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Manuel Alcántara: la verdad y otras dudas

Último representante de aquel género que fundara su amigo González-Ruano, Manuel Alcántara es, con 90 años recién cumplidos, el articulista más veterano y más leído de la prensa española. Por FERNANDO PALMERO

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“Me molesta que me digan que soy el decano de los colum­nis­tas, por­que el de decano es un título que no se merece. Se parece al de már­tir, y para ser un már­tir no hace falta más que te maten. Tú no pones nada de tu parte. Para lle­gar a ser el decano lo único que hace falta es vivir mucho tiempo”. Me dijo una amiga que esa acti­tud le recor­daba al Marco Aure­lio de las Medi­ta­cio­nes, que no pon­de­raba tanto la vejez como la sabi­du­ría y la inte­li­gen­cia. De qué sirve enve­je­cer, escri­bía el empe­ra­dor filó­sofo en el ter­cero de sus libros, si le falta a uno “la facul­tad de dis­po­ner de sí mismo”. Y luego, leyendo algu­nos de los estu­dios que se han publi­cado sobre la obra de Manuel Alcán­tara, des­cu­bro que no son pocos los que han cali­fi­cado de estoica su acti­tud y su escri­tura, que “se des­liza sobre cierto sene­quismo macha­diano”, como sen­ten­cia Teo­doro León Gross, que es quien más lo ha estu­diado y mejor lo conoce.

No hay muchos perio­dis­tas que pue­dan pre­su­mir de tener el Cavia, el Ruano y el Luca de Tena de perio­dismo. Hay quien te ha com­pa­rado con Larra.
Bueno, eso es una exa­ge­ra­ción de Teo­doro León Gross, que sin embargo inventa una cosa sobre mí que luego le han copiado: la “per­sua­sión inge­niosa”, dice. Yo sé que no todo es para reírse pero creo en la efi­ca­cia de la burla más que en la del insulto directo, como ocu­rre ahora con tanta fre­cuen­cia en la prensa. Yo lo he mirado todo a tra­vés de mis artícu­los con iro­nía y con piedad.

¿Tie­nes la sen­sa­ción de que lo mejor de tu obra, como decía Gon­zá­lez Ruano de la suya, se ha ido dise­mi­nando por pági­nas que han ser­vido luego para envol­ver unos zapa­tos o que, como escri­bió Umbral, “un colum­nista no es sino un hom­bre que se lleva flo­res a sí mismo todos los días, pues sabe que pri­mero –en seguida– morirá su columna, y luego morirá él, si antes no muere su memo­ria”?
Sí, pero no lo lamento, por­que yo entiendo la pro­fe­sión (pro­fe­sión viene de fe) como un car­pin­tero, yo hago una mesa y me pongo muy con­tento si esa mesa sirve para que alguien ponga un vaso. No creo en la pos­te­ri­dad. Un escri­tor fran­cés dijo: “por qué voy a hacer algo por pasar a la pos­te­ri­dad si la pos­te­ri­dad no ha hecho nunca nada por mí”. A mí me parece muy sim­ple el señor que lo que quiere es dejar su nom­bre para las futu­ras gene­ra­cio­nes, nadie deja nada, se extin­guirá su memo­ria, a menos que sea Goethe o Cer­van­tes. “Sólo lo fugi­tivo per­ma­nece y dura”, ter­mina un verso de Que­vedo, al que se cita mal reite­ra­da­mente. No es un enco­mio del perio­dismo, es una queja: hasta dónde hemos lle­gado, quiere decir Que­vedo, que se hunde lo sus­tan­cial y sólo lo fugi­tivo per­ma­nece. En la memo­ria inme­diata sí creo, que te recuer­den algu­nos ami­gos. Mira…

