El Umbral que susurraba a los micrófonos
CUENTA Y DA FE Anna Caballé en su biografía de Francisco Umbral El frío de una vida (2004) que el joven escritor que hacía versos empezó a darles realce y protagonismo en su prosa noctívaga de la radio. En un tono de confidencia, casi como susurrando en los oídos de sus oyentes, con la misma delicadeza de un soplo materno que entorna los ojos de quien lo recibe, Francisco Umbral –que a finales de los cincuenta del pasado siglo todavía firmaba como Francisco Pérez– daba las buenas noches leyendo sus artículos en La voz de León, “una emisora en una ciudad de provincias donde la precaria juventud tenía muy pocos alicientes y, sin embargo, notables intereses y curiosidades”, expresa el escritor leonés Luis Mateo Díez en el prólogo de Diario de un noctámbulo (Planeta), segundo libro póstumo de Francisco Umbral –el primero fue Carta a mi mujer, en 2008–, que recopila aquellos artículos inéditos que suponen el anticipo y la revelación del gran escritor que llegaría a ser. Que ya era.
De recuerdo “más o menos vagoroso”, Mateo Díez evoca la voz de un Umbral veinteañero, cuando compaginaba su trabajo de locutor con aquel El Norte de Castilla donde Miguel Delibes le había acogido junto a Jiménez Lozano, Javier Pérez Pellón, Miguel Ángel Pastor, César Alonso de los Ríos, el padre Martín Descalzo, Manu Leguineche… Aquella generación de grandes periodistas y escritores, la escuela de El Norte, en la que Umbral debutó con su artículo “Tres actitudes de la lírica contemporánea” el 21 de marzo de 1957. Fue su primera incursión en el papel, una primera borrachera “de letra impresa y tipógrafo dormido”, cuya resaca le duró toda la vida, escribió él mismo con motivo del 135 aniversario del periódico vallisoletano.
Los artículos recogidos en la primera parte de Diario de un noctámbulo, titulada Buenas noches (1958), revelan una voz muy personal e íntima, que anuncia: “Aquí estamos para ponerle al tiempo su estribillo, su centinela de miel o de vinagre a los días que pasan, al tiempo que no queda, a la vida”. Se oiría una sintonía y luego él, Umbral, saludando a los oyentes, que son concretos. Decía: “Buenas noches”, seguido de un vocativo con una metáfora. Hay arranques brillantes: “Buenas noches, seductor, galante vampiro y embustero”; o a un bebedor, “locuaz y violáceo bebedor”; también a sujetos etéreos: “Buenas noches, nostalgia, postura lánguida del alma”; a la ciudad, “alta respuesta del hombre a la montaña”; a los colegiales, de los que siente una nostalgia “tierna y voluntaria de un primer y mágico pasado que para ti es y está siendo presente”. Una melancolía infantil que Umbral conservó hasta el final: en 2003 confesaba a Carlos Dávila en una entrevista televisiva que había escrito Mortal y rosa (1975) antes de que muriera su hijo “porque es en los ojos de un niño donde uno contempla su propia infancia”.
Con ritmo flemático, el ojo del lector se recrea mansamente en estos primeros artículos, líricos y filosóficos, de Diario de un noctámbulo. Van flotando las palabras engarzando las sorpresas poéticas del estilo umbraliano, como cuando el autor se dirige a una muñeca, “como a un perro, o a la luna, cándidos destinatarios de las peores confidencias de la humanidad…”.
