NOS VEMOS EN MADRID, Hotel Palace, sentados en «una de las rotondas más acogedoras que existen en el mundo». Y me añade: “El hall del Palace es el microcosmos de la vida española y de una gran parte de la vida catalana”. Así será. En otro tiempo, hace ya casi cuarenta años, veía uno por aquí a Pujol, a Roca, a Trías Fargas; ahora, a Duran i Lleida, al que no conozco, y sí a Sánchez Llibre, con el que hablo del gran guardameta Martorell y del elegante medio centro Parra, aquellos héroes blanquiazules de mi santa infancia… Pero con Pla no hablamos de fútbol, sino de la tertulia del Palace en sus primeros días madrileños (los de Pla), al comienzo de los años veinte:
“Era una tertulia de mucho interés, bastante más que esas de ahora en la televisión. Yo no faltaba nunca. Venía gente de Cambó y de March y de Lerroux, y casi de los tres… Estaba el mallorquín Estelrich, con el que luego hice como de espía franquista, cuando la guerra y pagado por Cambó. Estaba Emiliano Iglesias, que vivía en este mismo hotel del que era accionista. Y un colega suyo, o sea nuestro, de usted y mío, pariente del músico, Víctor Ruiz Albéniz, que también era médico, aunque no sé si todavía ejercía…
Al menos luego, en los años cuarenta, sí. Me lo contaba Eduardo Haro Tecglen, que trabajó con él en ‘Informaciones’. Ruiz Albéniz estaba encargado de unas inspecciones médicas, pero como era un pluriempleado –para poder mantener a sus dos familias– enviaba al joven Haro para que las hiciera en su lugar… Para hacer el paripé, claro.
Este Ruiz Albéniz, abuelo del ministro Gallardón, era de la total confianza de March. El millonario tenía reserva permanente en el Palace, y acudía a la tertulia, siempre de pie, con el puro en la boca y una copa de coñac que jamás pagaba.
Usted también trabajó para don Juan March.
Yo he trabajado para mucha gente. En este pícaro oficio, como en el de puta, no hay que mirarle el diente al cliente, sino el bolsillo. Con March trabajé en un periódico suyo, El Día… Él se equivocó comprando periódicos, y tuvo varios. Es más económico comprar periodistas. Como el propio March diría años más tarde de los ministros: no hay que empeñarse en hacerlos; es mejor comprarlos ya hechos.
Yo he trabajado para mucha gente. En este pícaro oficio, como en el de puta, no hay que mirarle el diente al cliente, sino el bolsillo.
¿Por qué se dedicó usted al periodismo?
Mi familia del Ampurdán cometió el error de no enseñarme a labrar y a cultivar la tierra. Yo iba a estudiar Medicina, pero hice Derecho, que no me interesaba. Me gustaba leer. He leído mucho, sin orden y sin plan, de todo, por pura afición y gusto… Iba en Barcelona al Ateneo y a la tertulia del doctor Borralleres, al que pedí consejo y ayuda. Me dijo: “El periodismo es un mal oficio y yo le aconsejo que, una vez le haya sacado el jugo, se salga de él. Pero el periodismo es útil porque obliga a ver las cosas directamente y a describirlas de una manera clara y sencilla. Se tendrá que contentar con lo que le den, que será bien poca cosa. Quizá no pueda pagar la pensión”.
¿Pudo pagarla?
Aquel año, 1919, yo hice esta anotación en el cuaderno gris donde llevaba mi dietario: “Tengo veintiún años y aun no he comido ninguna ostra. Soy un desgraciado”. Era el 19 de enero, y estaba con mi hermano Pere en el café Suizo, y ante nosotros pasó el camarero con una magnífica fuente de ostras, que no eran para nosotros…
Usted es de buen comer.
Sí, pero no en mucha cantidad, ¿me comprende usted? Procuro tomar alimentos que sean siempre de temporada. Lo otro es una muestra de esnobismo y de pedantería, algo impropio de la gente de campo, del payés, que entiende de eso porque ha criado lo que come… Volvamos a su pregunta. A primeros de junio volví a Barcelona con cincuenta duros que me dio mi padre, y me mudé de una modesta pensión de la calle Pelayo a una casa de huéspedes con ciertas pretensiones de la Rambla de Cataluña. El 1 de julio entré en Las Noticias por recomendación del doctor Borralleres… Empezaba en el periodismo, esa extraña aventura… Pero estábamos con la comida, ¿usted de dónde es?
