Thomas Mann siempre se consideró un autor musical. Y la música es, por excelencia, un factor determinante de la cultura trágica alemana. Honrando este carisma literario, en genuino culto dionisíaco a lo auditivo, llega uno de los grandes acontecimientos culturales del año, acreditado por sus diversas ramificaciones y un largo alcance no sólo en diferentes espacios paralelos sino también en el tiempo. La ópera Muerte en Venecia de Benjamin Britten, basada en la obra maestra de Mann, permanecerá en el Teatro Real con siete funciones hasta el 23 de diciembre, felizmente enriquecida por otras actividades, en la misma sede y escenarios ajenos, sobre ámbitos complementarios (música, artes plásticas, cine y conferencias) que se concentrarán en este mes pero llegarán a prolongarse hasta la primavera (destaca Muerte en Venecia de John Neumeier por el Ballet de Hamburgo en marzo).
A esta ambiciosa programación contribuye, hasta el 2 de febrero, la Biblioteca Nacional, mediante la exposición “Otra muerte en Venecia: Mariano Fortuny Madrazo, 1871–1949” a partir de una nota necrológica inédita de César González-Ruano, con ilustraciones del propio artista, en torno a tres ejes vitales y literarios de Mann: Eros y Thanatos, Richard Wagner y Venecia. También participa la Fundación Juan March con un ciclo de charlas sobre “Thomas Mann, su vida, su obra y su tiempo” de la germanista Rosa Sala Rose (quien imparte la segunda conferencia esta tarde a las 19:30 h) y otro de conciertos, “El universo musical de Thomas Mann” (última cita, el 10 de diciembre). Además, colabora la Filmoteca Española con la proyección de Muerte en Venecia de Luchino Visconti (Cine Doré, 9 y 13 de diciembre), un filme que Benjamin Britten, tras un conflicto de derechos que le retrasó en sus planes, evitó para no verse influido en el proceso creativo a pesar de que su ópera presentaría una marcada estética cinematográfica (llegó a forrar las cubiertas del libro que manejó con papel opaco para no contemplar el fotograma con el que venía ilustrada la edición, según explicó el musicólogo Luis Gago en un reciente coloquio del tradicional programa “Enfoques” del Teatro Real).
Muchísimo más que esta libérrima adaptación cinematográfica de 1971 (fallida a todas luces) es la última ópera de Britten (1913–1976) una referencia obligada para el lector de la novela La muerte en Venecia (1912), sublimada por la perpetuación romántica de la leyenda en círculos concéntricos: el protagonista Gustav von Aschenbach es un trasunto del narrador alemán y, a su vez, del compositor británico, quien finalizó la partitura sabiéndose asimismo al término de su vida, en homenaje también a un joven amado como despedida confesional y liberadora. Subir al escenario tales conflictos espirituales, artísticos y humanos, desde “el viaje de un personaje literario, puramente introspectivo”, es el gran logro de Benjamin Britten, subrayado por Willy Decker, director de escena y figurinista de Muerte en Venecia. Estructurada en dos actos y diecisiete escenas, esta inquietante ópera articula un complejo tejido de motivos musicales con los monólogos reflexivos del atormentado escritor Aschenbach, encarnado por el tenor John Daszak. Le da réplica el barítono Leigh Melrose, encargado de dar vida a siete personajes distintos: el viajero, el viejo presumido, el viejo gondolero, el director del hotel, el barbero del hotel, el director de los músicos y la voz de Dioniso. Sobre su más sombría interpretación descansa el último sentido revelador del mundo que caracteriza la grave pluma de Thomas Mann.
En este sentido, la ópera de Britten recrea el concepto de epifanía de forma sobrecogedora, dejando la profunda huella de Schopenhauer marcada sobre un territorio veneciano fantasmagórico y espectral que el adolescente Tadzio (Tomasz Borczyk) utiliza para crecerse con un arrollador erotismo paganizante, importado de las páginas de Mann y triunfante en el clímax de un baile de impresionante belleza minimalista.
Frente a él, podría decirse que la reflexión intelectual (sobrepasada siempre, no obstante, por la emoción) aparece estimulada por una interesantísima utilización simbólica del concepto de marco en la puesta en escena. El más llamativo es el gran marco museístico que encuadra una enorme representación del dios Baco, frente a la pequeña figura, estática y apolínea, de Tadzio. También muy sugerente es el que conecta al oscuro burgués con un paisaje exterior en azul celeste, ventana onírica de apertura al espíritu artístico; y aquel que aprisiona al joven Tadzio en una de las ensoñaciones febriles de Aschenbach. Pero los marcos más agresivos son los que se muestran en espejo o acogida de espectáculos aberrantes, de títeres y pícaros callejeros, cuya plasmación escénica descubre matices de angustia plástica sobre la recurrente pulsión de la muerte en la obra de Thomas Mann.
MAICA RIVERA (@maica_rivera)