El vértigo vanguardista de Juan Bonilla
El escritor sevillano siente fascinación por las vidas arrasadas de aquellos artistas que no supieron distinguir entre vida y obra y se estrellaron contra su siglo. De esa atracción han surgido dos novelas, ‘Prohibido entrar sin pantalones’ y la reciente ‘Totalidad sexual del cosmos’, Premio Nacional de Literatura 2020, que están entre lo mejor de su prolífica producción y han marcado la madurez literaria de uno de los autores españoles más sólidos de su generación. Por FERNANDO PALMERO
No ha ocultado nunca Juan Bonilla su debilidad intelectual (y bibliómana) por las vanguardias. Tiene, además, su literatura mucho de juvenilismo, pero no en el sentido político que tuvieron la mayoría de aquellos movimientos, nacidos (lo explica en uno de los artículos recopilados en Biblioteca en llamas, Renacimiento, 2016) con la ansiedad de embridar el mundo de manera viril y violenta. Como aquí, en la España de finales de los años 20 y principios de la década de los 30, cuando en La Gaceta Literaria de Giménez Caballero se enfrentaban con la única arma, aún, de las columnas tipográficas «el comunista César Arconada y el fascista Ledesma Ramos». El juvenilismo de Bonilla, que se puede rastrear en toda su obra, consiste en la elevación de una fundacional adolescencia «en las afueras» a la categoría de espacio épico e incluso mitológico, en el que la ilusión (con su inevitable carga de inocencia) se proyecta como la esencial medida de un mundo literario que se nutre de la añoranza del paraíso perdido y de la infructuosa recuperación del tiempo ido. «Desde hace años en cada feria del libro a la que me asomo», confiesa en La novela del buscador de libros (Fundación José Manuel Lara, 2018), «voy buscando precisamente al chaval aquel que fui, voy buscando por sobre todas las cosas su emoción insobornable al creer que descubría a un gigante –Bukowski, Papini, Boris Vian– cuando quizá no había descubierto más que a un compañero de viaje del que lo olvidaría todo más adelante, todo salvo el momento milagroso de descubrirlo entre un montón de libros, el momento de decidir salvarlo entre la muchedumbre de volúmenes a sabiendas de que en el fondo era el libro el que iba a salvarlo a él».
«Mi patria está en el bachillerato», ha escrito en varias ocasiones, y también que añora los tiempos de credulidad juvenil, cuando leer y escribir era estar haciendo la revolución, es decir, cambiando radicalmente el mundo. «Los poetas malditos» (recogido en Hecho en falta, Visor, 2014) marca de alguna manera el acta de defunción de aquel adolescente, convertido ahora en un anhelo literario:
A todos los envidio por tener
aquello que perdí ya para siempre:
la ciega confianza en que escribir
es un modo de engrandecer la vida
la confianza ciega en que vivir
no es nada si luego no sirve para caer de bruces
en un poema.
Descubrir que el mundo seguirá igual después de que uno haya publicado sus poemas o sus relatos desencadena en el escritor –transformando la angustia en más versos y más cuentos– un recurrente movimiento de vuelta que lo instala en el momento anterior al fin de la inocencia.
Y no hay mayor apología de la juventud como potencia creadora que la que representaron ese puñado de vanguardistas cuyas vidas literarias se iniciaron con un fogonazo de valentía, brillantez y talento y acabaron en el basurero de la historia, de donde saltaron al más humillante de los destinos: el museo. Porque el museo, ha escrito José Luis Pardo en Estudios del malestar (Anagrama, 2016), es la constatación de la inapelable derrota de la vanguardia, de que su terrorismo poético o sus «atentados simbólicos» han quedado reducidos a una entrada en el manual escolar de literatura (en la misma página que aquellos otros escritores contra los que quería alzarse) o a simples objetos colocados en espaciosas y blancas salas, contiguas a las de las momias faraónicas, las esculturas griegas, las tablas flamencas o el arte religioso. Aquella aspiración a liquidar el arte, a «un mundo», dice Pardo, «en el que el Arte estuviese diluido en la vida, y no separado de ella en una esfera singular» quedó, como los proyectos políticos a los que iban asociados aquellos movimientos, en mero objeto de estudio académico. Eso sí, millones de muertos después.