…Y me lleva a un pasi­llo repleto de foto­gra­fías, de momen­tos inten­sos con sus ami­gos, Garci, por supuesto, por sus pró­lo­gos mutuos y pasio­nes com­par­ti­das durante tan­tos años, César (“es el máximo, él inventó el género y todos hemos apren­dido de él”), Luis Rosa­les, Rafael Pena­gos, Gala, Glo­ria Fuer­tes, Tono (“un humo­rista y por lo tanto, un meta­fí­sico”), Pemán, el ins­tante de cuando coin­ci­dió con Bor­ges, las cue­vas del Gijón, Umbral (“yo lo conocí cuando aún no estaba dis­fra­zado de Paco Umbral, no lle­vaba bufanda y era un mucha­cho nor­mal. Creo que ha sido el mejor de todos noso­tros”), Cela, Min­gote (“mira, ese es uno de sus dibu­jos hechos con café con leche”), Hie­rro o Gerardo Diego, que es el que dio la defi­ni­ción sobre el “ofi­cio de ver” (“que dijo Gón­gora”, apos­ti­lla) que más le gusta, por­que es el suyo, por­que era el de Ruano: “El perio­dista es un sal­va­dor de ins­tan­tes y un can­tor de lo coti­diano”. Como ya le había con­tado a José Luis Peñalva (La vida a tra­gos, 2009) lo triste que es eso de ser el decano de los colum­nis­tas espa­ño­les, pre­fiero no recor­darle que sus artícu­los, más de 20.000, lle­van ya 60 años apa­re­ciendo inin­te­rrum­pi­da­mente en la prensa, pero ense­guida, des­pués de ser­vir un Larios con tónica, con el mar de su infan­cia que vemos cal­mado y frío en este prin­ci­pio de pri­ma­vera en el Rin­cón de la Vic­to­ria, me dice: “Te des­cui­das y resulta que a los ochenta y muchos años eres el mayor de todos, sólo en edad, no en saber y en gobierno”. Hay modes­tia, claro, en sus pala­bras. Cual­quiera que lea su columna dia­ria en la última página de alguno de los dia­rios del grupo Vocento, (El Norte de Cas­ti­lla, el Ideal de Gra­nada, El Correo de Bil­bao, el Sur de Málaga, El Comer­cio de Gijón…) reco­no­cerá toda­vía al colum­nista del Arriba de Gar­cía Serrano (“Alcán­tara es la cor­tina libe­ral de Arriba”, dijo Fer­nán­dez Miranda), de Pue­blo, de Ya, de Época, aquel que nunca dejó de estar entre los gran­des, entre Gómez de la Serna, Camp­many, Anson o Emi­lio Romero, o al que inventó en España el nuevo perio­dismo con sus cró­ni­cas de boxeo en Marca. O al que pro­logó magis­tral­mente las memo­rias de su amigo Gon­zá­lez Ruano.

¿Y las tuyas?
Lo he pen­sado, pero ten­dría que poner la ver­dad para diver­tirme y eso es muy difí­cil. La ver­dad y otras dudas, tituló su libro un poeta anda­luz. No las haré nunca, y eso que yo tengo buena memo­ria. Mucha gente las escribe para con­fe­sar su vida par­cial­mente y defen­derla o como ven­ganza con­tra muchos con­tem­po­rá­neos. Nin­guno de los dos géne­ros me seduce. Sobre todo, que a mí me gusta tra­ba­jar lo justo. Yo he escrito muchos artícu­los pero muchas veces me he defi­nido como un tra­ba­ja­dor fati­ga­ble, que es todo lo con­tra­rio de lo que dicen de mucha gente, como de Gal­dós, su ingente labor. Yo hubiera pre­fe­rido ser, no ya Mon­te­rroso, pero sí Juan Rulfo, por ejem­plo, que escribe sólo dos libri­tos muy cor­tos. Siem­pre he hecho cosas que pueda empe­zar y aca­bar en el mismo día, un poema, un soneto, un artículo. Igna­cio Alde­coa, que fue muy amigo mío, me decía que la pri­mera cua­li­dad para ser un nove­lista es tener culo, o sea que hay que sen­tarse muchas horas todos los días y tener un pro­grama. Eso a mí me horroriza.

