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Dylan, la forja del alma americana

El chiste era inevitable: al premio Nobel le dieron el Bob Dylan. Lo explicó Leonard Cohen durante la presentación de su último y magnífico disco, You Want It Darker: premiar al autor de Idiot Wind equivale a condecorar al Everest por ser la montaña más alta.

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El chiste era inevi­ta­ble: al pre­mio Nobel le die­ron el Bob Dylan. Lo explicó Leo­nard Cohen durante la pre­sen­ta­ción de su último y mag­ní­fico disco, You Want It Dar­ker: pre­miar al autor de Idiot Wind equi­vale a con­de­co­rar al Eve­rest por ser la mon­taña más alta. Una deci­sión acaso inú­til por obvia. ¿Qué tal si en 2017 pre­mia­mos a la Gran Mura­lla China? Claro que la obvie­dad no fue tal para muchos, des­con­cer­ta­dos, des­me­le­na­dos a favor y en con­tra de un pre­mio cuyos már­ge­nes (en puri­dad) sólo corres­ponde aco­tar a los aca­dé­mi­cos sue­cos. ¿Es lite­ra­tura la escri­tura de David Simon en The Wire o la de David Milch en Dead­wood? ¿Perio­dis­tas como Rys­zard Kapuściński o Gay Talese hubie­ran podido ganarlo? ¿Sería un dis­pa­rate haber pre­miado en su día a Nel­son Cava­quinhoSan­tos Dis­cé­polo o José Alfredo Jimé­nez?

Con inde­pen­den­cia de lo que opine cada uno, qué hila­ri­dad, qué ver­güenza ajena, qué rubor y qué ter­nura, qué honda tris­teza pro­vo­caba la lec­tura de los aspa­vien­tos que pro­li­fe­ra­ron en los medios de comu­ni­ca­ción espa­ño­les. Que si Phi­lip Roth o Haruki Mura­kami lo mere­cían más, y no por su con­di­ción de escri­bas con­ven­cio­na­les frente a la hete­ro­do­xia de cele­brar a un com­po­si­tor, sino por­que su obra es cul­tu­ral­mente más rele­vante. O por­que son, uf, alta cul­tura, cul­tura con pedi­grí, cul­tura para gente culta que res­pira y mea cul­tis­mos, frente a la cul­tura de baja estofa, la cul­tura de la chusma, la cul­tura de uñas azu­les… la cul­tura popular.

En serio, ¿qué desa­yuna esta gente? ¡Quiero pro­bar sus dro­gas! Quiero sen­tarme frente al teclado des­len­guado, des­in­hi­bido, des­ha­rra­pado y des­en­cua­der­nado cual niño celeste y fac­tu­rar tex­tos como lo suyos, puro dadaísmo, Burroughs auto­má­tico para pon­ti­fi­car con la auda­cia que otorga la igno­ran­cia y obviar cues­tio­nes tan bási­cas como que, un supo­ner, Roth trató el nau­fra­gio de los 60 en Pas­to­ral ame­ri­cana, mien­tras que Bob Dylan fue uno sus prin­ci­pa­les des­en­ca­de­nan­tes. Es admi­ra­ble retra­tar con ojo insu­pe­ra­ble una época, pero amigo, que tus pala­bras fue­ran las res­pon­sa­bles, siquiera en parte, de que esa época evo­lu­cio­nara de una u otra forma, y que los cam­bios a los que nos refe­ri­mos ten­gan que ver con la lucha por los dere­chos civi­les o la revo­lu­ción sexual, pues, en fin, diga­mos que separa a unos y otros.  

