De entre todas las escenas de La luz con el tiempo dentro hay una, breve e intensa como un poema, que destaca por encima del resto: un paisaje marino inunda la pantalla del cine mientras la voz profunda de Carlos Álvarez-Nóvoa, en el papel de un ajado Juan Ramón Jiménez, va recitando mansamente: tus olas van, como mis pensamientos, / y vienen, van y vienen, / besándose, apartándose, / en un eterno conocerse, / mar, y desconocerse. La idea del poema es también el latir de la primera película de ficción sobre el Nobel de Literatura producida por Magenta Films y que se estrena hoy: un Juan Ramón Jiménez anciano que trata de rememorar los hechos capitales de su vida. El director Antonio Gonzalo, con guión de Teresa Calo, nos sumerge en la tormenta lírica y marina que es la mente y el corazón del poeta onubense.
Vestida de Sorolla (el pintor valenciano también aparece en el largometraje), y de azulejos andaluces y caleidoscópicos, la historia está narrada en primera persona por el propio Juan Ramón Jiménez en su última etapa de exiliado en Puerto Rico, ya enfermo y poco antes de fallecer. Narra, o se narran, los pasajes que van llegando, como olas, a su memoria, desde un lenguaje preciso y elaborado, como si hablara en verso sobre las tablas de un teatro. Es en realidad una conversación consigo mismo, en la que en un momento determinado aparece en su habitación incluso otro Juan Ramón Jiménez más joven (Marc Clotet) con el que establece una dialéctica sobre su vida, la vida de ambos. Y dejando hablar a sus memorias, estallan flashbacks repentinos y fugaces, como esa escena en la que de repente ha muerto su padre, Víctor Jiménez, y el joven Juan Ramón camina hacia él temblando y le cierra los ojos con las palmas de sus manos. Imágenes que por su plasticidad perduran a lo largo de una vida; escenas capitales pero efímeras en la memoria de una personalidad poética que propende irremediablemente a la melancolía, que es lo que trata de curarse cuando ingresa en el sanatorio donde se fraguó la revista literaria Helios y recibió las visitas de Villaespesa y Machado, Valle-Inclán o Gómez de la Serna.
La luz con el tiempo dentro, verso que el autor de Platero y yo (1914) creó para referirse a su Moguer natal, logra transmitir algo realmente complejo de captar por las cámaras: la sensibilidad del poeta. Tanto Clotet como Álvarez-Nóvoa no tienen de Juan Ramón Jiménez solo la barba blanca o negra, la alopecia más o menos pronunciada; en los ojos de ambos, en el andar, en el llorar, o hasta en el golpear en el lomo de Platero, está latente una visión del mundo, un caminar con la persona lírica a cuestas. En busca del ideal de mujer, quizá sustentado en su “mamá pura” (Ana Fernández), JRJ lo encontró finalmente en Zenobia Camprubí (interpretada por Tamara Arias), a quien Juan Ramón dedica su Diario de un poeta recién casado (1917), donde consigue esclarecer / tu verdad con la mía; / pues que tú me has dejado, / con tu oculto fluir, / para tu sonreír / como un iluminado. Las sonrisas de Tamara Arias reflejan con frescura esa idea de independencia, inusual para una mujer de aquel tiempo, que paseaba Zenobia. Una Zenobia que cuando Juan Ramón se perdía en su mundo de palabras y hablaba casi como si estuviera siempre recitando no se cortaba al reprenderle: “¡No hable usted de esa manera!”, “¡Es usted un triste!”, o “¡Ya salió el poeta lastimero! ¡Trasnochado!”. Porque ella quería verle sonreír, quería curarle la tristeza.
La imagen prevalente del Juan Ramón de La luz con el tiempo dentro es la del poeta viejo y moribundo, como mecido por las olas, recordando a tantos que ya partieron, recordándose con treinta años, arrebujado en un poncho, bajo un parral, escribiendo con tiritar enfermizo en Fuentepiña, donde, a pesar de mandar cartas a su amigo Gregorio Martínez Sierra, que siempre empezaban con “Estoy mal, muy mal”, un burrito llamado Platero y la vida al aire libre le dieron un hálito de vida y calmaron su tendencia destructiva a la tristeza.
Le mantienen vivo, al cabo, la voz de Zenobia grabada en un magnetofón y todo lo que le recuerde lo que miraron los ojos de su infancia: en una de las primeras escenas de esta entrañable y delicada película aparece el poeta de niño mirando su inseparable caleidoscopio. Su madre llega y le dice: “¿Qué haces tanto tiempo ahí?”. Y él responde: “Miro”. Es lo mismo que le dice a su enfermera muchos años después, en Puerto Rico, ya cercano a la muerte. Mirar, mirarse, para comprenderse. Hablarse, hablarnos para que le comprendamos. Como olas que vienen, van y vienen, / besándose, apartándose, / en un eterno conocerse, / mar, y desconocerse. La luz con el tiempo dentro es el homenaje de poesía visual que se merecía el poeta.
ANTONIO FERNÁNDEZ JIMÉNEZ