Francia, la república del libro
El libro sigue siendo en Francia objeto de culto; importante, relevante y transversal. Consuelo de pobres, ocio habitual de clase media y justificación de ricos, mueve 4.000 millones de euros anuales, está en los medios, en el debate político, y sostiene un parque notable de librerías independientes gracias a una política de respaldo y fomento pionera y coherente. Una radiografía de ÓSCAR CABALLERO
La religión del libro es francesa. Si Richard Ford, viajero inglés del siglo XIX, lamentó que la burguesía española careciera en sus mansiones de biblioteca y bodega, cuando una copla se jactaba de que «Madrid, ciudad bravía / tiene 300 tabernas / y ninguna librería», Francia en general, y París en particular, hacen de biblioteca y bodega signos internos de riqueza. Y de las librerías polos culturales, en París como en pueblos aislados, donde ofician a veces de café y centro de recepción de correo y paquetes.
El libro mueve en Francia 4.000 millones de euros, con pico a fin de año gracias a que entre noviembre y diciembre son proclamados los más importantes entre los 2.500 premios literarios anuales. Y a que los Goncourt, Renaudot, Médicis, Femina, Interallié –lauros a libro publicado, venden de 30.000 a 350.000 ejemplares– cuelgan del árbol. Porque un libro es el regalo más usual de la Navidad francesa.
En el Metro de París hay ojos clavados en mini pantallas; pero también abundan lectores de libros. De todas las edades. El Centro Nacional del Libro divulgó en junio de 2018 el resultado de una encuesta sobre «lectura de los franceses de 15 a 25 años». El 86 por ciento de los entrevistados leía una media de 13 libros al año.
«Si son muchos quienes leen en el marco de sus estudios, la mayor parte de los jóvenes lo hace también por gusto personal». (Ahí ganan las chicas). Entre las lecturas favoritas, géneros muy franceses: historieta, fantástico, ciencia ficción y policial. Sin olvidar que son los mayores lectores europeos de mangas. Los jóvenes son los propios prescriptores de sus lecturas. Para los adultos, revistas literarias de quiosco (Magazine Littéraire, La Quinzaine, Books, Lire), suplementos y páginas de periódicos y revistas, incluidas las llamadas femeninas. Y la televisión, que tras las dos décadas de reinado de Bernard Pivot (Apostrophes y otras), cuenta hoy con otro vendedor de libros, François Busnel y su programa semanal La Grande Librairie.
Recién elegido presidente, Emmanuel Macron convocó dos funerales nacionales. Si el primero se justificaba por la popularidad del difunto –Johnny Hallyday, la mayor estrella del rock francés–, el segundo sorprendió fuera de su país. Un adiós a Jean d’Ormesson, estrella… literaria. En Invalides, donde es más frecuente despedir héroes de guerra, Macron revisó la obra del escritor, consagrado en vida por La Pléiade, la colección de Gallimard que imprime carácter. Y depositó un lápiz sobre el ataúd, un detalle amplificado por todas las televisiones.
Biodiversidad librera
Como d’Ormesson murió académico y la Academia está en el Quai de Conti, foco sobre un gremio propio de París: los bouquinistes (bouquines libro en lenguaje familiar). Exactamente 210 libreros de viejo que comercializan unos 300.000 libros de ocasión.
Sintomático: en los grandes bulevares acaba de abrir Ici, con sus 500 metros cuadrados y 70.000 volúmenes la mayor librería independiente de la capital. Fenómeno inusual en la era Amazon, de donde proviene una de las dos propietarias. Y porque además «esta vez una librería reemplaza una tienda de ropa y no lo contrario», como subraya Delphine Bouétard, la otra protagonista de la aventura y a su vez ex de Virgin, otra mega librería, cerrada el 2013 en los Campos Elíseos.
Pero si Francia cuenta 3.300 librerías independientes es porque bajo Mitterrand (lector empedernido, amplió la Biblioteca nacional con cuatro torres que hoy llevan su nombre) Jack Lang, ministro de Cultura, instituyó la ley del precio único del libro. Alemania, que la copió poco después, es el único país europeo que comparte con Francia esa buena salud de la librería independiente.
Músculo para guerrear con Amazon, gracias a su librairiesindependantes.com, que promete «en un click, 700 librerías y 20 millones de libros a dos pasos». Independiente y añeja es Delamain, en el 155 rue Saint-Honoré, frente a la plazoleta Colette. Inaugurada en 1708 observa, benévola, a la también emblemática La Hune. Fundada en 1949, desplazada el 2015 de su legendaria esquina de Saint-Germain-des-Prés por una marca de lujo, reabrió metros más allá. El 16 de noviembre del 2016 fue devastada por un incendio, pero ha vuelto en 2018.
