Un joven Felipe de trece años, flequillo desfilado, pantalón corto y ojos vivarachos, decidió hacerse escritor. Su padre había heredado la casa de unos parientes y allí, en un viejo despacho, llegaba cada tarde y, a escondidas se ponía a fumar con el pretexto de escribir una novela. Era ya entonces un niño lector, al que su padre, que fue alcalde de Rota, empezaba a traer libros desde Madrid cuando viajaba por motivos de trabajo, casi siempre de poesía, cumpliendo diligente sus encargos: Rimbaud y Baudelaire, Lorca y Vallejo, Gil de Biedma, Salinas, con los que empezó a formar una pequeña y selecta biblioteca. De aquellos libros, muchos víctimas de mudanzas y de expurgos, conserva todavía una vieja edición de Walt Whitman, Hojas de hierba, y otra de Castellet, Nueve novísimos, editada en Barral.
Por entonces, también, año arriba o abajo, compró su primer libro. Estudiaba interno en el colegio de los jesuitas de El Puerto de Santa María, con la sombra invocada –largos pasillos, patios al sol, invierno– de Alberti y Juan Ramón, también allí estudiantes cuando niños. Leía biografías de Hernán Cortes o Teresa de Jesús, y poesía, y un día en esas salidas, lunes y miércoles, seis a ocho, puntuales, compró en una librería, no supo bien por qué, la Metafísica de Aristóteles. Con él volvió al colegio, y recuerda a aquel cura, en la puerta, que recibía a los niños con apremio, y cómo le arrebató el libro y, escamado por lo impropio del tema para un niño, se dirigió a él y más acusador que interrogante, le preguntó: «¿Y este libro, Benítez, de dónde lo ha robado?». De esa época rememora también las lecturas de Erasmo de Rotterdam, del que tampoco entendió nada, teatro clásico, griego y latino, sacado de la biblioteca del colegio, y de Antonio Machado, las Poesías Completas, regalo de su abuelo materno, y que hoy están entre sus libros poéticos, lomo desportillado y marcas de humedad, puntos de óxido, con su firma de entonces, infantil pero firme, pequeña y apretada, tinta negra, en una esquina, abajo. “Teníamos horas de estudio, por las tardes, en las que podíamos hacer lo que quisiéramos menos hablar, y yo leía”, recuerda. “Completamente helado en invierno, por cierto, porque el cura tenía la idea de que el frío activaba la sangre y el cerebro, así que nos hacía leer con las ventanas abiertas de par en par”.
Aquello de la novela y el tabaco terminó de forma abrupta, porque una tarde, fumando allí en la casa de sus parientes, sintió una desazón inesperada, un silencio helado y misterioso, una presencia vaga, indeseada, antes de que un reloj antiguo de pared cayera al suelo con un estrépito de engranajes y madera astillada. Un susto que se fue acrecentando cuando vio que la hembrilla estaba intacta, como también lo estaba la escarpia que lo sujetaba a la pared. Un fenómeno inexplicable, fantasmal y lleno de misterio que le hizo dejar aquella casa, recogiendo, apurado, los papeles, el borrador de su novela y el tabaco. Y no volver ya nunca.
Hoy, en su biblioteca, bonita y apacible, ordenada, presidida por un quinteto de guitarras que posan espigadas y coquetas, se respira el sosiego de los libros: Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez; Ruano, el del bigote pintado a tinta china, Cansinos, Bioy Casares y Gómez de la Serna al lado de El cuarteto de Alejandría, de Durrell, en la edición de Edhasa, cuatro tomos, en dos cuerpos de estantes a medida, del suelo al techo, airosos, donde tiene novela y biografía; Torrente Ballester, Marsé, Pla, lomos rectos, apenas interrumpidos por un pequeño busto de Falla en medio de las obras de Bergamín, y al lado, Martin Amis y Camus, John Fante y Dashiel Hammett. “Todo está un poco mezclado, con un orden bastante personal”, afirma. “Pero como es una biblioteca pequeña, yo sé dónde está todo, y ya desde hace tiempo me propuse que cada libro que entra en casa, obliga a otro a salir”.
