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Una patria literaria

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Treinta años des­pués de aban­do­nar Cata­luña, nues­tro cola­bo­ra­dor en Ita­lia Jordi Canals refle­xiona en clave lite­ra­ria sobre los acon­te­ci­mien­tos recien­tes en torno al pro­ceso soberanista.
 

EN FEBRERO DE 1984 DEJÉ DE VIVIR EN BARCELONA. Desde enton­ces he pasado por Liu­bliana, Trieste, Pes­cara y Trento, ciu­da­des todas ellas en las que he resi­dido por un tiempo largo sin aca­bar nunca de echar raí­ces en nin­guna parte. Para colmo no he vuelto a casa más que por bre­ves perio­dos vaca­cio­na­les y eso ha com­por­tado un cre­ciente ale­ja­miento y des­arraigo. Me doy cuenta de que a mis cin­cuenta y cinco años y pico soy, de hecho, ya más de fuera que de den­tro; algo que qui­zás no me da dema­siada auto­ri­dad para inter­fe­rir ni opi­nar en nada de casa nos­tra. Me ayuda, eso sí, a poder sobre­lle­var con estoi­cismo la lec­tura de la prensa dia­ria de mi tie­rra y a seguir los repor­ta­jes que se emi­ten por sus emi­so­ras de radio y cana­les tele­vi­si­vos, inter­po­niendo pare­cida pan­ta­lla anímica –un ita­liano cuenta con el lujo ver­bal de poder recu­rrir al sus­tan­tivo estra­neità, con­cepto que no acierto nunca a tras­va­sar a mi len­gua– a la que inter­pon­dría al aso­marme, con un océano de por medio, a las menu­das vici­si­tu­des de las pobla­cio­nes de la remota isla de Groenlandia.

978843224814Por el camino he ido per­dién­do­les la pista a nume­ro­sos parien­tes y cono­ci­dos con los que ya no tenía nada de qué hablar, ni tam­poco nada de que dis­cu­tir. Y aun así he lle­gado a envi­diar su entu­siasmo, esa capa­ci­dad fes­tiva para adhe­rirse a las con­sig­nas patrió­ti­cas y fun­dirse de ese modo con la colec­ti­vi­dad. En mi caso no lo he con­se­guido. Ni tam­poco logro ahora des­em­ba­ra­zarme de ese las­tre de pesi­mismo que me ago­bia al enre­darme una y mil veces en el cli­ché tram­poso de la “deca­den­cia de los tiem­pos actua­les”. Pero cómo no caer en luga­res comu­nes cuando evoco, por evo­car una de las reali­da­des que a mi más pró­xima me resul­taba hasta hace poco tiempo, el barrio de la Sagrada Fami­lia de antaño y com­pa­rarlo con el que con­tem­plo en este otoño plo­mizo de 2014. Al barrio se le cono­cía enton­ces, ocho años antes de la cele­bra­ción de los Jue­gos Olím­pi­cos, con el nom­bre de poblet y ese ape­la­tivo (por aña­di­dura con cari­ñoso dimi­nu­tivo, un rasgo mor­fo­ló­gico infre­cuente en cata­lán) lo dice prác­ti­ca­mente todo; es hoy, en cam­bio, un dis­trito de mer­ce­na­rios y con­tra­ban­dis­tas al ser­vi­cio de la pela forá­nea. Nada que obje­tar, pues tal vez sea el dinero un obje­tivo exis­ten­cial tan digno como alcan­zar la fama o per­se­guir memo­ria póstuma.

Es ape­nas un cor­del des­hi­la­chado lo que me vin­cula a mi lugar de ori­gen, y menos aún cuanto me ama­rra al Tren­tino adoptivo

Siento, con todo, un desa­so­siego que me abruma al saber que las cosas pudie­ran haber sido hoy muy dis­tin­tas. Para cons­ta­tarlo bas­ta­ría mon­tarse en el pri­mer vuelo con des­tino a Lon­dres, metró­poli cuyas nebli­nas apes­tan inten­sa­mente a libra ester­lina, y calle­jear de un extremo a otro de la capi­tal. Me asusta enton­ces pen­sar qué hubié­ra­mos sido capa­ces de pro­yec­tar con barrios como el de Blooms­bury y con reco­le­tos par­ques urba­nos como el de St. George’s Gar­dens. Lo adi­vino, pues para algo me ha ser­vido haber visto cómo las han gas­tado durante déca­das nues­tros urba­nis­tas en la costa cata­lana, en las ciu­da­des y en los pue­blos rura­les del inte­rior que, como dice un buen amigo, sólo han logrado con­ser­var la belleza de sus anti­guos topónimos.

la-lluvia-amarillaMis ami­gos cata­la­nes… se cuen­tan hoy con los dedos de una sola mano. Cuando pongo pie en Bar­ce­lona no tengo ni nece­si­dad de echar mano de agenda, pues me sé de memo­ria aquel par de núme­ros de telé­fono. Admiro su capa­ci­dad de resis­ten­cia, pues de haber per­ma­ne­cido allí tal vez yo hubiera sido de los que se suma­ron a la ban­dada desde la pri­mera hora. Temo que a estas altu­ras de mi vida esta­ría la baran­di­lla del bal­cón de mi apar­ta­mento envuelta en la sen­yera, col­ga­ría una bufanda con los colo­res blau­grana en el per­chero que hay en el ves­tí­bulo de entrada y, en la puerta tra­sera del auto­mó­vil, luci­ría gallarda la pega­tina que repro­duce el con­sa­bido borriquillo.