 Pode­roso médium

Richard Ford, a su lle­gada a España para reco­ger el pre­mio Prín­cipe de Astu­rias de las Letras 2016, cali­ficó la deci­sión del Nobel de “mara­vi­llosa”, al tiempo que des­tacó que “Dylan influyó en todos noso­tros”. Algo que podría sus­cri­bir Sam She­pard, que coes­cri­bió junto a Dylan la can­ción Browns­vi­lle Girl (aun­que reco­miendo enca­re­ci­da­mente que bus­quen la pri­mera demo, titu­lada New Dan­vi­lle Girl, fechada en 1984, y muy supe­rior a la ver­sión que apa­re­ció en 1986), siguió al tro­va­dor durante la gira de 1975, la legen­da­ria Rolling Thun­der Revue, y publicó un libro, The Rolling Thun­der Log­book, donde lee­mos que “el mito es un médium pode­roso por­que se dirige a las emo­cio­nes en vez de al cere­bro. Nos arras­tra a zonas de mis­te­rio. Es peli­groso creer en algu­nos mitos, pero otros tie­nen la capa­ci­dad de cam­biar­nos por den­tro, aun­que sólo sea por un minuto o dos. Dylan crea una atmós­fera mítica en la tie­rra que nos rodea. La tie­rra que cami­na­mos a dia­rio y que no vemos hasta que alguien es capaz de mos­trár­nosla”.  “Es un tro­va­dor al viejo estilo”, escribe Colm Tói­bín nada más cono­cer la noti­cia, “un can­tor de la ver­dad, una voz lírica. Es inte­li­gente, siem­pre está listo para cam­biar, es sabio y listo. Sus rimas sue­len ser subli­mes, tiene acti­tud. Es la Amé­rica real, y Walt Whit­man, Emily Dickin­son y Wallace Ste­vens esta­rían encan­ta­dos. Por no hablar de Woody Guth­rie”. El crí­tico y poeta Craig Mor­gan Tei­cher, en las pági­nas del New Repu­blic, afirma que su “comen­ta­rio favo­rito sobre el Nobel a Dylan es del poeta Matt­hew Zapru­der, que en res­puesta a la gente que pro­tes­taba por­que Dylan no es un poeta escri­bió en Face­book: «Ok, estoy de acuerdo, no es poe­sía, pero es que ¡ESTO NO ES EL PREMIO NOBEL DE POESÍA!»”.

Dylan retratado en 1975 por Ken Regan durante el Rolling Thunder Tour que Sam Shepard recogió en forma de libro, publicado en España por Anagrama con el título de ‘Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera’.
Dylan retra­tado en 1975 por Ken Regan durante el Rolling Thun­der Tour que Sam She­pard reco­gió en forma de libro, publi­cado en España por Anagrama con el título de ‘Rolling Thun­der: con Bob Dylan en la carretera’.

Ah, la pro­ce­losa dis­cu­sión res­pecto a qué es y qué no es lite­ra­tura. La Aca­de­mia, en la voz de su secre­ta­ria per­ma­nente, Sara Danius, dejó muy claro que le con­ce­dió el pre­mio por “por haber creado nue­vas for­mas de expre­sión poé­tica en la gran tra­di­ción de la can­ción ame­ri­cana”. “¿Bob Dylan es un poeta?”, se pre­gunta Mor­gan, “No, no lo creo. Pero su tra­bajo es lite­ra­tura. Sí, abso­lu­ta­mente, y de eso trata el Nobel. Su pro­duc­ción artís­tica figura entre los hitos lite­ra­rios de nues­tro tiempo, y eso incluye la música para acom­pa­ñar las letras, puesto que las letras, exen­tas, no son poe­sía”. Poco des­pués lo com­para con Homero. Algo que tam­bién ha hecho Sal­man Rush­die: en el prin­ci­pio la poe­sía nació para ser can­tada, y muchos de los meca­nis­mos inter­nos del poema en papel, ritmo, métrica, etcé­tera, dela­tan sus orígenes.

Nadie puede dis­cu­tir la cata­clis­má­tica influen­cia de Bob Dylan, y no sólo social e his­tó­rica (“tal vez nin­gún artista vivo ha for­jado el alma ame­ri­cana, o explo­rado sus pro­fun­di­da­des, tan pro­fun­da­mente”, Mor­gan Tei­cher), sino pura­mente musi­cal y, sí, literaria.