Soy de Huelva.
Ahí tienen muy buenas gambas, aunque en el diccionario de la Academia se decía de este crustáceo que «habita en el Mediterráneo»… Por fortuna para todos, habitan (no los académicos sino las gambas, que son mucho más inteligentes que los académicos) en muchos más lugares… Pero en su tierra de usted, y perdone que se lo diga, como en todo el país, estropean las gambas haciéndolas a la plancha.
–Entonces, ¿sólo hervidas?
Los crustáceos ni hervidos ni a la plancha. Hay que hacerlos a la brasa. Sobre todo el bogavante, el mejor de todos, y la langosta, que es menos importante aunque cueste más. Y hay que hacerlos a la brasa no sólo porque esa es la manera de sacarle a su carne todas las cualidades que tiene, sino porque el tostado del caparazón contribuye de una manera decisiva a ensalzar el sabor de su sustancia. Este olor abre el apetito y se llegan a obtener así cualidades de elevada categoría: he aquí un modestísimo consejo, que yo me atrevo a dar en relación con todos los crustáceos, tanto los pequeños como las gambas como los de volumen superior… Y atención a las salsas: la verdadera salsa del crustáceo es el crustáceo mismo con el perfume de su caparazón tostado al fuego. Podría añadirse, todo lo más, una sumaria vinagreta: unas gotas de aceite puro de oliva y una ligera presencia, muy leve, de vinagre. Maltratar con gustos extravagantes lo que por sí mismo posee cualidades únicas constituye, a mi modo de ver, una equivocación manifiesta… Lo que ocurre es que la gente no lee a Goethe, y desconoce la importancia de la limitación.
Mi país es el Ampurdán y Cataluña y España y Europa y lo que llamamos Occidente. Según. Lo que se vive, donde se vive, donde se come y se caga. Donde se anda. Lo que se pisa. Eso somos…
Antes, a cuenta de las gambas, habló usted del país. ¿A qué país se refiere?
Mi país es el Ampurdán y Cataluña y España y Europa y lo que llamamos Occidente. Según. No lo es el Oriente, porque no lo conozco. Lo que se vive, donde se vive, donde se come y se caga. Donde se anda. Lo que se pisa. Eso somos… Mire lo que decía Montaigne en su último ensayo, sobre la experiencia: “En vano nos encaramamos sobre unos zancos, pues aun con zancos hemos de andar con nuestras propias piernas”. Y, esto es importante, remata así. “Au plus eslevé throne du monde, si ne sommes asses que sus nostre cul”. Eso es así. Todos nos sentamos sobre nuestro culo. Igual el rey en su trono que el súbdito en su váter.
Le gusta a usted Montaigne.
Nunca me canso de leer sus Ensayos, y cuanto más los releo mejor resultan.
Usted está muy influido por la cultura francesa.
Mire usted, yo vivo al lado. He estado en París. He leído mucho en francés… La cultura maorí, por ejemplo, creo que no me ha influido nada… A propósito, lea usted a Samuel Butler, me refiero al contemporáneo; un inglés tan original que nunca perteneció a ningún club. La lectura de su Erewhon or over range le complacerá mucho… Pero estábamos con la cultura francesa. Claro que me influyó. ¿Cómo no me iba a influir la lectura de Fustel de Coulanges? La Cité antique, escrita con poco más de treinta años, es un prodigio de saber y de conocimiento, y sobre todo de intuición y de observación, y de precisión. Eso no lo olvide. La precisión, como la adjetivación justa, y la búsqueda de la verdad, algo fundamental… Los franceses son buenos escritores y yo he disfrutado mucho leyéndolos. A los del siglo XVIII y XIX sobre todo. Montesquieu es formidable, pero también Barrés. O el saboyano De Maistre. Lea usted Les Soirées de Saint-Petersbourg. O lea al maestro de los polemistas, a Daudet.
El de “Tartarín”.
No. Ese es el padre, Alphonse, también magnífico, un escritor de la tierra, irónico y nada pomposo. Yo me refería a Leon Daudet, un exponente de cierta derecha francesa, casi toda ella muy culta, sea reaccionaria, conservadora o liberal. Y no como en este país, con tanta propensión a la ignorancia como la izquierda.
