El bosque atlántico de Gustavo Bueno es ahora, también, el bosque sagrado de Llanes, porque esa es la etimología más probable de Niembro, como le contó a Marvin Harris en el verano del 85, nemus, nemoris, dice, bosque consagrado a alguna divinidad que remite al lago Nemis, en los montes albanos, donde había un templo dedicado a la diosa romana Diana, la Artemisa griega, y que por eso le llamaban Diana Nemorensis, y así se llamarían también los habitantes del lugar, nemorenses o niembrenses, y le explicó al sorprendido antropólogo que seguramente donde hoy se alza la iglesia cristiana junto al cementerio marino, debió haber un templo dedicado a Diana Cazadora, y en recuerdo de aquel derruido templo a la divinidad, fuese o no la historia verdadera, sus hijos le regalaron una figura de la diosa, con las flechas y el arco, como se suponía que iba también la arquera Artemisa cuando salía a cazar con su hermano Apolo, y desde entonces está ahí la diosa, que no es de mármol, pero está adornada con una pátina de moho por la humedad que lo disimula, y que tampoco está en un bosque mediterráneo sino en uno atlántico, entre gigantescos helechos mexicanos que uno de sus hijos, Álvaro, conservador de las colecciones botánicas del Jardín Atlántico de Gijón, ha trasplantado en Niembro, donde conviven con el boj, con robles y encinas, que muy probablemente crecían hacía siglos en estos cuetos costeros antes de la llegada de los eucaliptos, y paseando por el bosque con los dos filósofos (padre e hijo), creyendo uno que lo hacía por una de esas campiñas que aman los sabios, como decía Diógenes Laercio que decía Epicuro, llegamos al final del camino, a un promontorio en el que hay una reja vieja que parece colocada a modo de púlpito, pero que no es tal, sino que acota un pequeño espacio en cuyo centro hay un banco de piedra sobre el cual, apoyado en una tabla, confiesa Gustavo Bueno que escribió El mito de la cultura, porque en aquel retiro podía refugiarse del calor del verano y del ruido de los veraneantes.
Mi interés de estudiante, como ahora, no era la Filosofía. Yo leía sobre todo a Freud, que se estudiaba en Medicina
Y tras contarnos esto nos lleva a su biblioteca que afortunadamente no es un establo con una vaca descuartizada como nos cuenta que hizo Descartes cuando recibió a unos visitantes que querían ver sus libros, sino que nos conduce a una estancia amplia, bien iluminada y cubierta de librerías de madera del suelo al techo y en el centro, un escritorio alargado con un atril, como ante el que leía San Jerónimo en su celda, tal y como la concibiera el joven Durero en su célebre grabado, aunque no vimos por allí ninguna vanitas, ni ningún león, ni ninguna ternera abierta como las que pintaría luego Francis Bacon en uno de sus retratos de Inocencio X, pero esta anécdota cartesiana de la vaca le sirve para iniciar la conversación y nos muestra un ejemplar de la edición de 1749 (la primera es de doscientos años antes) del Antoniana Margarita:
“Gómez Pereira, un médico y filósofo de Medina del Campo, dice: he escrito este libro y como no sé cómo titularlo, teniendo en cuenta que mi padre se llama Antonio y madre Margarita, lo llamo así por la causa eficiente. Sostiene una tesis revolucionaria, nueva, que el hombre es una máquina y los animales también, y que cuando un perro está mirando u oliendo, no mira, ni huele, decir eso sería un antropomorfismo, porque el perro no siente, es una autómata que cuando recibe un estímulo repite un patrón de comportamiento. Reduce la biología a mecánica o a química. Los argumentos de Gómez Pereira en su ‘teoría del automatismo de las bestias’ tuvieron una influencia extraordinaria, y Descartes lo leyó seguramente pero se lo calló. Esto es materialismo puro, aunque Gómez Pereira partiese de unos principios espiritualistas, porque concibe al hombre como un espíritu puro, ni siquiera como un animal racional, al modo de los escolásticos. Descartes, cuando dice “Pienso luego existo”, está calcando a Gómez Pereira, que había dicho: “Todo el que conoce es. Luego, yo soy”. En el año 52 o 53, con Trujillo Marín, que estaba de profesor en Salamanca, hicimos un laboratorio de psicología y fisiología experimental titulado Gómez Pereira, con un reglamento y todo, era una cosa puramente desiderativa, quiero decir que yo el interés por Gómez Pereira lo he tenido siempre».
