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Herman Melville, palabra sin retorno

Heraldo del futuro, del hastío existencial del oficinista a la inquietud espiritual ante la falta de sentido, anticipó desde el XIX la forma de contar del XX. Contra la incomprensión de sus contemporáneos y sobre todo de los nuestros, su obra maestra, ‘Moby Dick’, ‘Quijote’ de los mares, sigue siendo una cornucopia literaria. Por eso hay que celebrar a Melville. Por BORJA MARTÍNEZ

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Mel­vi­lle cum­ple 200 años y sigue siendo un mis­te­rio. En parte por­que murió fuera del canon. Pero tam­bién por­que sus inten­cio­nes no fue­ron pre­ci­sa­mente sen­ci­llas. De ahí que siga sus­ci­tando inter­pre­ta­cio­nes diver­sas. Alre­de­dor, sobre todo, de Moby Dick: es difí­cil escri­bir de Mel­vi­lle y que el pode­roso mag­ne­tismo de su obra maes­tra no aca­pare la aten­ción, pese a que otros tra­ba­jos, como los rela­tos de The Piazza Tales–que incluía entre otros su inmor­tal Bartleby–, el per­so­na­lí­simo Pie­rre o las ambi­güe­da­des –donde vuelca buena parte de los trau­mas y frus­tra­cio­nes de su vida– o el pós­tumo Billy Budd com­ple­men­tan el sen­tido de su obra.

Tuvie­ron que pasar tres déca­das desde su muerte en 1891 para que Mel­vi­lle fuera reco­no­cido como un con­tri­bu­yente medu­lar de lo que Anto­nio Las­tra, uno de los pocos estu­dio­sos espa­ño­les del seg­mento lite­ra­rio y filo­só­fico de la Nor­te­amé­rica deci­mo­nó­nica, ha dado en lla­mar «la escri­tura cons­ti­tu­cio­nal ame­ri­cana». Inte­grado en los 40 del XX por Matt­hies­sen en el canon del «rena­ci­miento ame­ri­cano» con Emer­son, Tho­reau, Whit­man y Hawt­horne, Mel­vi­lle viene siendo con­si­de­rado desde enton­ces un heraldo de la lite­ra­tura y la men­ta­li­dad con­tem­po­rá­neas, del has­tío del ofi­ci­nista a la inquie­tud espi­ri­tual ante la duda de Dios y la falta de sentido.

Aun­que para Las­tra «leer a Mel­vi­lle como pre­cur­sor de Freud o Joyce o Vir­gi­nia Woolf no es leer a Mel­vi­lle como Mel­vi­lle escri­bió», resulta indu­da­ble la influen­cia, de Faulk­ner a Bor­ges, en tan­tos auto­res clave del siglo XX; e inevi­ta­ble dedu­cir la moder­ni­dad de su obra, aun­que sus inten­cio­nes fue­ran otras que las de los escri­to­res del futuro que se verán refle­ja­dos en él.

«Tiene esa liber­tad de opi­nión (sería dema­siado severo lla­marla laxi­tud de prin­ci­pios) que lo vuelve tole­rante con códi­gos mora­les que quizá no estén del todo en con­so­nan­cia con los nues­tros», escri­bió Nat­ha­niel Hawt­horne a pro­pó­sito de la pri­mera novela de Mel­vi­lle, Typee, antes de cono­cerse ambos en 1850; «un espí­ritu más bien pro­pio de un mari­nero joven y aven­tu­rero, y que hace que su libro sea tanto más salu­da­ble para nues­tros for­ma­les hom­bres de tie­rra firme».

El joven aven­tu­rero, que se había dado a la mar a los 19 años como tri­pu­lante del mer­cante St. Lau­rence huyendo de la ban­ca­rrota fami­liar y ani­mado por un «anhelo per­ma­nente de cosas her­mo­sas», ya ate­so­raba una volun­tad hete­ro­doxa. De su pri­mer viaje a Liver­pool, de su peri­pe­cia pos­te­rior a bordo del balle­nero Acush­net, de sus meses en una de las islas Mar­que­sas con­vi­viendo con los caní­ba­les y la tra­ve­sía como mari­nero a bordo de una fra­gata de la Marina antes de regre­sar a Bos­ton en 1844 vía el Cabo de Hor­nos se nutrirá toda su obra y en espe­cial esos pri­me­ros libros exi­to­sos: Typee (1846), Omoo (1847) Red­burn (1849) y Cha­queta blanca (1850).