España es un país de fanáticos, de onanistas y de perturbados. Yo he vivido mucho y me he adaptado a las circunstancias, casi todas malas, procurando buscar las menos adversas
¿Usted, qué es? ¿Franquista, nacionalista catalán, conservador, liberal, reaccionario?
Yo soy de Palafrugell y del Mas Pla en Llofriu. He sido periodista, casi a la fuerza. Escritor, por una especie de ineluctable manía diabólica. Payés de vivienda y de vivencia, de comida (tengo vacas, gallinas, cereal, olivos, vino, hortalizas…). Y, sí, fui como un espía de Franco, aunque no creo parecerme a James Bond, y agente de Cambó, negociador con Lerroux, aquel político tan admirado por los españoles que gozaban de queridas, estuve a punto de dirigir La Vanguardia Española, tras Manuel Aznar, el abuelo del presidente, y prefirieron a un fanático… Ya sabrá usted, a su edad, que España es un país de fanáticos, de onanistas y de perturbados. Yo he vivido mucho y me he adaptado a las circunstancias, casi todas malas, procurando buscar las menos adversas. En el verano de 1936, unos cenetistas fueron a matarme y un paisano anarquista pudo evitarlo, por fortuna. Luego, Jaume Miravitlles, al que usted trató, que entonces era prohombre de la situación y además nacido en Figueres, me ayudó a salir de España. En aquellos momentos, al menos para mí, el fanatismo izquierdista era peor que el otro. El 19 de julio de 1936, desde un pequeño monte de los alrededores del pueblo, de mi Palafrugell, yo vi arder las siete pequeñas iglesias de otros siete pueblos. Yo presencié el espectáculo de esa destrucción, impotente. Y no como el lunes 11 de mayo de 1931, cuando la gente del pueblo de Madrid veía quemar los conventos con cierto aire de curiosidad, con un churro en la mano y con una sonrisa de fiesta en la cara… No fue luego mi caso. Junto a esas iglesias de mi tierra, había unos minúsculos cementerios con viejos y agudos cipreses sobre sus paredes doradas y antiguas. Y en esos cementerios estaban enterrados mis antepasados, mi memoria familiar. ¿Por qué aquellos hombres hicieron aquello? Las utopías son peligrosas, incluso las de mejor intención, porque los tópicos del humanitarismo más vehemente llevan con frecuencia a la inhumanidad. Antes hemos hablado de la derecha francesa culta, valga la redundancia. Joseph de Maistre decía que la historia era la política experimental. Esto es importante. No se puede decir mejor, aunque él tendiera a la teocracia. Otra utopía. La pureza utópica causa estragos. La inteligencia, la observación, llevan al realismo, fruto de la mirada experimentada. Maquiavelo, en la dedicatoria de Il Principe, nos da la clave del entendimiento político: “Una lunga esperienzia delle cose moderne et una continua lezione delle antique”. El bueno de Maquiavelo, tan grande y tan inteligente, no fue muy listo para él mismo. Fue un perdedor. Como yo.
La gloria es esa señora gorda de bronce o de mármol o de granito subida en los pedestales de los monumentos… Perdone que se lo diga: la gloria mejor en vida y en carne, no en bronce ni en piedra
Hombre, señor Pla, ¿cómo puede usted creer eso? ¡Con toda su gloria!
Mire usted, joven, la gloria es esa señora gorda de bronce o de mármol o de granito subida en los pedestales de los monumentos. A burro muerto cebada al rabo, que dicen ustedes… Perdone que se lo diga, la gloria mejor en vida y en carne, no en bronce ni en piedra. Una Gloria, una Marieta, una Consuelo, una Aurora, una Adi –una Aly–, una Lilian, aquella «cara bambina» suiza… Así que vamos a jorobarnos o a consolarnos y a disfrutar de esta admirable rotonda y de este saludable whisky escocés. Ya sabe lo que decía Joubert, tan razonable que tiene un sentido común muy superior a la lógica: “A cierta edad el espíritu se apaga, pero hay que alimentar el fuego con otra leña”.
VÍCTOR MÁRQUEZ REVIRIEGO
Una versión de esta Auténtica Entrevista Falsa ha sido publicada en el número de septiembre de 2014, 255, de la Revista LEER (cómpralo en tu quiosco y en librerías seleccionadas, o mejor aún, suscríbete).