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Manuel Alcán­tara (Málaga, 1928) tiene la biblio­teca repar­tida entre su casa de Madrid, a la que vuelve a menudo, la Fun­da­ción que lleva su nom­bre en Málaga y su casa del Rin­cón de la Vic­to­ria, junto al túnel del viejo tran­vía que reco­rría toda la costa. Aún, cuenta con nos­tal­gia, puede recor­dar al niño que fue cogiendo el tran­vía de vuelta y chu­pán­dose las manos por­que le gus­taba el sabor del sali­tre. Las estan­te­rías están lle­nas de recuer­dos y de búhos, que los colec­ciona com­pul­si­va­mente por­que son, dice, seres que como a él les gusta la noche. Cono­ci­das son sus cos­tum­bres (nunca se levanta antes del medio­día), here­da­das de cuando, tras espe­rar al moto­rista de la cen­sura que traía el nihil obs­tat de su artículo, se iba con sus com­pa­ñe­ros de “gene­ra­ción etí­lica” a apu­rar las madru­ga­das reco­rriendo los bares de la capi­tal. “El que bebe sin motivo, algún motivo ten­drá”, dice que leyó una vez en La Codor­niz. “Aun­que el rey es el dry mar­tini, yo soy muy ecléc­tico, a mí me gusta hasta una copa de Anís del Mono”. Y mien­tras nos sirve otro Larios con tónica hus­mea­mos entre las estan­te­rías: Obras Com­ple­tas de Azaña, de Cer­nuda, de Bor­ges, de Miguel Her­nán­dez, de Que­vedo, de Machado, Azo­rín, su amigo Euge­nio Mon­tes, Camba, Valle-Inclán… “Yo hago algo nece­sa­rio cuando tie­nes algu­nos miles de libros, que es poner­los por orden alfa­bé­tico, pero se me jun­tan, por ejem­plo, Séneca con Sime­non. He leído muy des­or­de­na­da­mente, aun­que es la pasión más dura­dera que he tenido, la de la lec­tura, te acom­paña toda la vida. Me gusta mucho más leer que escri­bir. En mi caso fue mucho antes la lite­ra­tura que el perio­dismo, mi ver­da­dera voca­ción fue la poe­sía, pero fíjate que nadie te con­cede que pue­das hacer dis­cre­ta­mente bien las dos cosas, los poe­tas dicen que soy un exce­lente arti­cu­lista, y los arti­cu­lis­tas dicen que soy un mag­ní­fico poeta. Pero mucho me temo que la poe­sía es un pri­mer des­cu­bri­miento del mundo. Tengo poe­mas toda­vía guar­da­dos; antes de cas­car qui­siera publi­car un libro de ver­sos iné­di­tos que tengo en el taller de repa­ra­cio­nes”.

Has publi­cado bas­tante poe­sía, has ganado el Nacio­nal de Lite­ra­tura con ‘Ciu­dad de enton­ces’ (1963), Mayte Mar­tín ha musi­cado algu­nos de tus poe­mas en un disco con­mo­ve­dor… ¿cuá­les son tus refe­ren­tes?
Des­gra­cia­da­mente, a mí me han pri­vado de mucha gente que habrían sido mis maes­tros inme­dia­tos y mis ami­gos y que no nos deja­ron des­cu­brir hasta muy tarde. Y no lo digo como repro­che a un tiempo, yo nunca he sido un disi­dente, soy agnós­tico tam­bién en polí­tica y sabía que los ciclos his­tó­ri­cos duran y que enton­ces tenía­mos para rato, pero por mi edad tenía dere­cho a haber­los cono­cido a todos, a los her­ma­nos Machado, a Luis Cer­nuda… y lo único que me deja­ron fue a Gerardo Diego y más tar­día­mente a Luis Rosa­les. Ten en cuenta que mi pri­mer libro, en el año cata­pún, Manera de silen­cio, cuando no se podía hablar de Cer­nuda, incluye una cita de él. Y al día siguiente de morir, el mío fue el único artículo que salió en la prensa espa­ñola, tuve que con­vence al direc­tor de Ya, que lo con­fun­día con Neruda. Ese es un comu­nista, decía. “¡Cuánto penar para morirse uno!”, acaba un soneto Miguel Her­nán­dez, ¿te acuer­das?: “Umbrío por la pena, casi bruno, / por­que la pena tizna cuando esta­lla, / donde yo no me hallo no se halla / hom­bre más ape­nado que nin­guno”. Yo hice bue­nas migas con Pablo Neruda por vía etí­lica. En una cena en su casa me dio a pro­bar unos vinos chi­le­nos y al pare­cer acerté, le caí sim­pá­tico, pero luego me hizo la pre­gunta más difí­cil que me han hecho nunca. Fíjate, hablaba sus­pi­rando, Fede­rico era mi her­mano y me lo mata­ron. Miguel era mi hijo, me lo mata­ron: ¿qué se puede pen­sar de un país que mata a sus poe­tas? No supe responderle.

