cuenta Theo­dore Zel­din en Los pla­ce­res ocul­tos de la vida (Pla­ta­forma, 2015), «val­dría cien mone­das de oro des­pués de cum­plir los sesenta y cinco, lo mismo que val­dría un niño de menos de diez años», frente a las tres­cien­tas que val­dría un varón adulto de hasta 50 años o las 250 de una mujer fér­til. El ilus­tre pro­fe­sor de Oxford intenta expli­car así que no es del todo cierto, como podría­mos pen­sar, «que hubiera un tiempo en que los hom­bres mayo­res diri­gían el mundo y goza­ban del res­peto de todos». Es ver­dad que tra­di­cio­nal­mente se ha valo­rado la expe­rien­cia de los vete­ra­nos, pero tam­bién los incon­ve­nien­tes de sus acha­ques. «Mejor es el joven pobre y sabio que el rey viejo y necio», dice el Eclesiastés. 

Hoy sigue táci­ta­mente vigente el cri­te­rio visi­godo de coti­za­ción de las per­so­nas, pero afor­tu­na­da­mente hay dere­chos huma­nos y argu­men­tos adi­cio­na­les. Las reali­da­des de la vejez y la juven­tud han cam­biado radi­cal­mente no desde hace quince siglos sino en ape­nas una gene­ra­ción. Nada tiene que ver un jubi­lado sano e hiper­ac­tivo de nues­tros días con los abue­los de hace un cuarto de siglo. Para Zel­din, en un mundo donde las com­pe­ten­cias y valo­ra­cio­nes de los indi­vi­duos son más suti­les y com­ple­jas que en las socie­da­des del pasado, toca rela­ti­vi­zar las dife­ren­cias entre jóve­nes y mayo­res y revi­sar la noción de vejez. Sere­mos jóve­nes en la medida que con­ser­ve­mos la capa­ci­dad de intere­sar­nos por cosas nue­vas, de tener nue­vas ideas, de demos­trar sen­si­bi­li­dad hacia lo que dicen y hacen los demás. Hay que «jubi­lar la idea de jubi­la­ción» por­que hay que refor­mu­lar la expe­rien­cia vital de los indi­vi­duos, pero tam­bién por­que «si la gente vive cien años, no puede pasarse cua­renta años tra­ba­jando y otros cua­renta jubi­lada. Ni el mejor mago de las finan­zas logra­ría que eso fun­cio­nara. Hay que inven­tar otra cosa».

 Zel­din pone como ejem­plo de esa senec­tud mejo­rada al arqui­tecto bra­si­leño Oscar Nie­me­yer, que acu­dió a su estu­dio hasta el día de su muerte, cum­pli­dos los 104 años. Otro arqui­tecto, Nor­man Fos­ter, demues­tra hoy a los 85 una vita­li­dad envi­dia­ble. Su per­fil de Ins­ta­gram le mues­tra super­vi­sando todos los pro­yec­tos de su estu­dio, prac­ti­cando esquí de fondo en Suiza, mode­lismo en su casa de Martha’s Vine­yard y ciclismo en todo el mundo. Pero un arqui­tecto mul­ti­mi­llo­na­rio con una ener­gía pecu­liar quizá no sea el ejem­plo de vejez activa y lúcida más acce­si­ble para cual­quiera. La vida es muy dura y el hecho bio­ló­gico ineluctable.


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Sun­day moun­tain biking in the Engadin

Una publi­ca­ción com­par­tida de Nor­man Robert Fos­ter (@officialnormanfoster) el

 

La vir­tud del crepúsculo

Por tem­pe­ra­mento y nece­si­dad, los artis­tas son espe­cial­mente aptos para pro­lon­gar su vida útil. Cabe de hecho reco­no­cer cua­li­da­des adi­cio­na­les en el estilo tar­dío sobre el que teo­rizó Adorno y en el que abundó Edward Said. En un texto her­moso y reve­la­dor titu­lado La melan­co­lía de las obras tar­días e incluido en el volu­men del mismo nom­bre publi­cado por Edi­cio­nes del Sub­suelo en 2017, el escri­tor hún­garo Béla Ham­vas iden­ti­ficó poé­ti­ca­mente el valor de la obra cre­pus­cu­lar. Si «el entu­siasmo del logos es uno de los luga­res más inten­sos de la exis­ten­cia», la edad tar­día pro­por­ciona al genio un des­pren­di­miento y una lige­reza, una melan­co­lía que le faci­li­tan el acceso a ese terri­to­rio. Ham­vas reco­noce unos cuan­tos ejem­plos. «Hablar de los últi­mos cuar­te­tos de Beet­ho­ven no resulta difí­cil por el hecho de que suene en ellos la música más ele­vada que cono­ce­mos. Ni siquiera esa música es intra­du­ci­ble. Su equi­va­lente en el len­guaje, sin embargo, sólo se encuen­tra en algu­nos, pocos, luga­res recón­di­tos. Es el mundo de la segunda parte de Fausto [de Goethe], el de Edipo en Colono [de Sófo­cles], el de La tem­pes­tad de Sha­kes­peare. A él per­te­nece asi­mismo El arte de la fuga [de Bach], el viejo Tols­tói y Cezanne, así como el anciano Pla­tón, Herá­clito y Lao-Tse (…). Es la mis­te­riosa analo­gía de las obras tar­días». Todas ellas están mar­ca­das para Ham­vas por la con­cien­cia de estar ofre­ciendo «la última gota de miel», reci­piente de todo cuanto queda; por la con­cien­cia de «acce­der al saber y no poder apro­ve­charlo» justo cuando «el artista ha alcan­zado la afi­na­ción que le per­mite aco­ger la reali­dad ver­da­dera». Es el paraíso del logos y no depende ya de la vida mor­tal. «Apren­der lo vacío, como dice Goethe. Con­ser­var úni­ca­mente lo ver­da­dero, como hacen los cuar­te­tos» de Beet­ho­ven que en el número 297 de LEER comenta Tomás Marco.