¿Qué otras lecturas recuerda de los años que pasa en Salamanca como catedrático de Instituto entre 1949 y 1960?
Sobre todo recuerdo el frío espantoso que hacía en el Colegio Mayor en el que estuve hasta que me casé en el año 53. Poníamos un ladrillo caliente en la habitación porque no teníamos calefacción y allí, como era grande, tenía a un lado las obras que había descubierto yo en Salamanca, los Principia Mathematica de Bertrand Russell y las cosas de Rudolf Carnap y del Círculo de Viena, y al otro lado los libros de Escolástica que la directora de la biblioteca, que era hija del famoso Artigas director de la Biblioteca Menéndez Pelayo, me dejaba llevarme. Igual que cuando entras en una catedral y ves un armónium te pones a tocar a ver cómo suena, cuando vi aquella hilera de infolios en la biblioteca, por pura curiosidad me puse a ver lo que decían, no porque a mí me interesasen, sino a ver qué decían aquellos frailes, y resulta que decían muchas cosas, sutilísimas, y eso me influyó muchísimo y me convertí en un experto. Allí leí Los dones del Espíritu Santo de Juan de Santo Tomás, a los Conimbricenses, los Complutenses, los Salmanticenses… Salamanca fue para mí, sobre todo, conocer la Escolástica. Es más, siempre he creído que lo que debía estudiarse los primeros cursos en las facultades de Filosofía es Escolástica en serio. La Escolástica no es más que la continuación del platonismo de las escuelas griegas y su influencia, por ejemplo en Kant, es total y no digamos en Heidegger. La gran conmoción que provocó en el año 27 cuando publicó Ser y tiempo, fue porque la gente no sabía escolástica y estaban leyendo a un autor que había sido jesuita, que tenía una tesis sobre Duns Scoto y que era un escolástico de arriba abajo.
La Escolástica no es más que la continuación del platonismo de las escuelas griegas. Su influencia en Kant es total, y no digamos en Heidegger
Ha dicho en alguna ocasión que en Salamanca concibió la Teoría del Cierre Categorial, ¿fue leyendo a los autores del Círculo de Viena?
No. En el colegio mayor había muchos catedráticos de Medicina, de esos que estaban allí un par de años y luego se marchaban, y yo iba al laboratorio de fisiología que había en la Facultad antigua de Medicina y tenía la costumbre de estudiar los instrumentos que utilizaban. Y allí es donde se me ocurrió la idea de un conjunto de operaciones que había que mantenerlas dentro de aquel plano sin salirse de él y que cualquier otra operación externa no podía ser introducida. Fue una intuición, una descripción de lo que yo veía en aquellos laboratorios.
Sus primeros libros también fueron de medicina, de la biblioteca de su padre.
Yo estaba destinado a ser médico, toda mi familia lo era, mi padre, que había sido discípulo de Ramón y Cajal, mis abuelos materno y paterno, pero a mí me gustaba la biología, que antes no existía, los biólogos de entonces, empezando por Ochoa, eran todos médicos. Mi padre me llevaba a visitar a los enfermos y a ver las autopsias y eso me entretenía pero yo no quería estar toda la vida viendo enfermos. Mi interés entonces, como ahora, no era la Filosofía, para mí estudiar Filosofía era una cosa administrativa, burocrática, porque lo que yo leía en Zaragoza en esos años, te estoy hablando del 41–42, era sobre todo a Freud, que no se estudiaba en Filosofía, sino en Medicina, e íbamos a la clase de un catedrático de psiquiatría y nos explicaba a Freud, a Jung y a Darwin. En la Facultad de Filosofía había grandes controversias con un cura que tenía un libro que se llamaba Tole Lege y que decía que eso de que el hombre venía del mono eran tonterías. Pero aparte de los de Medicina, los libros que yo leía en casa eran los que mi padre tenía escondidos en un armarito en su despacho de la clínica. Cuando encontré la llave y lo abrí me encontré a Spinoza, Anatole France, sobre todo cosas francesas, y cosas de Darwin. Se los sacaba, los leía y los metía otra vez. Eran libros de la juventud de mi padre cuando estuvo en México.
Esa fue la primera vez que leyó a Spinoza?
