Dejar atrás la larga escalera que arranca en el vestíbulo de la administración. Atravesar el escenario, entrar en el teatro por la puerta de los abonados, después en la sala por el primer pasillo a la izquierda. Deslizarnos a través de las primeras filas de las butacas de la orquesta y volver a contemplarlo… el palco número 5 del primer piso, con su tapicería roja, sus sillones, su alfombra y su pasamanos de terciopelo rojo. Nuestro Caronte por las catacumbas decimonónicas de la parisina Ópera Garnier, desde hace dos siglos, es Gaston Leroux (París, 1868 — Niza, 1927 ). Su barca conduce al corazón en tinieblas del genio, donde habita auténtica la tragedia de El fantasma de la Ópera. Se trata de un trayecto iniciático que, desde hace varias décadas, no se le ha dejado de presentar al lector contemporáneo del clásico. Y no sólo en coloridas reediciones (¡qué ternura que se siga publicando como título en Juvenil!) sino también en otros formatos artísticos, potentes y, más que líricos, genuinamente efectistas, que resucitan el melodrama con afán de exaltar al espectador de su tiempo, de teatro, cine y televisión. Más bien, incluso, desde los ochenta, el neófito realiza este recorrido con frecuencia a la inversa, teniendo la última parada en lo literario: es el espectador de la versión, convertida en patrimonio popular sin complejos, quien acaba felizmente convertido en curioso lector de la obra original de Leroux. De esto, queremos pensar que siempre será más culpable Andrew Lloyd Webber que Gerard Butler (si acaso, por favor, Lon Chaney con la Universal o incluso, oh, atrevimiento, Brian de Palma… ¿alguien dijo Dario Argento?).
Pero si la conclusión es acabar con las páginas eternas entre las manos, tratemos de quedar satisfechos con que, cualesquiera que sean los mapas actuales, los caminos sigan remitiendo eficazmente a la lectura de Leroux, y honrado quede. Y ya para los anales, los hechos: tras ver la luz en 1986 por primera vez en el West End de Londes, El fantasma de la Ópera es uno de los musicales más prestigiosos de todos los tiempos, el que más años lleva siendo representado en Broadway desde su estreno en 1988.
En cualquier caso, vislumbrar la silueta de El fantasma de la Ópera entre bastidores y sombras del palco número 5, en pie de guerra desde 1910, es una vivencia estética que no deja nunca de disfrutarse. Sea cual sea, prácticamente, la vuelta de tuerca. Se goza todo, se perdona todo. Lo único imperdonable tal vez fuera que Román Gubern no lo incluyeran en sus Máscaras de la ficción ni Jordi Balló o Xavier Pérez tampoco hicieran lo propio en La semilla inmortal –a pesar de todo, dos imprescindibles obras de la colección Argumentos de Anagrama-.
Todo esto vuelve a comprobarse esta semana de agosto en el Teatro Compac Gran Vía de Madrid con El Fantasma de la Ópera en concierto, la versión sinfónica a cargo del Liceo Municipal de la Música de Moguer que, afortunadamente, no renuncia a la parte escénica. Al atormentado protagonista (David Romero), le vemos crecerse a lo largo de la función. La combinación no pasa de moda, seductor y ambiguo: ¿ángel o diablo de la música? No dejemos de repensar la dedicatoria del manuscrito, que ha pasado a la posteridad: “A mi hermano Jo, quien, sin tener nada de fantasma, no deja de ser, como Erik, un Ángel de la música. Con todo cariño, Gaston Leroux”. Es el objeto de su obsesión, la deliciosa Christine (Talía del Val), quien acapara atenciones, ojos y oídos pendientes de ella que, además, hacer suya la interpretación con una sencilla incorporación de matices psicológicos en los que hila fino. En total, son casi doscientos profesionales los que suben al escenario para esta inédita adaptación que surge a raíz de la conmemoración del XXV aniversario de la creación de The Phantom of The Opera, ocasión para la que se realizó una impactante versión sinfónica en el Royal Albert Hall de Londres. Ahora, se interpreta por primera vez en España, con la aprobación de The Really useful Group (gestor de los derechos de The Phantom of The Opera).
Es ésta una nueva y óptima ocasión para reafirmarnos en lo que venimos comprobando, propuesta fantasmagórica tras propuesta fantasmagórica (la vez anterior fue también por estas fechas estivales e, igualmente, en plena la Gran Vía madrileña, agosto de 2002 en el Teatro Lope de Vega). Que el ejercicio periodístico de Gaston Leroux le facilitó las claves sensibles y documentales para forjar la inmortalidad de su obra, que recibió una resurrección definitiva en los años setenta. Lógico. Nunca olvidemos el Prefacio, «donde cuenta al lector cómo se vio obligado a adquirir la certidumbre de que el fantasma de la Ópera existió realmente».
MAICA RIVERA (@maica_rivera)