Musi­cal: puso en órbita el lla­mado folk, bebiendo de Woody Guth­rie y Lead­be­lly; del blues de Robert John­son y el coun­try de Hank Williams; a su vera nació el folk rock (muchos de los gran­des éxi­tos de Peter, Paul & Mary y, aten­ción, los Byrds son ver­sio­nes de can­cio­nes suyas); publicó el pri­mer disco doble de la his­to­ria (Blonde on Blonde); espo­leó a los Beatles (Sgt. Pep­pers) y los Beach Boys (Pet Sounds) a explo­rar las opor­tu­ni­da­des del vinilo, que a par­tir de Blonde on Blonde pasaba a ser algo más que un mero reco­pi­la­to­rio de can­cio­nes; faci­litó el acer­ca­miento entre las tri­bus del rock y el coun­try, con lo que abona el terreno para mil aven­tu­ras y el naci­miento del country-rock; es el res­pon­sa­ble máximo de que Leo­nard Cohen, Neil Young, Tom Waits, Bruce Springs­teen, Joni Mit­chell y Tow­nes Van Zandt, y Fran­cesco de Gre­gori, y Joa­quín Sabina, y mil más, cogie­ran una gui­ta­rra; la lla­mada Ame­ri­cana, ese género a caba­llo del rock, el blues y el coun­try, hoy flo­re­ciente, tam­bién tiene un padre, Bob Dylan, y un disco madre, las Base­ment Tapes, las cin­tas del sótano, que grabó junto a The Band en 1967; suyo es el que con­si­dera mejor disco de la era rock dedi­cado a una rup­tura sen­ti­men­tal, Blood on the Tra­cks, de 1974; sus tra­ba­jos de la etapa cris­tiana, en espe­cial Slow Train Coming, de 1978, sem­bra­ron el des­con­cierto entre no pocos de sus fans, poco ami­gos del adoc­tri­na­miento reli­gioso, y hoy son con­si­de­ra­dos como clá­si­cos indispu­tables del gos­pel, bien que un gos­pel sui géneris… 

El ‘Big Bang’ del rock

¿Y lo lite­ra­rio? Hasta que él llegó el rock y el pop tra­ta­ban, en gene­ral, de cui­tas amo­ro­sas y/o usa­ban unos medios expre­si­vos dema­siado pobres. “Me quiere / no me quiere”. “She loves you, yeah, yeah, yeah”. A par­tir de sus dis­cos, del 63 en ade­lante, el Big Bang: el rock des­cu­bre que existe toda una pano­plia de asun­tos que tra­tar, que en las can­cio­nes puede con­vi­vir la inda­ga­ción amo­rosa con el len­guaje polí­tico, el expe­ri­men­ta­lismo o las van­guar­dias. No sólo el rock. La música popu­lar al com­pleto, del lla­mado Ame­ri­can Song­book –que la irrup­ción de Dylan entie­rra– al fla­menco (Veneno, Pata Negra) reci­birá su influjo. Es la dis­tan­cia que va de la, por otro lado esplén­dida, I’ve Got You Under My Skin, de Cole Por­ter:

Te llevo bajo mi piel / tan pro­fundo en mi cora­zón / que real­mente eres parte de mí / He tra­tado de no ceder / me he dicho que esta rela­ción nunca ter­mi­nará bien / así que por qué debe­ría de resis­tirme, cuando bien sé que­rida / que te llevo bajo mi piel.

La dis­tan­cia, decía, que va de ahí a A hard rain’s a-gonna fall: (uso aquí la estu­penda tra­duc­ción de Javier Ortiz para una impres­cin­di­ble con­fe­ren­cia que dio sobre Dylan):

Regreso antes de que la llu­via empiece a caer, / cami­naré hasta lo más hondo del bos­que más abrupto y som­brío, / donde abunda la gente con las manos vacías, / donde las bolas de veneno inun­dan las aguas, / donde el hogar del valle parece una sucia y húmeda pri­sión, / donde el ros­tro del ver­dugo está siem­pre bien tapado, / donde el ham­bre es odiosa, donde las almas están olvi­da­das, / donde el color el negro y el número nada, / y lo diré, y lo pen­saré, y lo hablaré, y lo res­pi­raré, / y lo mos­traré desde la mon­taña para que todas las almas lo vean, / y luego me asen­taré en el océano hasta que comience a hun­dirme, / pero, antes de can­tarla, me apren­deré bien mi can­ción, / y es que es fuerte, muy fuerte, / es muy fuerte la llu­via que va a descargarse.

