“¡Oh, desdichada España! ¡Revuelto he mil veces en la memoria tus antigüedades y anales, y no he hallado por qué causa seas digna de tan porfiada persecución! Sólo cuando veo que eres madre de tales hijos, me parece que ellos, porque los criaste, y los extraños, porque ven que los consientes, tienen razón de decir mal de ti…”
Francisco de Quevedo, ‘España defendida’ (1609)
El pasado 1 de octubre tuvo lugar en Cataluña el más extraordinario golpe propagandístico perpetrado recientemente contra una nación europea. Los ideólogos del proceso separatista catalán consiguieron llevar a su adversario, el Gobierno español, a un callejón sin salida. La celebración del simulacro de referéndum acabó como pretendían sus organizadores: propiciando una estampa de represión diseñada para conmocionar espectadores, una espesa cortina de humo que ocultaba los hechos políticos ciertos que unas semanas después serían objeto de actuación judicial.
La idea de un Estado que reprime con violencia a ciudadanos empeñados en ejercer su legítimo derecho a votar quedó fijada contra todo razonamiento. Los diseñadores del operativo consiguieron internacionalizar el conflicto en las coordenadas deseadas, y de paso que muchos ciudadanos del resto de España asumieran la vergüenza por la supuesta represión gubernamental.
Pero la dichosa internacionalización no operó de la manera unívoca que esperaban los ideólogos de la secesión. Muchos medios y analistas, algunos de los cuales habían llegado a comprar la mercancía de los hiperactivos y voluntariosos portavoces del procés, se tomaron la molestia de someter los hechos a un escrutinio minucioso y, vírgenes de contaminación de la neolengua nacionalista, empezaron a desacreditar sus argumentos. Las sobreactuaciones bordeando la comicidad de algunos protagonistas y el férreo respaldo de la Unión Europea a España terminaron de devaluar el movimiento. La propuesta desde Bruselas del huído expresident de la Generalitat de votar la salida de Cataluña de la UE, poniendo del lado euroescéptico un partido que lleva la palabra “Europeo” en su marca, fue el penúltimo episodio del esperpento.
Ese punto de vista extranjero y lúcido ha motivado que muchos españoles hasta entonces inhibidos, acomplejados o comprensivos incluso con las ideas nacionalistas se hayan animado a abandonar la muy mentada en los últimos meses equidistancia. Artículos de minucioso esclarecimiento, como el del combativo escritor francés Robert Redeker en Le Figaro explicando a los lectores franceses por qué “la derrota mediática de Rajoy lo era también de la razón”, circularon por España como literatura científica que revelara una verdad hasta entonces oculta.
En ese mismo artículo, Redeker señalaba la identificación de la España de hoy con el franquismo subyacente en el discurso independentista. La dictadura, última encarnación de la mala fama española, se había activado en la memoria colectiva europea para interpretar los procelosos sucesos catalanes.
Obsesión secular
Un puñado de españoles difundiendo un discurso interesadamente denigratorio contra la nación; medios y agentes foráneos dando difusión a dicho discurso y haciendo una lectura capciosa de los acontecimientos; en nuestro país, exagerada dependencia de la opinión extranjera, y rabia, vergüenza y frustración por las interpretaciones sesgadas o interesadas de los hechos en un momento de aguda crisis interna. Encontramos de repente, condensados en un mismo retablo, la mayoría de indicios tradicionalmente vinculados a un fenómeno, a una obsesión secular española como es la llamada Leyenda Negra, y coincidiendo además con un rebrote del tema en forma de novedades bibliográficas, un siglo después de que Julián Juderías formalizara el concepto en la obra titulada, precisamente, La Leyenda Negra y la verdad histórica: desde el exitoso libro de Elvira Roca Barea, Imperiofobia y Leyenda Negra (Siruela, 2016), que quizá ha dado el pistoletazo de salida a este renovado interés por el tema, a En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras de Stanley Payne, último Premio Espasa.
