Un puñado de controversias literarias que han marcado el final de 2016 reflejan, en opinión de Jordi Corominas, el preocupante estado del debate público y la ausencia de una ‘densidad’ intelectual particularmente necesaria en tiempos inciertos.
A mediados de octubre Barcelona vivió una polémica de hondo calado simbólico. Con motivo de una exposición dedicada a estudiar la significación de dos estatuas de la dictadura en el espacio público se ubicó una ecuestre de Francisco Franco en la antesala del Mercado del Born, santuario patriótico para los que cultivan el discurso dominante en Cataluña.
La supuesta afrenta derivó en bochorno cuando una noche la derribaron con premeditación y alevosía sin que se persiguiera a los agresores porque no era una medida políticamente correcta. Los días previos la presencia del golpista decapitado había suscitado un debate que en realidad era una lucha entre dos visiones políticas. La primera argumentaba que exponer al ganador de la Guerra Civil era una provocación sin sentido, mientras la segunda –defendida desde el Ayuntamiento– justificaba la muestra por la necesidad de recuperar la memoria de un pasado que el poder ha borrado deliberadamente durante cuatro décadas para generar una tabula rasa y una nación de ignorantes sometida a la amnesia de lo pretérito.
Existían muchas posibilidades de crear un debate enriquecedor que contribuyera a mejorar los postulados del presente a partir del intercambio de ideas y el ejercicio de la autocrítica, pero esta loable hipótesis sucumbió ante el habitual vertido de chascarrillos y eslóganes de poca monta y a una nula voluntad de entrar en el meollo de cuestiones acuciantes. Y así es como desperdiciamos oportunidades de construir desde temas fundamentales para corroborar mediocridades más que preocupantes y un absoluto derroche de talento.
Tres ¿polémicas?
Lo mismo sucedió a lo largo de estos últimos meses en el campo literario. La terna de discusiones debutó un jueves de octubre a la una del mediodía con el anuncio de la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. Consideré la decisión un gran acierto, y así lo hice saber al universo, como todo hijo de vecino, a través de mi muro de Facebook. Escribí que desde mi punto de vista galardonar a Robert Allen Zimmerman era un logro fenomenal porque desde los años 60 la literatura normativa ha dilapidado, en parte porque el medio es el mensaje, su influencia en beneficio del folk o el pop, inigualables en su magnetismo para marcar la época y representarla mediante melodías y canciones de largo recorrido que aún recordamos y tarareamos con entusiasmo. Para culminar mi opinión, válida en su instantaneidad, argumenté que desde sus orígenes la lógica de la poesía era acompañarse de música, por lo que el triunfo del bardo de Minnesota suponía reivindicar una fórmula que, desde lo antiguo, ha modernizado la lírica, tan anquilosada en sus formatos de siempre por el sopor con que muchos escritores de versos perpetúan motivos sin alma para innovar y revolucionar el panorama.
Creo, de otro modo no la sostendría, que mi opinión fundamentada prevalecerá, y lo creo entre otras cosas porque es la que aplico a Loopoesía, pero esa es otra historia. Las redes sociales, eso con tanta tendencia a arder, se desataron con una miríada de palabrería repleta de idioteces que iban desde el yo se lo hubiera dado a Cohen hasta el cabreo de muchos autores que van de iconoclastas porque ninguna editorial quiere sus manuscritos. Lo peor llegó con los escritores más o menos consagrados, enfadadísimos desde una absurda moral de gremio que contempla la injusticia desde diferentes perspectivas. Unos criticaban el veredicto de la Academia sueca por perjudicar a literatos que llevaban una vida, pienso en Philip Roth, esperando el galardón, o personas a las que les iría mucho mejor el dinero. Otros, afectados por una esperpéntica sinvergonzonería, se rebelaban desde el sofá de su casa mientras comentaban que Dylan canta mal y que lo suyo no es literatura y por lo tanto no merece elevarse a tan preciados altares. T. S. Eliot se reía, y otros ganadores de distintos géneros alucinaban por el bajo nivel exhibido por individuos de los que se presumen dotes para armar tesis con un mínimo de coherencia. Dario Fo, fallecido la misma jornada del fallo, se revolvía en la antesala del cementerio.
Hemos puesto en un pedestal la opinión olvidando que es efímera e inconsistente, y consistencia necesitamos para robustecer los debates ineludibles de nuestro tiempo
Las otras dos controversias están entrelazadas íntimamente. La bronca entre académicos protagonizada por Francisco Rico y Arturo Pérez-Reverte no pasa de ser un fuego artificial con un buen canal de difusión que, sin embargo, abrió la veda para la siguiente fase que abordaremos en el próximo párrafo. La riña de ilustres plumas desplegó el abanico de risas y se relacionó con la inminente promoción de Falcó (Alfaguara). Pese a todo, creo que más bien se enmarca en la actitud de un escritor que desde hace años vende una imagen pública muy concreta que el micrófono de Twitter ha exaltado hasta el paroxismo.