A menudo me he parado a pen­sar a qué dis­ci­plina, a que moda­li­dad de ejer­ci­cios espi­ri­tua­les hubiera debido some­terme para lograr per­ma­ne­cer pegado a la ori­lla y evi­tar así ser engu­llido por el remo­lino. Me veo enton­ces recién levan­tado de la cama, lega­ñoso y des­pei­nado, toda­vía en pijama, infun­dién­dome áni­mos delante del espejo y repi­tiendo en voz alta una espe­cie de can­ti­nela que ojala que pose­yera la magia de un sor­ti­le­gio: “No. Hoy tam­poco sucumbiré”.

Es ape­nas un cor­del des­hi­la­chado lo que me vin­cula a mi lugar de ori­gen, y menos aún cuanto me man­tiene ama­rrado al Tren­tino adop­tivo. Pero no me siento solo, ni tam­poco desorien­tado. Poco a poco, pala­bra tras pala­bra, línea tras línea, página tras página, volu­men tras volu­men, ha ido cre­ciendo mi vecin­dad alter­na­tiva. En dicha Repu­blica lite­ra­ria, las cel­das con­ti­guas se han ido poblando y ani­mando a remol­que de las afi­ni­da­des elec­ti­vas. La llu­via ama­ri­lla ha ter­mi­nado empa­re­ján­dose con Pedro Páramo. El Albur­quer­que de El bal­cón en invierno com­parte ahora espa­cio estan­te­ril con el Erto de Fan­tas­mas de pie­dra. Pro­ce­dente de los rella­nos más altos rueda por las esca­le­ras ese lied schu­ber­tiano que, de manera inin­te­rrum­pida, el pel­mazo de Hans Cas­torp escu­cha hasta la sacie­dad. Y agra­van mi per­sis­tente dolor de cabeza los con­si­guien­tes gol­pe­ta­zos que Ulrich –que tanto debiera empe­ñarse ahora en cum­plir con los obje­ti­vos de la Acción Para­lela que le mar­ca­ron las auto­ri­da­des de Kaka­nia― da con los nudi­llos en la pared divi­so­ria para inten­tar per­sua­dir a su vecino de que, de una vez por todas, debiera bajar el volu­men del gra­mó­fono. Y todo ello ante el pasmo del sinó­logo Peter Kien, inca­paz de con­cen­trarse esta madru­gada en con­je­tu­rar una hipó­te­sis plau­si­ble que le per­mita reem­pla­zar la cadena de sin­sen­ti­dos tex­tua­les y varian­tes erró­neas que ha docu­men­tado para cierto lugar cri­tico de un manus­crito anó­nimo cuya trans­mi­sión arranca en la dinas­tía Tang. Mien­tras tanto se que el teniente Gio­vanni Drogo per­ma­ne­cerá impa­si­ble en su puesto, con­tem­plando desde la azo­tea la quieta línea del hori­zonte a la luz de la luna llena, velando por todos nosotros.

Aspiro a com­par­tir el Paraíso con la extra­va­gante vecin­dad alter­na­tiva de mi Repú­blica lite­ra­ria, aje­nos a fan­fa­rrias patrio­te­ras y a la escla­vi­tud de las lenguas

9788497936781Cons­ti­tu­yen estos inqui­li­nos extra­va­gan­tes y soli­ta­rios mi única paren­tela. Son los que me han for­mado, bajo cuya tutela he ido madu­rando y quie­nes han logrado impe­dir, hasta el día de hoy, que sucum­biera a la fuerza de la ban­dada que remonta el vuelo para caer acto seguido sobre un nuevo campo de trigo que poder esquil­mar. Aspiro un día a mere­cer el pri­vi­le­gio de com­par­tir el Paraíso con Elías Canetti, Julio Lla­ma­za­res, Dino Buz­zati, Robert Musil, Mauro Corona, Luis Lan­dero, Juan Rulfo y Tho­mas Mann. Indi­fe­ren­tes a las fan­fa­rrias patrio­te­ras y libe­ra­dos por fin de la escla­vi­tud de las len­guas. Pero me temo que ni el Paraíso, ni el Infierno, ni el Pur­ga­to­rio, ni el Limbo exis­ten y que tan solo me que­dará, en los días fina­les, el con­so­la­to­rio goce de estar triste. Ojala que para enton­ces las modes­tas ambi­cio­nes que agi­tan a quie­nes viven en las pobla­cio­nes de la remota isla de Groen­lan­dia, y a las que hoy en día tanto espa­cio con­ce­den los medios de infor­ma­ción de mi tie­rra, no hayan sido más que una mala pesa­di­lla que se repi­tió per­ti­naz durante unas pocas noches, pero que al cabo fue humo y quedo en nada.

 

JORDI CANALS PIÑAS es pro­fe­sor agre­gado en el depar­ta­mento de Filo­so­fía y Letras de la Uni­ver­si­dad de Trento.

 Maquetación 1Una ver­sión de este artículo ha sido publi­cada en el número de octu­bre de 2014, 256, de la edi­ción impresa de la Revista LEER. Cóm­pralo en quios­cos y libre­rías, o mejor aún, sus­críbete.

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