Yo tenía un conocimiento muy mundano de Spinoza, para mí era un judío que decía que Moisés no podía haber escrito el Pentateuco, porque ahí se contaba su muerte. Yo iba a misa, claro, tenía que ir por razones sociales. Cuando me marchaba con algunos amigos, mi madre me decía no hagas el ridículo, cosa que entonces me parecía ridícula pero hoy le doy la razón, tú no puedes dejar de ir a misa donde todo el mundo va a misa, porque haces el ridículo. Mucho más tarde, en Salamanca, cuando con mis compañeros, que tampoco iban a misa, discutíamos sobre la libertad humana yo les decía: así como la mariposa caligo cuando ve a un búho extiende sus alas para no ser devorada por los predadores, así nosotros extendemos los brazos en cruz para no ser devorados por los sacerdotes, pero todo esto lo hablábamos en absoluto secreto. El que quiere ser sincero tiene dos opciones, o bien separarse o bien descreérselo y mantener esa doble vida, ahora hay que hacer lo mismo, aunque dicen que estamos en libertad. Pero estaba hablando de Spinoza. Yo iba a misa de 12, a la catedral de Santo Domingo de la Calzada, y allí lo pasaba muy bien, porque me sentaba en los bancos de la nave central, frente a un retablo de Forment y leía el Tratado Teológico-Político que había metido en un devocionario muy ad hoc de mi tía Ángeles, que era muy beata, la típica mujer solterona que tocaba muy bien el piano y que daba mítines de la CEDA. Y el notario del pueblo, que me miraba de reojo y veía latinajos en el libro, le decía luego a mi padre: tu hijo me gusta mucho, va para cura.
Durante una temporada grande, años 40, leí muchas novelas, sobre todo a Thomas Mann, pero luego me aburrí y ahora las aborrezco
¿Las novelas o la poesía no formaron parte de su formación?
En Zaragoza era obligatorio, no sé por qué, en los años 40–42, leer a Dostoievski y a todos los rusos, era una moda entre los estudiantes, no sé cómo surgió, pero cuando estabas hablando en un café o donde fuera, tenías que hablar de Turgeniev y de Raskolnikov, el protagonista de Crimen y Castigo, era como hablar ahora de Rubalcaba, así que durante una temporada grande leí muchas novelas, sobre todo a Thomas Mann, pero luego me aburrí y ahora las aborrezco. Con los libros hay que tener cuidado. Cuando se pondera tanto a Gutenberg habría que ver los libros que publicó en su imprenta, eran mucho peores que los de los escolásticos, la cantidad de majaderías que publicó. En el pergamino y el papiro había que afinar más, porque había que escribir letra por letra, pero cuando las letras las hace la máquina… La imprenta supone, primero, la posibilidad de repetir estupideces y de ponerlas al mismo nivel de lo que no son estupideces. Y eso pasa con las novelas de ahora. Sin embargo, es cierto que me reconcilié con la novela cuando escribí una, que no llegué a publicar, la rompí como he contado alguna vez, pero me sirvió de mucho porque era la primera vez, desde el punto de vista literario, que yo empecé a pensar no en abstracto sino dramáticamente, es decir, poniendo cara a las cosas, y ese fue un cambio muy importante, para bien o para mal, pero cambió radicalmente mi forma de enfocar las cuestiones. De poesía, en tiempos me gustaba mucho leer a los clásicos, las odas de Horacio, a Catulo y a Virgilio. Yo tenía amigos poetas, pero me metía mucho con ellos y con los filólogos en Salamanca, como cuando hicieron premio Nobel a Juan Ramón Jiménez y recordaban eso de Dios está azul. Eso es una tontería, una idiotez completa decía yo, no está ni azul ni rojo, eso a lo sumo será un fragmento de la polémica sobre si Júpiter era el firmamento o era una persona. Recuerdo un seminario de la Universidad de Salamanca donde estaban ponderando no sé qué imagen de Fray Luis de León que decía que el mundo surgió cuando Dios estaba tocando una lira, qué bello, decían, y efectivamente eran versos muy bonitos, pero lo bello, decía yo, está en la forma de la lira. Si dices Dios creó el mundo tocando un trombón, se acabó la belleza.
¿Para usted hacer filosofía ha sido hacer política?