De las quijotadas de uno y otro saltamos a un joven columnista al que le dio por inventar una nueva expresión muy propia del espíritu de nuestra era: prosa cipotuda; tan novel que el corrector de Word me apremia para que la cambie por capotuda. Según Iñigo Lomana, autor del artículo, la prosa cipotuda tiene como padre a Pérez-Reverte, destaca por su masculinidad, por un contenido bastante hueco que suele repetirse semana tras semana y se vende como la panacea de una supuesta ruptura que no es tal por un grupo de escritores jóvenes con mucho apoyo en las redes, entre los que menciona a Manuel Jabois, Juan Tallón, Antonio Lucas y Jorge Bustos. Sus opiniones, siempre según Lomana, se enmarcan políticamente en la placidez del extremo centro mientras se acarician su propio ombligo y los/las fans les jalean con devoción.
El artículo desató ríos de tinta y una retahíla de reacciones hilarantes, sobre todo porque resultó muy sencillo identificar a otros cipotudos que en sus estados de Facebook rechazaban el concepto, con lo que de manera involuntaria se quitaban la careta para adscribirse al mismo, refutado desde posiciones más simplistas riéndose del neologismo de marras. Hubiera sido mucho más productivo aprovechar la ocasión para esbozar un debate sobre los motivos que han encumbrado a la velocidad del sonido a los nombres enmarcados en la categoría y preguntarse si “extremo centro” no es un eufemismo de falsa progresía, porque lo cierto es que el cuarteto que Lomana saca a colación se promociona desde una perspectiva de aire fresco que para muchos es una especie de gatopardismo contemporáneo mediante un simple cambio de caras y firmas. Eso pensaron los que celebraron el tono irónico y de desenmascaramiento de la columna publicada en El Español, como si la cuestión fuera el típico ajuste de cuentas entre envidias y resentimientos.
El compromiso incómodo
Desde mi humilde opinión lo más interesante de todo el asunto era la mención de ese extremo centro, muy posmoderno y apolítico en apariencia. Pero el auténtico centro literario es el del compromiso objetivo, y ninguno de los citados lo ostenta. Lo ejercieron con verdadera lucidez dos nombres olvidados en su esencia. El primero de ellos era catalán y se recuerda más a su nieto por motivos obvios. Joan Maragall tenía todo para posicionarse hacia la derecha por clase social y posición económica. En 1909, tras los sucesos que la Historia denominó Semana Trágica, escribió una trilogía de artículos donde discutía la actitud de la clase dirigente durante el conflicto. El último se titulaba La ciudad del perdón, reclamaba que los ricos de la Ciudad Condal escucharan a la clase obrera para abolir la esquizofrenia de dos Barcelonas en una, algo que aún subsiste. Maragall murió en 1911 y empezaron los homenajes en forma de estatuas, paseos y falsos elogios. El texto, escondido en un cajón por Enric Prat de la Riba, director de La veu de Catalunya y futuro presidente de la Mancomunitat, no vio la luz hasta 1932.
Maragall y Camus encarnaron el extremo centro y la valentía de no esconderse ni amilanarse, desarrollando polémicas útiles que nunca evitaban la política, porque todo es política
Maragall era incómodo, como también lo fue Albert Camus, quien desde unos principios éticos irreprochables en la esfera pública agitó el avispero condenando los extremos tan propios de la Guerra Fría. Cuando juzgaba que acertaba la izquierda, más afín a su ideario, lo decía, pero si ésta incurría en errores los evidenciaba para enfado de la mayoría, incapaz de entender la postura de un hombre con una conciencia tan prístina, rara avis ayer, hoy y siempre.
Estas dos figuras encarnan, perdonen que repita tantas veces la expresión, el extremo centro y la valentía de no esconderse ni amilanarse, desarrollando polémicas útiles que en ningún momento prescindían de la política, presente en todos y cada uno de los estratos que engloban los cinco sentidos. Es como cuando el Matto de La Strada de Federico Fellini anima a Gelsomina diciéndole que hasta un guijarro tiene su función en el universo. Me puse demasiado poético antes de la conclusión. El centro verdadero es progresista porque invita al cambio y la mejora, y mientras las palabras sean vacuas no se producirá ningún avance. Hemos puesto en un pedestal la opinión olvidando que es huidiza y efímera, inconsistente, y consistencia necesitamos para robustecer los necesarios e imprescindibles debates para entender nuestro tiempo, captar sus enfermedades y resolverlas. Porque con bonitos broches y ocurrencias de ciento cuarenta caracteres no cambiaremos nada, y esa risa podrida que resuena hasta evaporarse por su pésima calidad prevalecerá mientras la oscuridad sigue instalada sin nadie que la ilumine.
JORDI COROMINAS i JULIÁN (@jordicorominas)
Este artículo ha sido publicado originalmente en el Extra de Navidad Diciembre 2016-Enero 2017, número 278, de la edición impresa de la Revista LEER.