«Cuanto más se impone la desmaterialización, más fuerte es la carga simbólica del libro en Francia», explicó a ‘Le Monde’ la semióloga Élodie Mielczareck
El libro es en Francia consuelo de pobres, ocio habitual de clase media y justificación de ricos. Por eso las marcas de lujo lo respetan. Si Louis Vuitton edita cuidadas city guides, su compañero de nivel y de grupo, Loewe, se ha lanzado a la edición bajo el lema taketimetoread: tómese tiempo para leer. Lo anuncian en sus carteles el actor Josh O’Connor y la modelo Stella Tennant, absortos en la lectura de Don Quijote y Madame Bovary, dos de los seis clásicos que reedita la marca, por una vez, española.
En julio pasado, en el desfile Chanel otoño-invierno, el recientemente fallecido Karl Lagerfeld, que cuenta con librería propia, reconstruyó la Academia Francesa y puestos de bouquinistes llenos de falsos libros de y sobre Coco Chanel. Otras marcas prestigiosas recurren al libro –las cubiertas blancas con títulos rojos de La Blanche de Gallimard, por ejemplo– como decorado que realza productos. «Cuanto más se impone la desmaterialización, más fuerte es la carga simbólica del libro en Francia», explicó a Le Monde la semióloga Élodie Mielczareck. Porque «los libros simbolizan un movimiento slow life».
El 13 de diciembre, récord mundial en París: una primera edición de Por el camino de Swann (1913), de Marcel Proust, salió por millón y medio de euros en la subasta de la biblioteca de Pierre Bergé, pilar de la moda. Como el modista Jean Prouvé, antes, o el también fallecido Azzedine Alaïa, quien dejó instrucciones para que su tienda del Marais se convirtiera en librería, Bergé incurrió en bibliofilia. Rentable porque lo invertido vuelve en billetes o en prestigio. Como la subasta de los 683 volúmenes de la biblioteca personal de Mitterrand, que dejó millón y medio de euros pero innumerables páginas cultas. Otro récord, en subasta capital: la del contrato de edición de Karl Marx, para el primer tomo de Le Capital, publicado el 14 de septiembre de 1867 por Maurice Latrâche. Con una estimación de 25.000 euros el contrato arrancó 121.600. Y 160.000 las cartas de Marx al editor, que revelan que el autor exigía «un precio módico para que el libro esté al alcance de gente con pocos medios». Ironías de la historia, cartas y contrato baten récords en ese deporte de ricos.
Política ilustrada
Pero subastas, lectores y bibliófilos aportan la evidencia de que nadie pasa a la historia, en Francia, sin exhibir biblioteca –e incluso, como Mitterrand, ensayos con su firma–. «La libra es una buena moneda. El libro también. La prueba: la mayor parte de los políticos publican uno. Sobre todo cuando han perdido su empleo por un desastre electoral. Antes no tenían tiempo: su negro –ahora se llama pluma, por corrección– debía redactarles discursos», ironiza el novelista Patrick Besson. De hecho, François Hollande, cuyo hundimiento en las encuestas le hizo desistir de buscar una segunda elección –primera renuncia de ese tipo en la V República–, bate récords de venta con su Les leçons du pouvoir (Lecciones del poder). Y congrega multitudes en cada firma de ejemplares.
Ex ministra de Justicia, Christiane Taubira suele mechar sus discursos, entrevistas y conversaciones con citas de sus amigos, como los llama: Toni Morrison, René Char, Aimé Césaire, Antonio Machado, algunos de los autores «que me ayudan a conservar la esperanza frente a la estupidez en armas». Y los congrega en su libro Baroque sarabande (Zarabanda barroca). Otra ministra de Hollande, Aurélie Filippetti, descendiente de inmigrantes italianos como su apellido indica, aureolada por explícitas escenas sexuales de su primera novela, Un homme dans la poche (Un hombre en el bolsillo; 2007), cuando llegó al ministerio que dejaría con portazo a Hollande y a su primer ministro, Manuel Valls, reincidió con Les Idéaux. Esos ideales heredados del abuelo minero articulan, en más de quinientas páginas, una novela que es, también, una crítica del poder.
Leer es deporte antiguo en Francia. En Un Tour de France littéraire (Gallimard, 2018) el norteamericano Robert Darnton evoca los editores, libreros y vendedores ambulantes de libros que llenaban las bibliotecas de las Luces. Robespierre mama virtud republicana en Montesquieu. Y Rousseau le inspira «la voluntad general». Desde Suiza, la Société typographique de Neuchâtel difundía en los 1760 las obras de Voltaire y Diderot y las novelas «ilícitas y/o subversivas» de Choderlos de Laclos o Restif de la Bretonne. A caballo, su representante, Jean-François Favarger, recorría librerías de todo Francia. Es el imperio de las letras que impregna los capítulos parisinos de Hombres buenos, de Arturo Pérez-Reverte.