Sir Chris­top­her Ricks, cate­drá­tico jubi­lado de la uni­ver­si­dad de Oxford autor de Bob Dylan’s Visions of Sin, un abru­ma­dor tra­tado sobre las letras del can­tau­tor, y tam­bién de reco­no­ci­dos ensa­yos sobre Mil­ton, Keats y Eliot, no duda en situarlo a la altura de estos. Tam­bién alerta del peli­gro que encie­rra equi­pa­rar la letra de una can­ción con un poema: “El arte dyla­nita, como el de cual­quiera que se dedi­que a escri­bir can­cio­nes, nece­sita de la par­ti­tura y la inter­pre­ta­ción para desa­rro­llar todo su poten­cial. Inter­prete genial, Dylan está en el nego­cio y el juego de enfren­tar el tempo y la rima. Las caden­cias, la forma de can­tar, el dra­peado rít­mico, no hacen supe­rior a la can­ción sobre el poema: sólo sitúan en otros rin­co­nes sus poderes”.

No es (solo) poesía

De ahí que tam­poco sal­gan bien para­dos los comen­ta­ris­tas extá­ti­cos, los fans acrí­ti­cos ¡y los cole­gas de ofi­cio! que se feli­ci­ta­ron por el pre­mio y no ven nin­gún pro­blema en que hable­mos de Bob Dylan como poeta y deje­mos fuera sus otros pode­res. Gente que cele­bra el galar­dón y baila sobre las excel­sas vir­tu­des del letrista por anto­no­ma­sia, mien­tras ignora de forma cons­ciente las adver­ten­cias del pro­pio Dylan: “En cual­quier caso lo único que importa es la can­ción, no el sonido. Sólo me importa la musi­ca­li­dad. Las letras sólo las con­si­dero en tanto que pueda can­tar­las. Es la música con­tra la que can­tas las pala­bras la que real­mente importa. Escribo letras por­que nece­sito algo para can­tar. Es la dife­ren­cia entre las pala­bras en el papel y la can­ción. La can­ción des­a­pa­rece en el aire, el papel per­ma­nece” (News­week, 1968). Pero Bob no sería Bob, la esfinge, el gran bur­lón, si no hubiera afir­mado tam­bién esto: “Me con­si­dero un poeta, y sólo des­pués un músico” (Melody Maker, 1978). O bien, “Las melo­días no impor­tan, tío, impor­tan las pala­bras” (entre­vis­tado por Ant­hony Sca­duto para su semi­nal libro Bob Dylan, 1971).

Resu­miendo: Bob Dylan no es un poeta, por más que su escri­tura reviente de hallaz­gos poé­ti­cos de pri­mer orden. Aun­que sus metá­fo­ras sean de una ori­gi­na­li­dad y una fuerza que aplas­tan. Aun­que sus tex­tos via­jen a lomos de una alu­ci­nante capa­ci­dad rít­mica y tiren coces mul­ti­co­lo­res de mula eléc­trica. Aun­que en sus can­cio­nes haya refe­ren­cias cons­tan­tes, ense­ñan­zas, relec­tu­ras, gui­ños, colla­ges y pues­tas al día de Homero y Safo, el Ecle­sias­tés y los Evan­ge­lios, el Apo­ca­lip­sis y la Torá, Sha­kes­peare y Ver­laine y Bau­de­laire, los dis­cur­sos de Lin­coln y los vie­jos perió­di­cos que daban cuenta de la Gue­rra de Sece­sión; aun­que, por poner un ejem­plo, sólo en una can­ción suya, cual­quiera, la breve y menor I Drea­med I Saw St. Augus­tine, el estu­dioso Ales­san­dro Carrera, pro­fe­sor de la Uni­ver­si­dad de Hous­ton, encuen­tre ver­sos que alu­den a San Agus­tín, aun­que podría tra­tarse de Agus­tín de Can­ter­bury, a Big Brown, un men­digo que inter­pre­taba monó­lo­gos en Washing­ton Square en el Green­wich Village, a prin­ci­pios de los 60, a Joe Hill, la can­ción de 1936 de Earl Robin­son Alfred Hayes que hon­raba a Joe Hill, el sin­di­ca­lista de Wor­kers of the World fusi­lado en 1915, a Mar­cos 5,41 y Lucas 8,54, a la pri­mera Epís­tola a los Corin­tios 13,12… y, ya digo, habla­mos de una can­cion­cita menor, y aun­que en reali­dad el labe­rín­tico y ende­mo­niado juego de refe­ren­cias cru­za­das, que puede pasar de la épica cons­truc­ción de la presa Hoo­ver al Santo Job y de un clá­sico oscuro del rythm and blues a una expre­sión del sur, una alu­sión a la fun­da­ción del país, un pasaje de Petrarca o una línea de Chuck Berry, nunca caiga en el sim­ple funam­bu­lismo. Dylan sabe cómo emo­cio­nar y, a menudo, sus tex­tos resue­nan con el eco de cam­pana de un desatado Whit­man. Son letras, ade­más, sazo­na­das de humor. A veces deli­cado y otras grueso. Y a medida que que­maba eta­pas han pasado de mos­trar la hue­lla de los beats y la ascen­den­cia sim­bo­lista a la intrin­cada sen­ci­llez de las Base­ment Tapes, pura arqueo­lo­gía, o las téc­ni­cas cubis­tas de Tan­gled Up in Blue, que cuenta una his­to­ria de amor y pér­dida mez­clando los pla­nos temporales.