Pero Umbral no sólo se dedicaba a dar las buenas noches. En El piano del pobre, la segunda tanda de artículos incluidos en Diario de un noctámbulo, hay un ambiente más diáfano, un aire costumbrista de un Umbral observador de “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, o sea, maestro Juan de Mairena: “lo que pasa en la calle”. De ese León provinciano habla Umbral como desde el punto de vista de un organillero de la esquina, al que “ya nadie arroja calderilla […] ya no llueven de los altos miradores los céntimos generosos”. Pero también habla de la cultura del momento que va llegando de fuera: el cine de Cantinflas, “con el que uno se ríe a gusto, se ríe a lo loco”; el rock and roll de Elvis Presley, por aquel entonces ya militar que donaba sangre a la Cruz Roja y del que dice Umbral: “Muy hermoso el gesto, pero no sabremos decir si absolutamente aceptable, porque él tiene probada la temperatura revolucionaria de su sangre, el ritmo disparatado de su corazón”.
Lo que se publicó al siguiente día de su muerte en “El Mundo” fue una columna vacía, solo con su firma, su foto y el título
Del saxo de Sidney Bechet a la bailaora Carmen Amaya, estos artículos suenan a joven, a un Umbral de su tiempo, moderno aunque atemporal, en aquellos tiempos en que comenzaba la revolución sexual y él se permitía hablar de las últimas modas de París, de la vuelta a la costura de las medias, de la falda corta, de las “un poco olvidadas rodillas femeninas”, del cruce de piernas de las señoras, con el atrevimiento de expresarlo “en una España procesional y devota”. Sin duda respiraba ya su querencia erótica, el vouyerismo que pronto desarrollaría en sus libros y artículos.
En un extraño salto de lo erótico a lo político, en El tiempo y su estribillo (1960–61), tercera y última parte del libro, aparecen sus inquietudes sociales y políticas. “Paz, amor y fantasía. Éstas pudieran ser las premisas de la justicia social. Pan, amor, y fantasía; bienestar, dignidad y cultura puede ser la traducción”. Pero hay más reflexión personal y teoría política que mención a los políticos, poco inspiradores entonces (las circunstancias de la dictadura) para Umbral, quien más tarde se convertiría en un apasionado del género político y en uno de los más importantes columnistas de la segunda mitad del siglo XX, que llegó a afirmar, en Un ser de lejanías (2001), que “los políticos son la épica de nuestro tiempo, héroes de traje marengo, capaces de decir algo nuevo todos los días, o que suene a nuevo siendo tan viejo”.
El Umbral más periodista se refleja también en estos últimos artículos, donde se percibe un tono más informativo, aunque siempre confundido con la primera persona de su mirada. “Esta tarde, en el Círculo Medina, dará una conferencia Miguel Delibes […]. Yo, que apenas leo novelas, siempre releo las de Miguel Delibes, y no ya por personal y particular acercamiento, sino porque su arte de la contención supone para mí todo un aprendizaje literario”.
Antes de marchar a León para redactar sus artículos radiofónicos, el Umbral vallisoletano colocaba su máquina de escribir en una mesa de la redacción de El Norte y le brotaban los temas mientras ametrallaba la hoja con “una capacidad y una gracia en la escritura” propia del “maestro del lenguaje” que llegaría a ser, recordaba Leguineche aquel día de finales de agosto de 2007 en que se conoció la noticia de que Umbral había ya cerrado “aquellos grandes ojos oscuros, golosamente infantiles, límpidos, que te miraban sin escrutar, sólo tanteando el terreno […], aquella mirada de unicornio”, según el recuerdo de Ada del Moral en LEER, rememorando su último encuentro con Umbral, quien, en la agonía de su muerte, todavía quería sujetarse a la vida con las palabras, dictándole a su mujer las frases de un último artículo que no llegaría a terminar, en un intento inútil por sobrevivir. Lo que se publicó al siguiente día de su muerte en El Mundo fue una columna vacía, solo con su firma, su foto y el título que sí llegó a copiar María España: “Las uvas del deseo”. Ya no había inicio ni final, ni curvas eróticas del lenguaje. Era un blanco de ausencia, como una infantil lápida límpida de papel. Tenía razón Delibes. Ante todo, “Umbral era un esteta”.
ANTONIO FERNÁNDEZ JIMÉNEZ (@FernndezJi)