Revista leer
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Un libro al día

Versos del loco sabio y el bardo desnudo

¿De qué can­ta­re­mos en los tiem­pos difí­ci­les? Segui­re­mos can­tando sobre los tiem­pos difí­ci­les. Este podría ser un afo­rismo que nos guiara hacia el cuarto tra­bajo de Álex Por­tero (Madrid, 1978) La pró­xima tor­menta, poe­ma­rio publi­cado por la edi­to­rial Ori­gami, que pro­fun­diza en el uni­verso per­so­nal del autor pero que, esta vez, lo des­pliega en todo su oscuro brillo.

Portada-la-próxima-tormenta-alex-portero-origamiÁlex Por­tero es medie­va­lista, experto en len­guas muer­tas, un voraz lec­tor (no en vano, como muchos de sus com­pa­ñe­ros lite­ra­rios de gene­ra­ción, se gana la vida como librero)  y cono­ce­dor de la con­tra­cul­tura gótica con afi­ción casi ado­les­cente –es decir, pura, pasio­nal, desinteresada–.

En sus ante­rio­res libros, Música silen­ciosa, Fan­tas­mas e Irre­dento (todos en edi­to­rial Endy­mion), ya se podía apre­ciar, en verso o prosa poé­tica, la sol­tura para mane­jar los refe­ren­tes ante­rio­res como los ladri­llos en los que sus­ten­tar su men­saje. Sin embargo, en su último tra­bajo hay una sin­ce­ri­dad dife­rente, que quizá pro­venga de quien ha dejado de tener miedo a reco­no­cerse como autor, con sus com­ple­ji­da­des y sin­gu­la­ri­da­des ale­ja­das de las ten­den­cias poé­ti­cas actuales.

Uno de los aspec­tos nega­ti­vos den­tro de la popu­la­ri­za­ción reciente del verso entre jóve­nes auto­res y lec­to­res ha sido –y dis­cul­pen la gene­ra­li­za­ción que, como cual­quiera, es siem­pre gruesa– la ausen­cia de téc­nica a la hora de cons­truir un pro­yecto, la caren­cia de refe­ren­tes lite­ra­rios y cul­tu­ra­les sóli­dos y un insis­tente per­so­na­lismo que parece situar antes la ima­gen pública del autor que su propuesta.

¿Qué tiene de par­ti­cu­lar la poe­sía de Por­tero? Para empe­zar que es justo lo con­tra­rio de los demé­ri­tos ante­rio­res: cui­dada, rica y fun­cio­nal en su pro­pia naturaleza.

La pró­xima tor­menta está divi­dido en dos par­tes, no tanto por capri­cho sino como una nece­si­dad de arti­cu­lar la temá­tica del libro en dos for­mas de repre­sen­tarse: la pri­mera la del loco sabio, el ere­mita que acusa; la segunda la del bardo des­nudo, el autor ante el espejo del tiempo.

La pri­mera parte, Eros o Neo-Mitología, gira en torno a la idea de Apo­ca­lip­sis, de fin de los tiem­pos, de adver­ten­cia de que el mundo que cono­ci­mos se ha ter­mi­nado para engen­drar algo mucho peor y lo ha hecho, posi­ble­mente, con nues­tra com­pla­cen­cia. Las alu­sio­nes a la mito­lo­gía clá­sica, la del Cre­ciente Fér­til y la ico­no­gra­fía medie­val son cons­tan­tes, pero no exclu­yen­tes. Fun­cio­nan en capas: para el lec­tor no ver­sado serán nom­bres con nue­vas sono­ri­da­des que pro­ta­go­ni­zan o dan cabida a la narra­ción; para el cono­ce­dor apor­ta­rán, ade­más, un juego sim­bó­lico que hará mucho más intere­sante el texto.