Hawt­horne: fra­ter­ni­dad infinita

De vuelta a tie­rra firme los anhe­los de Mel­vi­lle encon­tra­rán en su soul­mate Nat­ha­niel Hawt­horne el reac­tivo para evo­lu­cio­nar en otra direc­ción dis­tinta a la de la novela de aven­tu­ras. La lec­tura de La letra escar­lata le abrió nue­vos hori­zon­tes e inquie­tu­des, y su amis­tad, más allá de las espe­cu­la­cio­nes en torno a la natu­ra­leza de su rela­ción –«Cono­certe me con­vence de nues­tra inmor­ta­li­dad más que la Biblia», le escribe en noviem­bre de 1851–, ter­minó de poner en mar­cha el pro­yecto lite­ra­rio de Mel­vi­lle. Para Las­tra –segui­mos su artículo “Ismae­li­tas: Emer­son y Mel­vi­lle”, extra­ido de su libro La filo­so­fía y los dio­ses de la ciu­dad–, la corres­pon­den­cia entre ambos «es un docu­mento tanto de lo que Mel­vi­lle cali­ficó como “una fra­ter­ni­dad infi­nita de sen­ti­miento” como de un ale­ja­miento»; en Hawt­horne con­fiará «hasta un punto sin retorno», pero tam­bién «sin corres­pon­den­cia». La dis­po­si­ción a la ori­gi­na­li­dad y la rup­tura de Mel­vi­lle se verá defi­ni­ti­va­mente ani­mada por Hawt­horne, pero no encon­trará eco en él.

Hasta el final, con su Billy Budd –publi­cada muy pós­tu­ma­mente, en 1924–, Mel­vi­lle «estuvo apren­diendo a escri­bir como había estado apren­diendo a vivir, negán­dose a apro­ve­char, sin con­se­guirlo en todas las oca­sio­nes, el impulso adqui­rido como narra­dor o, en los últi­mos años de su vida, como poeta». En Timo­leon, el libro de poe­mas que Mel­vi­lle se auto­editó, diría­mos en tér­mi­nos actua­les, pocos meses antes de morir, abun­dan «los ejem­plos de un arte de escri­bir en el que la “auda­cia” tiene que sobre­po­nerse a la “reve­ren­cia”». Y cita Las­tra un verso de uno de los 42 poe­mas de aquel libro, “The Ent­hu­siast”, que resume toda su acti­tud ante la escri­tura: «No return through me!»: Que nada vuelva a tra­vés de mí, escribe ya cons­ciente de ser un escri­tor sin lec­to­res; la prueba más pal­pa­ble de que pre­fe­ría ante todo «no vol­ver a hacer lo que ya había hecho».

Desde Moby Dick, y como el obse­sivo lec­tor de la Biblia que era, afronta la escri­tura con una res­pon­sa­bi­li­dad mesiá­nica. Lo hace menos intere­sado en la fama y la repu­tación –al tiempo que busca sin des­canso ese empleo guber­na­men­tal que garan­tice su esta­bi­li­dad mate­rial y la de su fami­lia– que en man­te­nerse fiel a una ética de la lite­ra­tura muy firme, y quizá con­fiado en la ver­dad de una máxima que apa­rece sub­ra­yada en su ejem­plar de Leyes espi­ri­tua­les, de Ralph Waldo Emer­son: «Un hom­bre no puede sepul­tar sus inten­cio­nes tan pro­fun­da­mente en su libro sin que el tiempo y otros hom­bres seme­jan­tes a él las encuen­tren». Alguien lle­gará que mi men­saje entenderá.

Esa ética mel­vi­lliana lo empa­renta con el patriarca tras­cen­den­ta­lista. En 1822, recién ter­mi­na­dos sus estu­dios en la uni­ver­si­dad, Emer­son ya decía que sólo podría hacer bien su tra­bajo «abju­rando» de las cos­tum­bres de los demás. El lla­mado ismae­lismo tras­cen­den­ta­lista con­sis­tirá en «esta­ble­cer una rela­ción ori­gi­nal con el uni­verso» y sólo enton­ces «medir cuál debía ser la rela­ción con las ins­ti­tu­cio­nes esta­ble­ci­das». El gran prac­ti­cante de esa forma de pen­sar y de estar será Tho­reau.