Lo ve claro Ricardo García Cárcel, uno de los historiadores que más y mejor han escrito sobre la cuestión y sus repercusiones, y que en su último libro, El demonio del Sur (Cátedra), aborda la Leyenda Negra en torno a uno de sus objetivos iniciales, Felipe II. “Curiosamente, ahora, cuando hace un siglo de la publicación de la obra de Juderías, parece lanzarse una ofensiva de rearme del concepto de Leyenda Negra, dentro de un escenario político de renovadas inquietudes ante el problema de España causadas, entre otros motivos, por los espasmos nacionalistas periféricos”, señala en el prólogo. En una entrevista reciente, Elvira Roca Barea interpretaba el asunto catalán como actualización de la Leyenda Negra: “Ese relato vicioso de la Historia de España ha sido una de las fuentes de alimentación de este tipo de nacionalismo periférico que si es algo, es antiespañol. Porque España es el compendio de todos los horrores, y ellos las víctimas que se quieren liberar”.
¿Pero qué es realmente la Leyenda Negra? ¿Por qué España puede presumir, como señaló Julián Marías, de algo tan “sumamente original” que se entiende universalmente como un fenómeno español? Lean si no nos creen la definición que de la expresión Black Legend da la Enciclopedia Británica: “Término que expresa una imagen desfavorable de España y los españoles, acusándolos de crueldad e intolerancia, predominante en el pasado en la obra de numerosos historiadores extranjeros, particularmente protestantes. Inicialmente asociado con la España del siglo XVI y las políticas antiprotestantes de Felipe II, el término fue popularizado por el historiador español Julián Juderías en su libro homónimo”.
La definición de Juderías, que recogió un término que ya circulaba previamente, documentado por primera vez de boca de Emilia Pardo Bazán, es algo más prolija. “Por Leyenda Negra entendemos el ambiente creado por los fantásticos relatos que acerca de nuestra patria han visto la luz pública en casi todos los países; las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y como colectividad; la negación, o por lo menos la ignorancia sistemática de cuanto nos es favorable y honroso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte; las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado contra España, fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad, y, finalmente, la afirmación contenida en libros al parecer respetables y verídicos y muchas veces reproducida, comentada y ampliada en la prensa extranjera, de que nuestra patria constituye, desde el punto de vista de la tolerancia, de la cultura y del progreso político, una excepción lamentable dentro del grupo de naciones europeas”. Una inclinación alevosa y recalcitrante, que imagina una España eternamente “inquisitorial, ignorante, fanática”, inculta, “dispuesta siempre a las represiones violentas, enemiga del progreso y de las innovaciones”, desde tiempos de la Reforma y que “no ha dejado de utilizarse en contra nuestra desde entonces, y más especialmente en momentos críticos de nuestra vida nacional”.
¿Por qué esa persistencia? ¿Qué extraña cualidad tenían las semillas que plantaron Antonio Pérez y fray Bartolomé de las Casas para que su frutos se hayan sobrepuesto de tal manera al paso del tiempo y hayan distraído la atención de los desmanes de otros imperialismos, y aún peor, de los más crueles colonialismos europeos?
No es sencillo dar una respuesta factual, ni siquiera para quienes se han metido de lleno en la materia, aunque quizá pueda hallarse un principio de la misma en la propia definición de Juderías –cuando habla de “excepción” y su uso en “momentos críticos” de nuestra historia–, y llegaremos a ello al final de este artículo. Lo cierto es que muchos han sido los autores empeñados primero en refutar los mitos consagrados por la Leyenda Negra, y una vez cumplida esa labor en explicar las causas de su formación y vigencia. Cuando parecía un asunto superado, curiosamente, hoy las novedades vuelven al primer movimiento refutatorio, o en el caso más interesante de Roca Barea a cruzar el caso español con otros fenómenos de imperiofobia, combatiendo de paso, aunque sólo a medias, el malicioso virus de la excepcionalidad española.
Coleccionando enemigos
Uno de los autores que analizaron con más tino y minuciosidad este sombrío acervo en torno a nuestro país fue Julián Marías. En España inteligible (1985) estableció tres condiciones necesarias y coincidentes para que una construcción dialéctica de la envergadura de la Leyenda Negra se materializase: que el país objeto de calumnia sea “importante”, imprescindible en el concurso internacional; “que exista una secreta admiración, envidiosa y no confesada, por ese país”; y “una organización”, una concertación de voluntades denigratorias simultáneas o sucesivas. Marías ve en la insolencia de la España imperial y expansiva recién unificada, que parece necesitar empresas desmesuradas en las que proyectar las energías sobrantes de la Reconquista, motivo original de la importancia y del recelo. La propia vocación hegemónica de la monarquía hispánica fomentará la concertación derogatoria desde Italia, foco original donde ya la presencia aragonesa levantó ampollas y se fraguará la fama de arrogantes, déspotas y groseros de unos españoles sospechosos además de estar contaminados de sangre judía –un detalle muy mal visto en la tierra que inventó el gueto– a la Europa septentrional y en trance de Reforma, donde la España católica coleccionará antagonistas.
