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El Goncourt de Slimani: ni dulce ni canción

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Sufri­mos en España la inso­por­ta­ble plaga de un mal lla­mado “thri­ller” que sobre­ali­menta sin pausa el ruido del canal edi­to­rial. Es el espe­jismo de un sub­gé­nero lite­ra­rio: pro­lí­fico hasta el deli­rio, sólo existe, sin embargo, como reclamo en las fajas de los libros, de muchos libros, dema­sia­dos libros. Enfo­cado, ade­más, a con­ci­tar la expec­ta­ción más del espec­ta­dor tipo que del buen lec­tor de intri­gas. Tal fenó­meno kaf­kiano ha pro­vo­cado que los engra­na­jes indus­tria­les lle­va­dos por la iner­cia hayan vaciado el tér­mino de marras, “thri­ller”, de todo sig­ni­fi­cado den­tro de nues­tras fron­te­ras. Mien­tras que en el país vecino, en Fran­cia, ocu­rre que revis­ten el tér­mino de dig­ni­dad. Ni más ni menos que con el Pre­mio Gon­court 2016. Tene­mos oca­sión de com­pro­barlo –y, de paso, resar­cir­nos tras morir­nos de envi­dia– gra­cias a que Caba­ret Vol­taire trae la dis­tin­guida Can­ción Dulce de Leila Sli­mani para encumbrarla.

Ni dulce ni can­ción, por cierto. La novela, que ya va por la segunda edi­ción en España, te saluda con un ase­si­nato en la pri­mera frase. Y te mete de lleno en el tabú, sin con­tem­pla­cio­nes: vio­len­cia, muerte e infan­cia. Te calza el pri­mer bofe­tón en las cua­tro pri­me­ras pági­nas. Suce­den rápi­dos ape­nas unos apun­tes, sufi­cien­tes, de recons­truc­ción del esce­na­rio del cri­men, que dejan muy mal cuerpo, no sólo por­que la tra­ge­dia se anun­cie a voz en grito (“un aullido de loba”) sino por algo más espe­luz­nante, por ese otro lamento, frío y silen­cioso, que hará estre­me­cer cons­tan­te­mente las pare­des mudas del hogar ame­na­zado en el que esta­mos a punto de adentrarnos.portada_cancion dulce.indd

Nos refe­ri­mos a uno de los valo­res fuer­tes de esta narra­ción: la asep­sia, para tras­la­dar el horror; que inco­moda en los pri­me­ros párra­fos y man­tiene fir­meza de autop­sia hasta el final.

Pero esto es sólo el pri­mer impacto. Antes de poder reac­cio­nar, ya esta­mos inmer­sos en el largo flash­back. Empe­za­mos a cono­cer a Myriam, una madre que se rein­cor­pora con más ansie­dad que ilu­sión al mundo labo­ral, un exi­gente bufete de abo­ga­dos, tras una exclu­siva dedi­ca­ción a sus hijos, el bebé Adam y la niña Mila. Se encuen­tra con la incom­pren­sión de su marido, Paul; y más ade­lante, con la vis­ce­ral hos­ti­li­dad de su sue­gra, Syl­vie, quien apro­ve­chará para acu­sarla de mal­criar a sus nie­tos, “gorrio­nes caí­dos del nido”. Pero antes, pronto, el eje de gra­ve­dad argu­men­tal habrá tomado su ver­da­dero cen­tro, y lo aciago irá tomando forma y el mal caerá por su pro­pio peso sobre la fami­lia: entrará por la puerta Louise, la niñera “de ros­tro de esfinge”. A pesar de pare­cer “una moji­gata” y pisar fuerte como Mary Pop­pins, es una intrusa en el hogar de quien sos­pe­char todo el rato: es cues­tión de tiempo el verla des­cu­brirse como Bruja del Este, lo tene­mos claro. Sin embargo, esto sólo se ve gra­vi­tar así desde nues­tro lado, en el otro ten­dre­mos a un matri­mo­nio cegado con su nueva vida pari­sina de liber­ta­des recu­pe­ra­das. Es decir, cri­sis de mediana edad mal resuelta y campo libre para la obse­siva y final­mente psi­có­pata Louise.

La novela te saluda con un ase­si­nato en la pri­mera frase. Y te mete de lleno en el tabú, sin con­tem­pla­cio­nes: vio­len­cia, muerte e infancia

Que no se hace de rogar, desde el pri­mer día se excede en sus com­pe­ten­cias e ini­cia la colo­ni­za­ción no sólo de terri­to­rio, de la cocina al sofá hasta el cuarto de baño, sino tam­bién, y lo más tre­mendo, de las almas de los peque­ños a su cargo. Hay algo de Otra vuelta de tuerca de Henry James muy bien cogido por la autora, pro­yec­tado sobre la sinies­tra rela­ción que la oscura cui­da­dora esta­blece con la pequeña Mila. Esta sub­trama alcanza un clí­max de náu­sea, un “espec­táculo sór­dido y mal­sano” cuyo des­cu­bri­miento, al regre­sar tem­prano a casa por sor­presa, pro­duce arca­das al pro­ge­ni­tor. Se hará mani­fiesto un enfren­ta­miento sobre un terreno ines­pe­rado ya que hasta el momento las ten­sio­nes entre padres y niñera se acu­mu­la­ban, táci­tas, en otro ámbito: el de la dife­ren­cia de sus cla­ses socia­les. Tam­bién estos pre­jui­cios dege­ne­ra­rán: la grima que al prin­ci­pio les pro­voca a Paul y a Myriam que Louise uti­lice triun­fante los bonos de des­cuento para com­prar comida acaba con­vir­tién­do­se­les en insom­nio por miedo a que sus niños estén siendo into­xi­ca­dos con ali­men­tos cadu­ca­dos a escon­di­das que la cui­da­dora pudiera recu­pe­rar de la basura. Aparte, existe otra bre­cha para­lela muy bien plan­teada, de corte gene­ra­cio­nal con los abue­los de Mila y Adam, quie­nes siguen reme­mo­rando uto­pías revo­lu­cio­na­rias estu­dian­ti­les de su mayo del 68 para cri­ti­car des­truc­ti­va­mente el abur­gue­sa­miento de sus des­cen­dien­tes, a pesar de vivir igual de aco­mo­da­dos que ellos.

Muy bien adap­tado, en defi­ni­tiva, el clá­sico patrón de la niñera. Molesto y con­tem­po­rá­neo de verdad.

MAICA RIVERA (@maica_rivera)

PORTADA281Una ver­sión de este repor­taje apa­rece publi­cada ori­gi­nal­mente en el número de abril de 2017, 281, de la edi­ción impresa de la Revista LEER

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