«Cómo me gus­tan esas obras mis­te­rio­sas de los gran­des artis­tas enve­je­ci­dos», escri­bió Mau­rice Barrès a pro­pó­sito del Greco. «La urgen­cia de expre­sarse los vuelve des­de­ño­sos de expli­carse; redu­cen sus for­mas expre­si­vas lo mismo que abre­vian su firma; alcan­zan así el peso, la con­ci­sión de los enig­mas o de los epi­ta­fios. ¿Sus sen­ti­dos gas­ta­dos los dejan aparte, al mar­gen del uni­verso? Nos pare­cen dis­tan­cia­dos de toda exte­rio­ri­dad, soli­ta­rios en medio de sus expe­rien­cias que trans­for­man en éxta­sis lírico». 

Suena muy con­vin­cente, y por ello tiene más mérito que el ilus­tre Mario Praz esco­giera este apunte del his­pa­nó­filo Barrès para refu­tar la vir­tud de la obra tar­día en uno de los ensa­yos de El pacto con la ser­piente, publi­cado por Acan­ti­lado en 2018. Para Praz, la evo­ca­ción de Barrès es «un modo de pre­sen­tar de forma atrac­tiva uno de los más tris­tes espec­tácu­los que el hom­bre está lla­mado a pre­sen­ciar: el enve­je­ci­miento de los gran­des». El crí­tico ita­liano sugiere que si los genios son capa­ces de alguna obra esen­cial y pro­funda en su vejez es una pura excep­ción. Cita como som­bras de lo que fue­ron a un Swift dis­perso que se miraba al espejo y repe­tía «¡Pobre viejo! ¡Pobre viejo!», y a un Kant olvi­da­dizo de su pro­pio nom­bre, pero abunda en un John Rus­kin obse­sio­nado con «los capri­chos de su estó­mago» y el «estado del cielo», cuyos dia­rios últi­mos «dan la penosa impre­sión de un genio que se extingue».

Praz quizá comete la impru­den­cia de iden­ti­fi­car acha­ques y vejez. Y de menos­pre­ciar las posi­bi­li­da­des inte­lec­tua­les de ese vér­tigo exis­ten­cial, del sen­ti­miento trá­gico ante el final de la vida. Pero sobre todo pasa por alto el valor que la expe­rien­cia, la decan­ta­ción de lo vivido, de lo leído, a la luz de una inte­li­gen­cia par­ti­cu­lar, puede ofre­cer a los demás. Y que en tiem­pos de ada­nismo e igno­ran­cia del pasado redo­bla su impor­tan­cia. No es un valor abso­luto, pero el valor de lo viejo y de los vie­jos es tam­bién el valor de la his­to­ria que hoy igno­ra­mos, de lo que fue antes de noso­tros. Es el antí­doto con­tra la insó­lita arro­gan­cia del pre­sente con­ti­nuo y el pato­ló­gico y obs­ti­nado des­pre­cio de nues­tra natu­ra­leza mor­tal. «Para noso­tros hablar con los jóve­nes es cada vez más difí­cil. Lo sen­ti­mos como un deber y a la vez como un riesgo: el riesgo de resul­tar anacró­ni­cos, de no ser escu­cha­dos», escri­bía Primo Levi, poco antes de morir, en Los hun­di­dos y los sal­va­dos. La misión de su vida fue des­ti­lar la expe­rien­cia del Holo­causto. Tenía claro que su voz y la de su gene­ra­ción tenía que ser escu­chada. «Por encima de toda nues­tra expe­rien­cia indi­vi­dual hemos sido colec­ti­va­mente tes­ti­gos de un acon­te­ci­miento fun­da­men­tal e ines­pe­rado, fun­da­men­tal pre­ci­sa­mente por­que ha sido ines­pe­rado, no pre­visto por nadie». Esta ver­dad aso­ciada a un acon­te­ci­miento extremo sirve para ilus­trar el valor de los vie­jos. El valor que tuvie­ron y el valor que tie­nen. Res­tau­rar esa comu­ni­ca­ción sig­ni­fica res­tau­rar su dig­ni­dad y la de todos.

Revista LEER, número 297

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