A apoyar esa convergencia de intereses creados llegó un libro que ha sido históricamente considerado clave en la construcción de la Leyenda Negra. Tras su publicación en Sevilla en 1552 y circular libremente por España, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas fue rápidamente traducido al holandés, el francés, el inglés, el italiano, el alemán e incluso el latín, iluminado con los fantasiosos grabados del también editor Theodor de Bry –impresor asimismo de la no menos derogatoria Historia del Nuevo Mundo del comerciante milanés Girolamo Benzoni, o Jerónimo Benzón para sus amigos españoles–. Todavía hoy el relato tremendista de Las Casas, encomendero antes que fraile, sostiene en América su condición de héroe y precursor de los derechos nativos, aunque su vida y su obra haya sido sometida a concienzuda crítica académica en España y Estados Unidos. Pero su desfigurado retrato de la realidad hispanoamericana, lleno de exageraciones ideadas para conmocionar la sensibilidad de la monarquía católica, dio una preciada y definitiva munición a los adversarios de la corona. Quizá por sus cualidades fabulosas, el relato lascasiano se consolidó en el imaginario colectivo y ha resistido de siglo en siglo.
La leyenda ya estaba en marcha y, “por su propia inercia, estaba destinada a crecer y prosperar”, apunta Marías. En adelante, cada agraviado por los intereses españoles, en casi cualquier contexto, tenía “ya prefabricado el vehículo para dar cauce y cumplimiento a su hostilidad o rencor”. Un mecanismo que hemos identificado más arriba en las graves y recientes jornadas catalanas.
Se asoma aquí la peculiaridad negrolegendaria: esa obstinada vigencia que sobrevive al propio imperio español hasta nuestros días, sin que las crueldades coloniales del resto de potencias europeas ni sus fenómenos de intolerancia religiosa hayan generado relatos equivalentes. Y que sólo se explica por la interiorización de la misma por parte de los españoles que ya advierte Marías, abonando el discurso de la decadencia, el fracaso y la excepcionalidad que ha marcado nuestro pensamiento. La Leyenda Negra introduce la “vacilación” en nuestra vida política e intelectual y mata la frescura y la “espontaneidad”. Un aspecto en cuyas investigaciones ha hecho hincapié García Cárcel.
Contagiados e indignados
Marías fija tres actitudes verificables ante la Leyenda Negra, y que de algún modo determinan la forma de ser español. Están en primer lugar los contagiados por ella, “los que han creído en su verdad o, por lo menos han quedado afectados por graves dudas, persuadidos, tal vez a medias, de su justificación”, y que por ello viven “en estado de depresión histórica”, denigrando el país y su realidad. Están en segundo lugar los indignados, de signo bien distinto a los de las plazas del 15-M; aquellos que se revuelven, que rechazan la crítica “de manera absoluta y sin matices”, “defensores a ultranza de lo bueno y de lo malo” de España hasta terminar siendo “despreciadores de lo ajeno”, que sobreactúan y exageran la simbología y los atributos de la nación hasta hacerlos ridículos. Y entre ambas actitudes estarían los pocos españoles libres frente al tópico, “abiertos a la verdad”.
¿Prefigura la Leyenda Negra las dos Españas eternamente contendientes, así como esa tercera minoritaria incapaz de imponerse para deshacer el antagonismo? “Nada ha sido más perturbador para la historia española de los últimos cuatro siglos”; sostiene Marías, antes de lamentar que cuando en el primer tercio del XX España parecía en vías de superar esta dialéctica enfermiza, la Guerra Civil la volvió a consagrar con nuevos argumentos.
