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Los personajes de Melville: iniquidad, inocencia y fatalidad

Bartleby y su pasividad subversiva; la angustiosa parálisis de Benito Cereno; la insoportable pureza de Billy Budd. Por su densidad simbólica y psicológica, las criaturas literarias de Melville forman parte de la mejor tradición literaria universal. Por J. RAFAEL HERNÁNDEZ ARIAS

bb2Terence Stamp debutó en el cine interpretando a Billy Budd en el filme de Peter Ustinov de 1962.

En las obras de gran­des escri­to­res encon­tra­mos per­so­na­jes que, sin ele­varse al rango de los más céle­bres mitos lite­ra­rios, como pue­den serlo don Qui­jote, don Juan, Fausto o Ham­let, por alguna razón se afe­rran a nues­tra memo­ria y aflo­ran a la con­cien­cia cuando uno menos se lo espera. Pare­cen fun­cio­nar como una suerte de déjà vu, y com­pren­de­mos que, en vir­tud de alguna mis­te­riosa aso­cia­ción, nos ayu­dan a iden­ti­fi­car y a inter­pre­tar las cir­cuns­tan­cias en que nos vemos envuel­tos. Tras una larga labor tra­duc­tora esta sen­sa­ción la he expe­ri­men­tado sobre todo con algu­nos per­so­na­jes de Mel­vi­lle, dota­dos de una den­si­dad, una con­sis­ten­cia y una com­ple­ji­dad insuperables.

Desde la per­so­na­li­dad extra­va­gante por su pasi­vi­dad y apa­tía de Bartleby, pasando por el alma tre­me­bunda de Ajab, la inac­ción angus­tiosa de Benito Cereno, hasta la pureza y el halo vir­tuoso de Billy Budd, por las pági­nas de la obra del escri­tor nor­te­ame­ri­cano des­fi­lan per­so­na­jes satu­ra­dos de refe­ren­cias sim­bó­li­cas y meta­fí­si­cas, pero que no se que­dan en meras abs­trac­cio­nes esté­ri­les. Nunca rom­pen el hilo con la reali­dad, por lo que nos man­tie­nen inmer­sos en las poten­cias de lo vero­sí­mil. Mel­vi­lle cons­truye el arma­zón psi­co­ló­gico de sus figu­ras mediante un meticu­loso método esti­lís­tico que va ahon­dando, capa tras capa, en la per­so­na­li­dad de sus héroes y en la rela­ción pro­ble­má­tica que man­tie­nen con su entorno. Por ello su com­por­ta­miento escapa a lo anec­dó­tico y se inte­gra en el plano uni­ver­sal del género trá­gico o del auto sacra­men­tal. Es casi impo­si­ble sus­traerse a su fuerza de atrac­ción. Estos per­so­na­jes exhi­ben asi­mismo ras­gos titá­ni­cos, fáus­ti­cos, qui­jo­tes­cos, ham­le­tia­nos, pues Mel­vi­lle se sen­tía deu­dor de la gran tra­di­ción lite­ra­ria y que­ría inte­grarse en esa aurea catena. Y ante todo no se puede olvi­dar que, pese a haber per­dido su fe, Mel­vi­lle nunca salió de una cul­tura bíblica con acen­tos cal­vi­nis­tas de la que reci­bía buena parte de su ins­pi­ra­ción. El Anti­guo Tes­ta­mento era, en par­ti­cu­lar, para él, un fabu­loso depó­sito de sabi­du­ría y un enorme campo de acción para la natu­ra­leza humana, donde se libra­ban las luchas deci­si­vas y se toca­ban los últi­mos mis­te­rios de la humanidad.