¿Por qué crees que hay en tu poe­sía tanta pre­sen­cia de la muerte?
Yo era muy niño cuando murió mi abuelo, por el que no tenía un espe­cial cariño, estaba ya muy viejo, siem­pre en un sillón y casi no hablaba, y se pre­sen­ta­ron en mi casa, por­que antes la gente nacía y moría en su casa, los reve­ren­dos padres agus­ti­nos de mi cole­gio, que eran gene­ral­mente ágra­fos, los reclu­ta­ban a lazo en tie­rras de Cas­ti­lla, y dije­ron, que venga el niño, y me obli­ga­ron a rezar un padre­nues­tro ante el cadá­ver, rodeado de veci­nos. No lo recuerdo con dolor, sino por la ver­güenza que me dio, me hizo ponerme de rodi­llas para dar ejem­plo. La obse­sión por la muerte es muy espa­ñola. Agus­tín de Foxá decía: “Si la muerte tuviera nacio­na­li­dad, sería espa­ñola”. Pero morirse es lo más gordo que nos pasa y acos­tum­brarse a la nada, al no ser, es muy difí­cil. Yo no le tengo miedo a la muerte y como no soy un cre­yente, diga­mos, sólo espero o la mise­ri­cor­dia o la nada, y nin­guna de las dos cosas me des­agrada. Hay unos ver­sos de don Anto­nio Machado, que dicen: “Dijo Dios: Brote la Nada. / Y alzó su mano dere­cha / hasta ocul­tar su mirada. / Y quedó la Nada hecha”. Es una con­tra­dic­ción, claro.

Se oscu­rece la tarde en el Rin­cón de la Vic­to­ria y Manuel Alcán­tara con­ti­núa hablando de poe­sía, de la “oscu­ri­dad volun­ta­ria” de los nue­vos poe­tas, que no hacen caso a Juan Ramón y su exi­gen­cia de “trans­pa­ren­cia”, de su gene­ra­ción poé­tica, la de los niños de gue­rra, la de Caba­llero Bonald y Fer­nando Qui­ño­nes, de Clau­dio Rodrí­guez, “el último de los gran­des”, de Pemán y Ridruejo, dos gran­des ora­do­res, pero no como Cas­sius Clay, el mejor ora­dor, dice, y recuerda su inter­ven­ción tras el com­bate con­tra Cle­ve­land Williams, que cubrió para Marca, desde la pri­mera fila, “donde sal­pi­caba la san­gre”… Y salgo de su casa vol­viendo la cara hacia el bal­cón, desde donde se des­pide, y recuerdo su poema en la voz de Mayte Mar­tín: “No pen­sar nunca en la muerte / y dejar irse las tar­des / mirando cómo atar­dece. / Ver toda la mar enfrente / y no estar triste por nada / mien­tras el sol se arre­piente. / Y morirme de repente / el día menos pen­sado. / Ese en el que pienso siempre”.

FERNANDO PALMERO 

Una ver­sión de este artículo fue publi­cada en el número de mayo de 2013, 242, de la Revista LEER

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