“La Leyenda Negra no puede entenderse, desde luego, sin la capacidad propagandística de la opinión protestante, pero tampoco sin la erosión del sistema desde dentro de determinadas élites intelectuales que nunca se identificaron plenamente con el nacionalcatolicismo identitario”, explica García Cárcel en El demonio del Sur, antes de rastrear las implicaciones internas de la Leyenda Negra en los debates nacionales. Alimentando primero el discurso de la decadencia de los arbitristas y después de los liberales, que importarán los argumentos del fanatismo y la intolerancia religiosa como causas del retraso español. Eso cristalizará en la visión de nuestra historia como una sucesión de fracasos, particularmente, en el XIX, de la burguesía como clase y del estado en el proceso de nacionalización del país. Análisis que tiene también su componente mítico: son procesos débiles si se comparan con otros países, pero no necesariamente fallidos. Esta dialéctica derivará en el debate finisecular hacia la disyuntiva entre casticismo y europeísmo, condicionará el discurso regeneracionista y a partir del 98 la expresión literaria del Desastre.
Y andando el tiempo llegamos al punto en el que hoy nos encontramos, todavía bajo los efectos de la traumática cesura franquista. La dictadura autoritaria y nacionalcatólica aparece como la última gran encarnación de la Leyenda Negra. Si históricamente “el miedo a la etiqueta de ser de derechas” ha hecho “estragos en la conciencia nacional”, constata García Cárcel, no menos dañina ha sido la “identificación del nacionalismo español con el franquismo”. Lo expresaba hace unas semanas Gabriel Albiac entrevistado por Fernando Palmero en el diario El Mundo: «El triunfo más espantoso y más perenne del franquismo es que cada uno de nosotros tiene que hacer un esfuerzo para decir España sin temer estar diciendo franquismo”.
La cuestión latente de la Leyenda Negra y sus consecuencias permanece viva, aunque haya mutado. Porque “sigue vigente su punto de partida: el complejo de inferioridad”, un “complicado lastre de inseguridades e inhibiciones”, en formulación de nuevo de García Cárcel, que concluye: “Se ha avanzado poco en la autoestima nacional. Vivimos una nueva crisis de nuestra conciencia nacional, con la misma ansiedad regeneracionista de los tiempos de Juderías”.
El apotegma de Quevedo citado al principio de este artículo daba pues en el clavo. La Leyenda Negra y sus peores consecuencias sólo han sido posibles con el activo concurso de los españoles.
BORJA MARTÍNEZ
‘Indignado’ Juderías
En 2018 se cumple el centenario del fallecimiento de Julián Juderías. Su figura ha quedado engullida por el éxito de La leyenda negra, publicado originalmente en 1914 pero conocido especialmente a partir de la reedición de 1917, hace ahora 100 años. Luis Español Bouché, responsable de la última edición del libro (La Esfera de los Libros, 2014), se aproximó a su biografía en Leyendas negras: vida y obra de Julián Juderías (Junta de Castilla y León, 2007). Traductor e intérprete para el Ministerio de Estado gracias a su prodigioso don de lenguas, periodista, bibliotecario del Ateneo de Madrid, Juderías combinó el interés por la historia y la sociología. Fue autor de numerosos artículos sobre las condiciones de vida de la clase obrera. En su ánimo regeneracionista se topó con las falsificaciones de la historia que habían desacreditado a España y dificultado su encaje en Europa y se propuso refutarlas. Su discurso indignado adolece de un victimismo que traslada la culpa de los males nacionales a los demás y que transmitirá a toda la literatura deudora de su hallazgo. No es casual que la idea de Leyenda Negra aflore en momentos de crisis o de necesidad de afirmación nacional; que la buena fortuna editorial del libro comenzara en un año nefasto para España como 1917, o que en 1954, recién firmados los decisivos acuerdos con EEUU, en vísperas del ingreso en la ONU y con el país apelando por última vez a la retórica de los años el aislamiento a propósito de la visita de Isabel II a Gibraltar, apareciera una nueva edición con prólogo de un Areilza a punto de marchar a Washington como embajador de España.
Ilustración de cabecera: Grupo de indígenas capturado por los occidentales. Grabado de Theodor de Bry para la ‘Historia de las Indias’ de Girolamo Benzoni (1594). / Rijksmuseum
Una versión de este artículo aparece publicada en el número 288, Extra de Navidad Diciembre 2017 — Enero 2018, de la Revista LEER.