Este fin de época no coge al cro­nista con la guar­dia baja; al con­tra­rio: nos habla de la resis­ten­cia heroica, aque­lla que, aun anti­ci­pando la derrota, cons­ciente del desen­lace, no evita enfren­tarse al mismo. Este com­bate se librará con una única arma a nues­tro favor, la pasión irre­me­dia­ble en lo que se cree. Mien­tras que el resto huyen a escon­derse bajo la cama o jue­gan des­preo­cu­pa­dos sin (que­rer) adver­tir la oscu­ri­dad que se cierne, la voz que nos habla baila, ama o grita, pero nunca implora; mien­tras que las colum­nas del tem­plo se derrum­ban y los meta­les se lle­nan de herrum­bre, aún hay tiempo para espe­rar el final exhor­tán­dolo con la arro­gan­cia exqui­sita de Byron o la furia reser­vada de Georg Trakl:

Desde el acan­ti­lado de mi vida. / Per­ma­nezco. /Cuidando de niños cor­nu­dos y rojos / Cui­dando de que sus des­con­tro­la­dos bai­les sola­res / No les hagan pre­ci­pi­tarse al abismo. / Mi naci­miento lo marca un astro­la­bio indes­ci­fra­ble / Y mi muerte te corres­ponde por dere­cho señalarla.

(Frag­mento de “Estro­fas tris­tes para danzar”.)
 

La segunda parte, Psi­que o De Pro­fun­dis, aun com­par­tiendo los refe­ren­tes esté­ti­cos de la pri­mera, y tras haber­nos agi­tado e incre­pado desde el borde del acan­ti­lado, cam­bia de regis­tro hacia una dura intros­pec­ción per­so­nal: aque­lla que se pro­duce en un autor –y tam­bién en su per­sona– cuando las fuer­zas fla­quean y la con­fianza en uno mismo se res­que­braja por el duro deve­nir diario.

Escri­bir implica un des­gaste per­so­nal de pri­mer orden, sobre todo si se rea­liza como una acti­vi­dad sin­cera en la que se da todo sin con­tem­pla­cio­nes. Escri­bir es tam­bién un pri­vi­le­gio, o más bien lo es poder vivir de ello. Quien se enfrenta a sus fan­tas­mas, frus­tra­cio­nes y mie­dos nece­sita valor para hacerlo; quien lo hace ade­más desde la esca­sez mate­rial y el can­san­cio de lle­var una doble vida asa­la­riada, un seguro con­tra la demencia.

Nos encon­tra­mos en esta segunda parte al joro­bado, al muti­lado en la bata­lla, al que baja las per­sia­nas y observa su figura sin nin­guna con­des­cen­den­cia; al que inter­pela a la foto­gra­fía del autor admi­rado para que admita, de una vez por todas, que nunca se nos otor­gará la con­di­ción de estirpe reco­no­cida. Surge el vacío del tiempo, la ausen­cia de aplauso –nues­tro nom­bre no pasará nunca a la his­to­ria– pero lo que duele, o lo que importa, es dudar si aún somos capa­ces de poder escri­bir ver­sos que conmuevan.

Tras esta espi­ral de dudas, de dolor a pecho des­cu­bierto, queda por el con­tra­rio aún espe­ranza, o más bien la cer­teza que el autor reivin­dica como un prin­ci­pio catár­tico: sólo se puede escri­bir desde la sin­ce­ri­dad de quie­nes ver­da­de­ra­mente somos, sin impor­tar resul­ta­dos de ven­tas, ads­crip­ción a modas o cual­quier otro oportunismo.

De per­der, parece decir­nos, hagá­moslo al menos siendo noso­tros: con dig­ni­dad,  ele­gan­cia y sinceridad:

 A menudo el mundo me hace tem­blar, / me ate­rra la frial­dad, / las men­ti­ras inten­cio­na­das, / la mal­dad sin mati­ces, / la cruel­dad de la mate­ria gris que cubre las calles, / la nada coti­diana, / el silen­cio ensor­de­ce­dor de cada día, / mi pro­pia imagen.

 (Frag­mento de “Algo que declarar”.)

 

DANIEL BERNABÉ

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