Me gusta leer varios libros al tiempo, tengo quince o veinte en la mesilla: biografías, poesía, tres o cuatro novelas, y algún clásico
Porque durante años fue adicto de librerías de viejo. Llegaba a una ciudad, confiesa, la que fuera, dejaba las maletas en el hotel y con el impulso de los descubridores, salía a visitar librerías en busca de esa suerte, esquiva y caprichosa, del comprador de libros que, a veces, las menos, te lleva a encontrar un tesoro, un destello que brilla apenas un instante entre las montoneras de papel. “Viví, hace tiempo, en Sevilla y mi rutina consistía en recorrer librerías de viejo tres o cuatro veces por semana en un afán de acumular y comprar: libros que me gustaban por la tipografía, o por la cubierta, o autores desconocidos, raros, hasta que cada vez se fue imponiendo más el lector al bibliófilo”, recuerda, “pero fui descubriendo en aquello una cierta patología, así que lo acabé dejando”. De su etapa de bibliófilo, y su obsesión por los libros antiguos, queda en la biblioteca pública de Rota, una de las mejor surtidas gracias a sus regulares donaciones, un rastro de poetas modernistas”. También regalo a amigos, a Abelardo Linares, por ejemplo, le regalé Viaducto, de Ruano, con una dedicatoria autógrafa, que él, que tiene casi todo, no tenía”
Enfrente, y bajo la escalera, también del suelo al techo, poesía: Lorca, Gil Albert, Darío o Guillén, y amigos, muchos, y muchos de sus libros, dedicados: Marzal, García Montero, Alberti; José Hierro, aquel artista secreto, que dibujaba, marinas y retratos; Gastón Baquero, también firmado, con su letra de médico; o ese ejemplar de Caballero Bonald, Vivir para contarlo, en Seix Barral, donde se lee:
A Silvia y a Felipe, este libro tan viejo como yo
con los muy especiales cariños de Pepe.
Entre Rota y Chipiona, abril de 2000
Y arriba, en el estudio donde escribe –barcos, velas al viento, máquinas de escribir, sombreros– los escritores que son fidelidades permanentes: Chesterton, Pessoa, Eliot, y cerca, una balda completa de Nabokov, uno de sus dioses mayores; Ada, Cartas a Vera, y varias ediciones de Lolita. En los estantes, Trapiello, cuatro o cinco volúmenes de sus diarios, Muñoz Molina, Wilde, Monterroso… También sus propios libros, a los que cada vez resta más sitio Borges. Y por allí, Cioran, Auden, Piglia. “Me gusta leer varios libros al tiempo, lo mismo tengo quince o veinte en la mesilla; biografías, poesía, tres o cuatro novelas, algún clásico, y contemporáneos o amigos, voy alternando, hasta que hay algo que se cruza, y lo termino”. Y me enseña, en un cuaderno, la lista de lecturas que anota, minucioso, siquiera para que, cuando de una revista le pregunten por los libros del año, pueda hacer el balance de lecturas: Gore Vidal, Palimpsesto; Marsé, Esa puta tan distinguida; Juan Bonilla, Poemas pequeño-burgueses; Antonio Soler, Apóstoles y asesinos…
Veo por los estantes Proust, Joyce, Bécquer, Chaves Nogales, la colección completa de la revista Poesía, Shakespeare y Shelley y, en medio, inadvertido, minúsculo, un librito de la colección de Aguilar, los crisolines, de su amigo Ángel González, Realidad casi nube, en cuya página de cortesía firmó, letra pequeña:
Para Silvia y Felipe, con los besos de Ángel.
Y es verdad que no caben más besos en menos sitio.
TRES ESCOGIDOS
David Copperfield. Charles Dickens
“Recomendar un libro es una imprudencia, porque se trata de reacciones químicas imprevistas y de reacciones metafísicas imprevisibles. Pero me cuesta imaginar que a alguien pueda no gustarle este libro”.
El azar y viceversa. Felipe Benítez Reyes
“Me acuerdo muy poco de los libros que he escrito, sospecho que por necesidad de depuración, así que elegiría la última novela, El azar y viceversa, de la que ya he empezado a olvidarme”.
El corazón perplejo. Carlos Marzal
“Estoy releyendo la poesía reunida de Carlos Marzal. De los muy grandes de ahora, y creo que también de mañana”.
JESÚS MARCHAMALO (@jmarchamalo)
El ciclo de Bibliotecas de escritores organizado por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Fuenlabrada se desarrolla en dos ciclos anuales, en noviembre y abril-mayo, hasta 2018. El coloquio sobre la biblioteca de Felipe Benítez Reyes tuvo lugar el pasado mes de noviembre en el Centro de Arte Tomás y Valiente (calle Leganés, 51), que acogerá los encuentros en torno a las bibliotecas de Luisgé Martín (11 de mayo) y Javier Sierra (16 de mayo). Ambos entrarán en conversación con Jesús Marchamalo a partir de las 18 horas.
Una versión de este reportaje aparece publicada originalmente en el número de mayo de 2017, 282, de la edición impresa de la Revista LEER.