Tras las dos décadas de reinado de Bernard Pivot, la televisión cuenta hoy con otro ‘vendedor de libros’, François Busnel y su programa semanal ‘La Grande Librairie’
En el siglo XIX el escritor se convierte en institución. «Los periódicos fueron esenciales para profesionalizar al escritor gracias a los folletones, que arrancan en 1836» (con uno de Balzac, por cierto). Y si Dumas o Balzac huyen a menudo de sus acreedores es porque han ganado, y despilfarrado, millones. Los procesos a Flaubert por Madame Bovary, a Baudelaire por Las Flores del Mal, dividen a Francia. El escritor como voz autorizada gana sus galones gracias al Yo acuso, de Zola, en primera plana del diario, el 13 de enero de 1898. Medio siglo más tarde, en el semanario L’Express, François Mauriac denuncia la tortura que practicaban los paracaidistas franceses en Argelia. Si, a la derecha, Le Figaro contó entre sus decenas de firmas de escritores la de Marcel Proust y Jean d’Ormesson dirigió el periódico, a la izquierda, Libération contó con el paraguas protector de Jean-Paul Sartre. El semanario Les Inrockuptibles logró sus mejores ventas con los números que confió a Virginie Despentes o a Michel Houellebecq. Además de complacerse en «subrayar una obviedad: los escritores saben escribir», Nelly Kaprièlian, directora de las páginas literarias, les encuentra otras virtudes. Por ejemplo, «saben construir un relato en el que la idea es un hilo rojo, están a gusto en los formatos largos y aportan una mirada, una reflexión personal, subjetiva». Y el primer mook –cruce de magazine y book, libro–, XXI, confió varios reportajes de fondo a Emmanuel Carrère.
Santuarios literarios
El culto exige templos. El que fuera domicilio de Victor Hugo, en la Place des Vosges, y aquel en el que Balzac vivió siete años bajo un falso nombre para despistar acreedores, son hoy sus museos. Jacques Prévert y Boris Vian son vecinos de memoria sobre el Moulin Rouge. En las afueras de la capital hay mansiones museo de Proust, Zola, Alphonse Daudet, Mallarmé, Chateaubriand, Elsa Triolet/Louis Aragon. En 1846 Dumas construyó un castillo en Port Marly. Lo bautizó lógicamente Monte Cristo. Antes, de 1757 a 1762, Jean-Jacques Rousseau redactó El contrato social en la casa suburbana que hoy lo venera, mientras que a Cocteau se le recuerda en su mansión de Milly-la-Fôret, cuyo espacio y jardines lo consolaban de la exigüidad de su dos piezas parisino. No será museo, en cambio, la casona de Meudon, al sur de París, en la que Lucette Destouches (106 añitos) sobrevive al sulfuroso Céline, muerto allí en 1961. Ninguna institución pública se atrevió a comprar la casa, finalmente adquirida, en noviembre pasado, por un vecino.
De la casa al hotel. En el Barrio Latino abrió el año pasado le Monte Cristo, decorado con objetos de época y con un bar, Le 1802, con gran selección de rones «porque los antepasados de Dumas tuvieron destilería en Santo Domingo». No lejos de allí, L’Hôtel, residencia preferida de Borges en sus visitas parisinas, basa su publicidad en un huésped, Oscar Wilde, que murió «por encima de sus posibilidades». Es decir, sin pagar. Se lo han cobrado con creces con la publicidad. Además, el hoy hotel de lujo era por entonces una pensión infecta. Y si el restaurante del hotel Le Cinq Codet, abierto en diciembre del 2018, se llama Chiquette, es por La Petite Chiquette, editado por Gaston Gallimard en 1925, de Louis Codet, quien da nombre a la calle del hotel.
Más minucioso, el Hôtel Littéraire Marcel Aymé, en Montmartre, con habitaciones a nombre de escritores. Como la Antoine Blondin, con vistas de 360º de París. También están dedicadas a literatos las 26 chambres (una por cada letra del alfabeto) de Le Pavillon des Lettres. Y el pasajero encuentra, en la mesa de noche, un libro del autor que designa la suya.
Hasta una cadena internacional como Best Western intuyó la tendencia: en un edificio parisino premiado por su arquitectura en la exposición universal de 1898 plantó biblioteca con 500 libros de Marcel Proust, en francés, pero también inglés, japonés, alemán, español, italiano. Y dotó de una biblioteca similar, pero con obra de Flaubert, al hotel que le dedicó en Rouen, la ciudad en la que nació y pasó gran parte de su vida. ¿La habitación Emma Bovary estará reservada a mujeres de farmacéuticos?
Revista LEER, número 292, Invierno 2018–2019