La luz de la palabra
Entre las muchas cosas que Cervantes nos enseñó hay, a mi entender, una que se eleva por encima de las demás y, en cierto modo, las contiene y las hace más cercanas: la luz de la palabra. El Quijote es el candil que mueve esa luz. Alonso Quijano, el loco que confunde molinos de viento con gigantes, el cuerdo que utiliza la luz de la palabra para descubrir nuevas realidades, reinventar las más ostensibles y fabricar un mundo a su medida, por fuerza mucho mejor que el que se encuentra: la ilusión cuenta y los sueños son gigantes que empuñan aspas de molino. Sancho, ignorante y gordo como los artífices de alguna quimera posterior, la voz cautiva de la razón y la evidencia que trata de poner un poco de cordura en la locura que se magnifica (no hay luz en la palabra si ésta no se magnifica, predicción de sabios e ignorantes que no se resignan a su condición), cronista de todo lo que ocurre a su alrededor mientras el caballero andante inventa el mundo en el que desea amar y morir.
Cervantes y Shakespeare portaron el candil y la luz de la palabra alumbró el futuro que, al día de hoy, ya se cuenta en varios siglos. Ambos crearon nuevos mundos a la vez que dieron noticia cumplida del mundo que les rodeaba: caballeros andantes a veces, ignorantes de ocasión otras. Flaco favor nos habrían hecho si el candil se hubiera perdido en la alcancía de la memoria y la luz de la palabra no hubiera alcanzado a otros muchos, remitiéndose a lustrar la tela de sus jubones. Estos días se les cumple homenaje, más allá del recuerdo que encuentra su oportunidad no pocas veces a lo largo del año.
La muerte, tan malhablada a veces, gusta de jugar con las palabras y con la luz que las alimenta y las proyecta. La celebración del Día del Libro, 23 de abril, compete a Cervantes y a Shakespeare por igual y a todos los que esperamos percibir un atisbo de esa luz que ellos derrocharon con la generosidad de quienes sólo esperan que sus jubones sigan teniendo una percha en la guardarropía del tiempo que todo lo oculta o lo descubre.
La muerte, pertinaz en la redacción de sus conclusiones, obsesionada con dotar de palabras al silencio que ella misma provoca, máxima exponente de la noticia crucial, nos regala este año con una feliz y fatal coincidencia, que resume y alienta otras coincidencias. En el instante en que Elena Poniatowska reciba el Premio Cervantes, García Márquez, inventor de tantos sueños y realidades, se convertirá en un mito como lo fueron sus predecesores que, siglos después, aún portan el candil que hará menos triste la celebración.
Como Cervantes y Shakespeare, García Márquez y Poniatowska (cuya admiración por el anterior está más que relatada), en un mismo decurso temporal, supieron alimentar la luz de la palabra y tener el candil a buen recaudo. Vivimos tiempos feroces en los que las sombras acechan desde las esquinas más insospechadas, pero nada habrá de pasar si esa luz no se apaga y el candil es guardado donde nadie pueda apagar su brillo; expuesto también, pues no hay brillo que no merezca la admiración de los que piensan que aún todo es posible.
Ambos, los protagonistas circunstanciales, no por inmerecidos, de este Día del Libro, se empeñaron en dar noticia del mundo que les rodeaba, además de participar activamente en la posibilidad de hacerlo más factible. El periodismo como avanzadilla, la imaginación como meta y la palabra como puente entre la reflexión y los sueños. Ambos han tenido el detalle de hacernos ver que es posible un mundo mejor y que está en este, a pesar de las noticias y esa peculiar forma que tiene la muerte de entretenernos cuando tenemos tantas cosas que hacer.
Desde hace años, en LEER tratamos de hacernos partícipes de esa luz que alienta la palabra y hemos tenido la suerte de contar con colaboradores entusiastas que han sabido mezclar la noticia del mundo en el que vivimos con la creación de mundos que, no por imaginarios, son menos factibles.
José Luis Gutiérrez fue un exponente activo de esa idea en la que periodismo y literatura provenían de una luz que salía del mismo candil. Creo que él pudo verlo porque sus palabras decían cosas y, además de interpretar el mundo en el que vivía, generaban otros mundos, diferentes, pero no imposibles. El Premio de Periodismo Cultural que lleva su nombre y que ya es realidad es el reflejo de alguno de esos mundos, si bien no de todos.
Nota: Reproducimos dos portadas de Poniatowska, Hasta no verte Jesús mío (Alianza) y El universo o nada (Seix Barral), para contribuir a la celebración de su Cervantes, concedido a una vida dedicada a la realidad y a la creatividad literaria. Recomiendo su lectura, reitero lo dicho el otro día: no se olviden de Mis putas tristes; creo que García Márquez ha dejado el candil a buen recaudo.
AURELIO LOUREIRO