Yo nunca he hecho filosofía. Me hace mucha gracia cuando salen los profesores con pancartas diciendo que sin la filosofía no se puede pensar, hombre no me diga tonterías. ¿Qué quieren decir, que nosotros no pensamos? El pensamiento no está en la filosofía académica. Yo creo que aquí padecemos, y yo incluido, un error gremial. Por eso cuando Manuel Sacristán salió con aquello del papel de la Filosofía yo entré al trapo porque me pareció una cuestión mal planteada. Yo nunca le encontré sentido a estudiar Filosofía, porque ¿qué dice la Filosofía? No dice nada, dice cuestiones muy diferentes, es como la democracia, hay muchas clases de democracia, la orgánica, la representativa… Lo que llamamos Filosofía es un análisis de segundo grado, pero por sí misma no tiene entidad ninguna si no está sostenida por los materiales que analiza. En cierto modo, Sacristán tenía unas ideas parecidas, pero las distorsionó a mi juicio porque no sabía nada de escolástica y creía que todo era lenguaje. Pero el principal error, como decía, es el gremial. Como ocurre en la televisión, donde el público está dividido por especialidades, aunque esté todo lleno de impostores, sobre todo en La 2, que es un nido de gente del PSOE, en las facultades son los gremios los que mandan, el gremio de los filósofos, de los paleontólogos, de los medievalistas, y si no eres del gremio no tienes nada que hacer, te acusan de intrusismo, como cuando he dado unas conferencias tomando como punto de partida la décima edición del Sistema Natural de Linneo, un personaje que aparece completamente eliminado de la filosofía moderna. Aparecen Copérnico, Descartes, Galileo, luego Darwin, pero Linneo nunca, lo consideran un botánico, pero tiene una importancia de primer orden, porque habla de la naturaleza con tres reinos, el reino mineral, el vegetal y el animal y mete, por primera vez, al hombre en el reino animal. Claro eso era un escándalo para los cartesianos, porque el hombre es espíritu, como decía Gómez Pereira, el de animal es simplemente un traje que tiene y que lo tira cuando se cansa de él, porque el hombre pertenece al reino de los espíritus. El embrollo de Linneo es que dice que las especies son eternas y han sido creadas por Dios y define al hombre como Homo Sapiens. A mí me gusta más la definición de Hesíodo: “El hombre es un animal que come pan”, porque ¿qué es eso de Sapiens? Yo me acordaba de Gómez Pereira, ¿la sabiduría del hombre en qué consiste? Yo creo que la escritura en la evolución es un estadio mucho más importante que el habla. Los chimpancés, por lo menos los de Premack, aprendieron a hablar, pero no escribían, de manera que la escritura es un cambio totalmente distinto, que, por de pronto, nos libera de los antepasados inmediatos. Nosotros sabemos mucho más de Tutankamon que lo que sabía Herodoto, por ejemplo. La escritura supone un cambio distinto del modo de pensar, no el lenguaje, la escritura, cuando se empieza a saber lo que es el sujeto y el predicado.
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Una celebración de Bueno
La clausura de los Encuentros de Filosofía que anualmente celebra la Fundación Gustavo Bueno en su sede de Oviedo tuvieron este año un final emotivo. Tras la conferencia con la que Gustavo Bueno cerró la decimonovena edición el 12 de abril con el título El ‘Systema naturae’ de Linneo y la revolución lógica de Darwin, se presentó un libro de homenaje al catedrático emérito. Gustavo Bueno: 60 visiones sobre su obra es un volumen colectivo editado por Pentalfa, coordinado por Raúl Angulo, Rubén Franco e Iván Vélez y en el que han participado 60 personas, entre amigos, profesores, filósofos e investigadores que respondieron a tres preguntas: cómo lo conocieron, cuál de sus obras les influyó más, y cuáles son a su entender las principales aportaciones de sus sistema filosófico.
La excusa, si es que hiciera falta alguna, es, como diría el filósofo, material y, por lo tanto, necesaria. Gustavo Bueno, nacido en Santo Domingo de la Calzada en 1924, cumple 90 años. Y por esa razón nadie ha querido perderse la oportunidad de reconocer el determinante trabajo de uno de los principales filósofos de nuestra Historia. Casi 50 años de edad separan al mayor, Vidal Peña (1941), del más joven de los colaboradores, Julen Robledo (1988), prueba de la vitalidad de la obra de Bueno. Entre los participantes, también se encuentran Gabriel Albiac, Felicísimo Valbuena, Fernando López-Laso, José Sánchez Tortosa, Pedro Insua o Montserrat Abad, entre otros. Tan interesante es la participación de su nieto, Lino Camprubí, como extraña e inexplicable la ausencia de su hijo Gustavo.
Una versión de este artículo fue publicada en el número de mayo de 2014, 252, de la Revista LEER (cómpralo en tu quiosco, en el Quiosco Cultural de ARCE o, mejor aún, suscríbete).