Mel­vi­lle no formó parte del círculo tras­cen­den­ta­lista ni rin­dió culto a Emer­son; tam­poco hay cons­tan­cia de que éste leyera una sola página suya, entre otras razo­nes por­que el vidente de Con­cord no leía nove­las. Pero hay una dis­po­si­ción espi­ri­tual com­par­tida. En 1849 Mel­vi­lle asis­tió a una con­fe­ren­cia suya en Bos­ton, y escri­bió poco des­pués a uno de sus corres­pon­sa­les lite­ra­rios en Nueva York, Evert Duy­ckinck, tal y como recoge Car­los Baker en su incon­cluso retrato de grupo Emer­son entre los excén­tri­cos: «Venero a los hom­bres que se sumer­gen. Cual­quier pez puede nadar cerca de la super­fi­cie, pero sólo una gran ballena puede sumer­girse diez kiló­me­tros o más… Ahora no me refiero al señor Emer­son, sino a cuan­tos se sumer­gen en el pen­sa­miento, que han estado sumer­gién­dose y saliendo otra vez a la super­fi­cie con los ojos inyec­ta­dos en san­gre desde que el mundo es mundo». Ese año publica Mardi, otra aven­tura ambien­tada en los mares del Sur, pero pene­trada ya del mundo sim­bó­lico que desa­rro­llará en Moby Dick; no será bien reci­bida. Des­pués vol­verá una última vez sobre sus pasos con Red­burn y Cha­queta blanca –un éxito con carga polí­tica que denun­ciaba los abu­sos en el seno de la Marina–, pero Mel­vi­lle ya está metido hasta el fondo en su misión auto­im­puesta, acri­so­la­das las inquie­tu­des pro­pias, los influ­jos aje­nos –la lec­tura sis­te­má­tica de Sha­kes­peare– y la segu­ri­dad en su prosa. Está en mar­cha la escri­tura pro­fé­tica. «La his­to­ria no está cocida toda­vía, aun­que el fuego del infierno en el que todo el libro bulle debe­ría haberla cocido hace mucho tiempo», escribe a Hawt­horne en el verano de 1851. La tarea sólo iba a mere­cer la pena si se rea­li­zaba hasta las últi­mas con­se­cuen­cias, sin tener en cuenta otras con­si­de­ra­cio­nes. En 1852, tras los fra­ca­sos de Moby Dick y Pie­rre, un Mel­vi­lle de ape­nas 33 años ya sabe que su punto de vista es incom­pren­dido, pero no está dis­puesto a escri­bir de otro modo.

Obra sin género, Moby Dick apa­re­ció pre­des­ti­nada al fra­caso. El club de lec­to­res ele­gi­dos tar­dará en reunir miem­bros sufi­cien­tes, y no lle­ga­rán a tiempo de paliar los sin­sa­bo­res del soli­ta­rio com­pro­miso de su autor. A cam­bio, Mel­vi­lle dejaba una pieza insus­ti­tui­ble en el edi­fi­cio lite­ra­rio y espi­ri­tual de Esta­dos Uni­dos, con­de­nando de paso a sus cole­gas com­pa­trio­tas del futuro a la bús­queda de esa qui­mé­rica noción lla­mada gran novela ame­ri­cana.

Ahab, «pro­me­teo ame­ri­cano», «héroe-villano» en la tra­di­ción de Lear, Mac­beth o Ham­let, «es el genio o dai­mon de su nación», inter­preta Harold Bloom. Es el malo de la tri­lo­gía que a su jui­cio con­for­mará la épica nacio­nal: Moby Dick, Hojas de hierba y Las aven­tu­ras de Huckle­be­rry Finn. «El Ahab de Mel­vi­lle habla con una prosa sha­kes­pe­riana, meta­fí­sica y dra­má­tica que ha sido trans­for­mada por el genio del autor en una carac­te­rís­tica per­ma­nente de la len­gua esta­dou­ni­dense».

De la edi­ción impresa de la Revista LEER, número 293, pági­nas 22 y 23.

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