Bartleby: un ser sin voluntad

Con­fieso que Bartleby es uno de mis per­so­na­jes favo­ri­tos. Mel­vi­lle escoge como esce­na­rio de su exis­ten­cia lite­ra­ria el Nueva York de Wall Street, los des­pa­chos de abo­ga­dos, el cen­tro neu­rál­gico del dina­mismo fáus­tico de la gran ciu­dad, una de las mecas del ame­ri­can dream, y pre­ci­sa­mente en uno de esos des­pa­chos es donde sitúa a Bartleby, una suerte de muerto viviente de pasado con­fuso que, para­dó­ji­ca­mente, parece cobrar algo de vida mediante su nega­tiva a cum­plir con sus obli­ga­cio­nes. Su fór­mula, «pre­fe­ri­ría no hacerlo», se ha con­ver­tido en una de las expre­sio­nes más famo­sas de la lite­ra­tura. La pasi­vi­dad del pálido copista pro­voca desorien­ta­ción en su entorno; sus cole­gas y supe­rio­res se pre­gun­tan, per­ple­jos, si se trata de una pro­vo­ca­ción, de una burla o, incluso, si no esta­rán ante una estra­te­gia sub­ver­siva. Con su acti­tud sus­cita sen­ti­mien­tos de rechazo, ira, melan­co­lía, tris­teza, incita a la refle­xión, a pre­gun­tarse por el sen­tido de la vida, de la pro­pia acti­vi­dad. Todo se tam­ba­lea en el des­pa­cho de abo­ga­dos con la pre­sen­cia de este ser fan­tas­mal, cuya volun­tad atro­fiada con­trasta con el mundo que le rodea. No puede extra­ñar que Bartleby se haya con­ver­tido en un pro­blema filo­só­fico al que se dedi­can sesu­dos estu­dios, en los que se intenta expli­car su com­por­ta­miento apli­cando con­cep­tos como el de alie­na­ción. Sea como fuere, el per­so­naje de Bartleby inquie­tará y emo­cio­nará a todo lec­tor con un mínimo de sen­si­bi­li­dad, y es muy posi­ble que le acom­pañe durante el resto de su vida, bro­tando de la memo­ria en los momen­tos más inopinados.

Benito Cereno: roto por dentro

Para lan­zar su ima­gi­na­ción Mel­vi­lle nece­si­taba recu­rrir a infor­mes, cró­ni­cas, noti­cias de suce­sos verí­di­cos, que él inter­pre­taba y reela­bo­raba dán­do­les un sig­ni­fi­cado y una inten­si­dad nue­vos. Así ocu­rre con su relato Benito Cereno, basado en hechos reales, pero que él trans­forma esen­cial­mente apor­tando ele­men­tos dra­má­ti­cos. Se ha dis­cu­tido hasta qué punto este texto puede con­si­de­rarse un ale­gato con­tra la escla­vi­tud. Pero a mi modo de ver, el aspecto esen­cial estriba en recrear la rela­ción entre opre­sor y opri­mido como drama psi­co­ló­gico. El método adop­tado es el del mis­te­rio escon­dido a plena luz del día. Cuando el capi­tán ame­ri­cano Amasa Delano aban­dona su barco para visi­tar el Santo Domingo, un navío espa­ñol dedi­cado al trá­fico de escla­vos, se sor­prende ante el mal estado del buque y la extraña ten­sión emo­cio­nal que ate­naza a la tri­pu­la­ción. Aun­que el lec­tor inter­preta correc­ta­mente los sig­nos y es cons­ciente con rapi­dez del peli­gro en que se encuen­tra el capi­tán Benito Cereno, el ame­ri­cano hace gala de una inge­nui­dad des­con­cer­tante. La dila­ción en Delano para darse cuenta de la ver­da­dera situa­ción en el barco irrita al lec­tor, pero para el capi­tán ame­ri­cano lo que está suce­diendo es casi inima­gi­na­ble, pues se trata ni más ni menos que de la inver­sión del orden natu­ral de las cosas. El mundo al revés: los escla­vos son los amos; los amos, los escla­vos. La incer­ti­dum­bre por el des­tino de los pro­ta­go­nis­tas alcanza cotas inso­por­ta­bles. Benito Cereno logra al final hacer aco­pio de las fuer­zas nece­sa­rias para sal­tar a la cha­lupa del capi­tán ame­ri­cano y sal­varse. Pero la humi­lla­ción y la angus­tia a las que ha estado expuesto, el haber tenido que pre­sen­ciar las crue­les tor­tu­ras a las que some­tie­ron a su amigo Aranda, des­mem­brado y des­pe­da­zado por los escla­vos, le han roto por den­tro. Cereno se mues­tra inca­paz de ale­grarse por el res­cate. Delano le pre­gunta: «Pero está a salvo, ¿qué arroja esa som­bra sobre usted?». «El negro» es la única res­puesta que ofrece el capi­tán espa­ñol y en la que con­densa toda su expe­rien­cia trau­má­tica. Si esta­mos ante una pará­bola revo­lu­cio­na­ria, una para­doja moral o un con­flicto teológico-político, es y será objeto de debate, pero el estado emo­cio­nal que logra recrear Mel­vi­lle en la figura de Benito Cereno es algo que no se puede olvi­dar y que cons­ti­tuye la mate­ria ideal para las pesa­di­llas.