Dylan y Allen Ginsberg ante la tumba de Kerouac en Lowell, Massachusetts, en 1975. / Ken Regan
Dylan y Allen Gins­berg ante la tumba de Kerouac en Lowell, Mas­sa­chu­setts, en 1975. / Ken Regan

Pero son y siguen siendo can­cio­nes. ¿Lite­ra­tura? Sí, claro, por supuesto. Pero lite­ra­tura que bri­lla y quema mucho más al acer­carse al micró­fono: por­que, y esa otra, nadie fra­sea como Bob Dylan. El dueño de un por­ten­toso deci­dor, por usar la afor­tu­nada expre­sión de Sabina, con el que revo­lu­cionó los pará­me­tros de la can­ción popu­lar a prin­ci­pios de los 60, al demos­trar que lo de menos era estar en pose­sión de una voz, diga­mos, bonita, y que hoy, con la gar­ganta arra­sada por déca­das de nico­tina y con­cier­tos, entrega dos dis­cos en los que ver­sio­nea a Frank Sina­traSha­dows in the Night y Fallen Angels, y, tahúr de tahú­res, no sólo sale vivo del empeño sino que lo hace suyo de tal forma que reduce a ceniza todos esos dis­cos pre­cio­sis­tas en los que los Rod Ste­wart y las Diana Krall del mundo han dila­pi­dado el reper­to­rio de Bing Crosby y Cía. a base de inyec­tarle melaza y recur­sos mil veces vistos.

Incom­pren­sión patria

A uno, en fin, no le queda otro reme­dio que rema­tar hablando de España. Ya sabe­mos que aquí las cir­cuns­tan­cias his­tó­ri­cas cons­pi­ra­ron con­tra la lle­gada del rock and roll. En los 60 era impo­si­ble con­se­guir dis­cos de Dylan en España. Durante años, el jefe de la dele­ga­ción de su dis­quera, o sea, el tipo que decía qué se impor­taba y qué no, era un famoso pre­sen­ta­dor de tele­vi­sión espe­cia­li­zado en copla. Tam­bién es legen­da­ria la anéc­dota que explica los ante­ce­den­tes pro­fe­sio­na­les del crí­tico de rock más influ­yente que tene­mos, Diego A. Man­ri­que. Lo con­taba él mismo en una entre­vista que le hicie­ron Julio Tovar y Ricardo Jonás G. para Jot Down:

 –¿Cómo lle­gas a cola­bo­rar en ‘Triunfo’?

 ¡Pues man­dando una carta! Es abso­lu­ta­mente asom­brosa la inocen­cia de aque­llos tiem­pos. En el año 72 empe­za­ron a publi­car bas­tan­tes artícu­los sobre la con­tra­cul­tura a raíz de un viaje que orga­nizó Bocac­cio a Cali­for­nia con toda la Gau­che Divine.

  Es difí­cil ima­gi­nar a Rosa Regàs hippie.

– No sé si fue Regàs, pero Mon­tal­bán y otros escri­bían sobre la con­tra­cul­tura en Cali­for­nia y era asom­broso, aco­jo­nante, no tenían ni puta idea. Enton­ces mandé una carta a ‘Triunfo’ diciendo que era una ver­güenza que este movi­miento (el rock) no estu­viera siendo cubierto de una forma seria. Me res­pon­die­ron con una carta diciendo “Si Vd. puede hacerlo mejor, mán­de­nos un artículo“. Y así fue, directamente.

