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Salter: paisajes y pasiones

PARIS: JAMES SALTER AMERICAN WRITER

Salter. Maes­tro incon­tes­ta­ble de la narra­tiva USA, su nom­bre ha que­dado eclip­sado por otros más ruti­lan­tes y tópi­cos de su tiempo, las últi­mas tres o cua­tro déca­das del XX. En 2010 se pro­dujo en nues­tro país un fenó­meno curioso: siendo un casi per­fecto des­co­no­cido para el lec­tor medio espa­ñol, su libro de recuer­dos Que­mar los días, sal­pi­cado de cele­bri­da­des, se con­vir­tió en un rela­tivo éxito; el irre­sis­ti­ble encanto del gos­sip de cali­dad. Antes, entre 1999 y 2005 El Aleph tra­dujo buena parte de su tra­bajo, pero peque­ñas tira­das de títu­los como la monu­men­tal Años luz que­da­ron inme­dia­ta­mente des­pa­cha­das e inen­con­tra­bles. Desde 2013 vuelve a estar dis­po­ni­ble de la mano de Sala­man­dra junto a otra de las obras fun­da­men­ta­les de Sal­ter, Juego y dis­trac­ción.

Gozoso reen­cuen­tro con Años luz (1975), que leí hace tiempo en un ajado ejem­plar encon­trado en una biblio­teca madri­leña. Fluye majes­tuosa como el Hud­son a cuya ori­lla trans­cu­rre la vida del arqui­tecto Viri y su esposa Nedra. Una vida per­fecta de House & Gar­den de una pareja espe­cial en una casa espe­cial, vieja, dis­tinta a las con­ven­cio­na­les vivien­das de nueva planta que bro­ta­ron en los lujo­sos suburbs en torno a la línea del neo­yor­quino Metro-North Rail­road. Están en Pough­keep­sie, una de las últi­mas loca­li­da­des a las que sale a cuenta irse a vivir tra­ba­jando en Man­hat­tan. A pocas millas de los vecin­da­rios dis­tó­pi­cos de Chee­ver y Yates, Sal­ter cuenta de otro modo la frus­tra­ción y el has­tío, la opu­lenta infe­li­ci­dad de aquel pai­sa­naje. Con sedante caden­cia y sin­ta­xis cris­ta­lina, el reper­to­rio de imá­ge­nes y suge­ren­cias se va depo­si­tando con natu­ra­li­dad geo­ló­gica en la con­cien­cia del lec­tor com­po­niendo veinte años de la vida de una fami­lia como un mara­vi­lloso reta­blo impre­sio­nista. Una lec­tura dichosa en la que incluso las penas de sus per­so­na­jes, víc­ti­mas sabias y resig­na­das de cierto fata­lismo, ali­men­tan sin sobre­salto la belleza leve, con­cisa y sutil de la prosa de Salter.

En Años luz la vieja Europa se con­fi­gura como esce­na­rio idea­li­zado, hori­zonte genuino donde espera la reden­ción del sueño ame­ri­cano. Juego y dis­trac­ción (1967), novela cro­no­ló­gi­ca­mente ante­rior, trans­cu­rre durante un año, de verano a verano, pre­ci­sa­mente en Fran­cia, y se nutre de las expe­rien­cias des­ti­nado en el viejo con­ti­nente del Sal­ter piloto mili­tar, carrera que desa­rro­lló antes de dedi­carse en exclu­siva a la literatura.

Todo un sub­gé­nero el de ame­ri­ca­nos en Fran­cia. Aquí tene­mos a un narra­dor tras­lú­cido, hom­bre en desorien­tada trein­tena, que asiste curioso a la desen­vuelta peri­pe­cia de Dean, vein­ti­po­cos, un her­moso cacho­rro de la elite inte­lec­tual de la costa Este que no ter­minó de encon­trarle sen­tido a su paso por Yale y anda dando tum­bos por Europa en un bellí­simo coche pres­tado. En estas se cruza en su camino una sen­ci­lla, ele­men­tal ado­les­cente fran­cesa, Anne-Marie. Su intenso romance se cons­truye en torno a la suce­sión de arre­ba­ta­dos encuen­tros sexua­les, reales o ima­gi­na­dos por el per­so­naje narra­dor –“No estoy diciendo la ver­dad sobre Dean, me la estoy inven­tando. Estoy creán­dolo a par­tir de mis pro­pias defi­cien­cias, recuér­dalo siem­pre”–. El idi­lio adquiere una inten­si­dad inso­por­ta­ble por la cali­dad de los orgas­mos, por la incon­sis­ten­cia de Dean, por la fra­gi­li­dad de Anne Marie y la suti­leza con que Sal­ter anun­cia sin hacerlo una fata­li­dad de natu­ra­leza tan incierta que podría ser la sim­ple mortalidad.

Juego y dis­trac­ción es una exhi­bi­ción de vir­tuo­sismo para la fabu­la­ción, un ejer­ci­cio de estilo en su des­cuido de la cohe­ren­cia espa­cio tem­po­ral. Es un canto a Fran­cia, a su pai­saje y su modo de vida, con­cen­trado no tanto en París como en el cora­zón del Hexá­gono; la ciu­dad bor­go­ñona de Autun como cuar­tel gene­ral. “Miro al cielo. Pesado como un trapo mojado. Fran­cia es ella misma sola­mente en invierno, su ser des­nudo, sin moda­les”. Metá­fo­ras e imá­ge­nes bri­llan­tes, tan ele­gan­tes que no pare­cen some­ti­das a tra­duc­ción, flu­yen con ele­gan­cia. “La Porte de Breuil, sus rejas de hie­rro hun­di­das en la pie­dra como cla­vos de alpi­nis­tas”. Las cam­pa­nas “níti­das como salmos”.

Juego y dis­trac­ción ali­menta un ima­gi­na­rio de su tiempo. Es, por ejem­plo, la otra cara de cierto cine de los 60. Des­tila el males­tar que ver­te­bra una tra­gi­co­me­dia vis­tosa como Dos en la carre­tera, año 67 tam­bién, tam­bién ame­ri­ca­nos (Stan­ley Donen y Fre­de­ric Rap­hael) en Fran­cia. Y conecta con el sub­texto de Las seño­ri­tas de Roche­fort, tam­bién 1967, donde la ale­gre paleta de colo­res de Jac­ques Demy y la apa­ri­ción cre­pus­cu­lar de Gene Kelly no son más que dis­fraz del males­tar de su tiempo y un ambi­va­lente home­naje al vínculo atlán­tico de pos­gue­rra. Leyendo Juego y dis­trac­ción uno ima­gina con los colo­res des­lu­ci­dos de aque­llas películas.

BORJA MARTÍNEZ

Una ver­sión de este artículo fue publi­cada en el Extra de Navi­dad 2013, número 248, de la Revista LEER

 

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