Billy Budd: el mal con­tra la inocencia

En las obras de madu­rez de Mel­vi­lle se insiste en temas como la fra­gi­li­dad de la exis­ten­cia moral del hom­bre, así como en su coli­sión con el mundo de la jus­ti­cia y la ley. Esto mismo ocu­rre, en grado sumo, con el relato Billy Budd, la obra cre­pus­cu­lar de Mel­vi­lle, un fruto de la senec­tud. Escrita entre fases de ago­ta­miento físico y men­tal, en esta obra pro­ba­ble­mente ver­tiera todo su dolor por el sui­ci­dio de su hijo Mal­colm, en plena juven­tud. El manus­crito está pla­gado de correc­cio­nes, carece de la espon­ta­nei­dad de obras ante­rio­res, y en la prosa meticu­losa y refle­xiva se apre­cia una com­bi­na­ción de tris­teza y sere­ni­dad. Budd, un mari­nero apuesto y que­rido por todos sus com­pa­ñe­ros, es reclu­tado por la fuerza y pasa del barco mer­cante Rights-of-Man al buque de gue­rra Belli­po­tent (y los nom­bres encie­rran todo un mani­fiesto). El texto adquiere, más que nunca, la urdim­bre de una pará­bola. Billy resulta la víc­tima de su belleza física y moral, de su inge­nui­dad y su pureza, de la tras­pa­ren­cia de su ser, ese es el des­tino de la inocen­cia en el mundo: des­per­tar y exci­tar todos los pro­pó­si­tos malig­nos que cons­ti­tu­yen el mis­te­rio de iniqui­dad. Así, la his­to­ria de la caída del hom­bre se repite una y otra vez. John Clag­gart, el master-at-arms, odiado y temido por la tri­pu­la­ción pero efi­ciente en su tra­bajo, se ve pro­vo­cado por una natu­ra­leza como la de Billy y acusa a este, injus­ta­mente, de sedi­ción. Clag­gart, como Ajab, es un per­so­naje cin­ce­lado en pie­dra vete­ro­tes­ta­men­ta­ria, posee sus mis­mos ras­gos obse­si­vos y faná­ti­cos. Al final, Billy mata de un puñe­tazo a Clag­gart cuando éste le acusa ante el capi­tán Vere, quien no tiene otro reme­dio que eje­cu­tar al mari­nero, tal y como man­dan las orde­nan­zas, pese a ser cons­ciente de su inocencia.

En los per­so­na­jes de Mel­vi­lle que hemos men­cio­nado se acu­mula toda la ins­pi­ra­ción que ha creado figu­ras como el rey Lear, de Sha­kes­peare, el Satán de Mil­ton o el don Qui­jote de Cer­van­tes; poseen el mérito de tras­cen­der la reali­dad sin trai­cio­narla. Nos trans­mi­ten una emo­ción y un desa­so­siego indis­pen­sa­bles para tomar con­cien­cia de los enig­mas que deter­mi­nan nues­tra exis­ten­cia en este mundo.

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José Rafael Fer­nán­dez Arias ha pro­yec­tado su inte­rés por la cul­tura ale­mana y anglo­sa­jona tra­du­ciendo a nume­ro­sos auto­res: Nietzs­che, Scho­pen­hauer, Stir­ner, Kafka, Ches­ter­ton o De Quin­cey. De Her­man Mel­vi­lle, siem­pre para la edi­to­rial Val­de­mar, ha adap­tado al cas­te­llano ‘Bartleby el escri­biente’, ‘Benito Cereno y otros cuen­tos del mar’ –incluido ‘Billy Budd’– o ‘Las encan­ta­das’. Suya es, ade­más, una de las más recien­tes tra­duc­cio­nes de ‘Moby Dick’.

De la edi­ción impresa de la Revista LEER, número 293, pági­nas 28 y 29.

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