Dirán que trans­cu­rrie­ron cua­renta años, que de aque­lla indi­gen­cia cul­tu­ral via­ja­mos a una cierta nor­ma­li­dad que nos homo­ge­niza con el resto de Europa, que del tipismo espa­ñol y la larga noche fran­quista que­dan jiro­nes y que cual­quiera con un mínimo de curio­si­dad puede acce­der no ya a los dis­cos de Bob Dylan sino tam­bién a una pano­plia de tra­duc­cio­nes de sus letras, bio­gra­fías, revis­tas espe­cia­li­za­das y ensa­yos. Es posi­ble, pero cómo no son­ro­jarse leyendo las meme­ces de unos colum­nis­tas apo­plé­ji­cos en cuanto alguien men­ciona al can­tau­tor de Duluth. Cómo no pelliz­carse ante los rebuz­nos de unos con­ter­tu­lios que, lite­ral­mente, no tie­nen ni puta idea de lo que hablan. Enter­nece la faci­li­dad con la que pon­ti­fi­can e ima­gi­na­mos que va en el sueldo. Hay que barrer lo que el jefe del pro­grama ordene, reba­ñar la noti­cia, far­dar y repar­tir rebuz­nos. Da igual que el orden del día incluya el último par­tido del Real Madrid, la con­fir­ma­ción de las ondas gra­vi­ta­cio­na­les o, sí, la con­ce­sión del pre­mio Nobel de Lite­ra­tura a un tipo que en 1965 publicó una can­ción, Ballad of a Thin Man, que les encaja como guante a medida o falo aco­plado a sus blan­cas y blan­das posaderas.

Has estado con cate­drá­ti­cos / Y a todos ellos les gus­taba tu aspecto / Con gran­des abo­ga­dos deba­tiste sobre lepro­sos y cri­mi­na­les / Te has empa­pado de todos los libros de F. Scott Fitz­ge­rald / Eres un buen lec­tor, todo el mundo lo sabe / Pero algo está pasando y tú no sabes qué es / ¿Ver­dad, Mr. Jones?

Olvi­de­mos la mise­ria de unos cro­nis­tas que vie­nen a ser el equi­va­lente de aque­llos lis­tos que decían que el cine no es arte, o esos otros que cru­ci­fi­ca­ban a Alfred Hit­ch­cock por comer­cial y a John Ford por reac­cio­na­rio. Espe­cu­le­mos con la razón última por la que el Nobel recayó en un tipo tan huraño como genial, y tan audaz como a menudo incom­pren­si­ble. Hubiera que­dado raro pre­miar en su día a Picasso. Por mucho que con su arte crease “nue­vas for­mas de expre­sión poé­tica en la gran tra­di­ción de la pin­tura”. Tam­poco colaba dár­selo a Cha­plin, que vale, sí, escri­bía sus guio­nes, pero al que recor­da­mos, pri­me­ra­mente, como héroe del cine mudo. Per­die­ron el tren de Bor­gesKafkaProust y Joyce. Del siglo XX, y a esa seme­jante altura sólo que­daba nues­tro hom­bre. Si en tan­tas oca­sio­nes hicie­ron el ridículo, y si su pre­mio aspira a entro­ni­zar gigan­tes, con Bob Dylan encon­tra­ron su última bala. Bien es cierto que de un cali­bre tan grueso que supera en mucho la dimen­sión del pre­mio, pero eso lo saben ellos: poe­sía o can­ción, lite­ra­tura o rock and roll, pasa­rán mil años y del Nobel no se acor­da­rán ni las cuca­ra­chas. Los dis­cos de Dylan, por el con­tra­rio, segui­rán ahí. Como En busca del tiempo per­dido, las gra­ba­cio­nes de Louis Arms­trong o La qui­mera del oro. Sopla un sol helado y el viento abra­sa­dor arranca las meda­llas allá arriba, en la cum­bre del Everest.

JULIO VALDEÓN BLANCO

 

 

portada277 Una ver­sión de este artículo fue publi­cada en el número de noviem­bre de 2016, 277, de la Revista LEER

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