La atracción del fracaso
Fascinado con la juventud, fascinan a Bonilla las vidas de unos vanguardistas en cuyo fracaso se cifra también el del siglo XX, esos años en los que el hombre jugó a ser dios pero se mostró incapaz de crear, a partir de la sangre purificada en cientos de holocaustos, al hombre nuevo (que debía haber sido inevitablemente socialista). Y de esa atracción por el instante de genialidad de autores que no supieron distinguir entre vida y obra, que se quisieron a sí mismos como obras de arte y en su empeño arrasaron con todo lo que les era cercano, han surgido dos novelas que están, sin duda, entre lo mejor de la prolífica producción de Bonilla. Porque en ambas hay una ambición estilística que aleja definitivamente al escritor de hoy de aquel otro arrastrado por la vorágine generacional de los 90 y que, aun así, destacó por encima de todos con Nadie conoce a nadie (Ediciones B, 1996), por más que ahora aquello le parezca arqueología de una vida ajena y no se reconozca entre sus páginas. Hasta el punto de que con distinto título, Nadie contra nadie, ha vuelto a escribir, que no reescribir, aclara, aquella primera historia que Seix Barral publicará el año próximo. ¿Reconocería aquel joven de 30 años a este escritor de 53, si, como en El otro, el ensoñador relato de Borges, se encontraran por casualidad en el autobús? ¿Son realmente la misma persona? «Durante mucho tiempo», reconoce en La novela del buscador de libros, «estuve deseando encontrarme con el hombre que sería igual que ahora me encantaría encontrarme con el chaval que fui».
La primera de esas dos novelas, Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013), tiene como protagonista a Maiakovski, cuya vida, narrada con un estilo vertiginoso y una voz que se desdobla entre la de un historiador de la vanguardia y la de un testigo que estuvo junto al poeta cada noche inventando versos, transita de la sala que los futuristas habían acondicionado en el moscovita cabaret La Linterna Roja (antes de la revolución que terminaría liquidándolos a todos) al apartamento de Katáiev donde, apuntando mortalmente al corazón («el lugar del futuro»), aprieta el gatillo de su Browning española. Entre medias, los preámbulos de la revolución, los manifiestos futuristas que preconizaban la destrucción del mundo y el desorden consiguiente, las proclamas contra «los estúpidos burgueses», su trabajo como chivato de la Cheka, las traiciones y denuncias a los amigos, la conversión en símbolo, en héroe, en objeto de antologías, y su cansancio y su temor a transfigurarse en «un apestado» como Bulgákov o en «un poeta en susurros, como Ajmátova». Y el verso final antes del disparo: «La barca del amor quedó varada en la rutina».
Las vidas de los vanguardistas, y eso lo sabe Bonilla desde que descubrió al Cansinos de La novela de un literato (el libro seminal que habría de enseñarle que la vocación literaria «es una enfermedad contra la que la realidad no tiene cura»), están, por el carácter radical y excesivo de su apuesta, tocadas por el «encanto divino del fracaso» más que cualquier otra vida que quiera «arroparse con la necesidad de ser expresada literariamente, de ser trascendida más allá del propio curso en que el existir medite su corriente». Y la de Maiakovski es sin duda el paradigma de esa ambición derrotada que luego el propio Cansinos, recuerda Bonilla, relatará en El movimiento V.P. a cuenta de los vanguardistas madrileños. Más que la de Marinetti o la de Papini, más que la de Apollinaire y más, por supuesto, que la de los ultraístas españoles que jugaban a hacer caligramas en la revista Grecia de Isaac del Vando y pretendían «arrimar la poesía al vértigo del cine (…) dejar al poema en su esencia (…) y renunciar a cualquier atisbo narrativo».
La segunda de las novelas, Totalidad sexual del cosmos (Seix Barral, 2019), es fruto de los síntomas de esa particular enfermedad que Bonilla llama vanguardia latinoamericana y que le ha llevado a adentrarse en algunas de la más insólitas librerías de viejo de toda América: una librería-burdel en Bogotá, otra que compartía local con una peluquería de señoras, en San José, un mercado en Tegucigalpa controlado por una peligrosa mara hondureña… Buscando, en todas ellas, primeras ediciones de Clemente Andrade Marchant, representante del runrunismo chileno, de Malpes Arce, estridentista mexicano, de los nadaístas colombianos Jaime Jaramillo y Gonzalo Arango, de Luis Vidales, el principal poeta de Los Nuevos de Colombia… En La novela del buscador de libros presume Bonilla de conservar aún en su biblioteca (de más de 6.000 volúmenes) joyas bibliográficas de la vanguardia latinoamericana como los ejemplares de Veinte poemas para ser leídos en un tranvía, de Girondo; Cinco metros de poemas, de Carlos Oquendo Amat; Un día, de José Juan Tablada, y todas las primeras ediciones (salvo «la monumental Edad del corazón») que publicó el poeta Alberto Hidalgo, creador del simplismo peruano. Cuenta el escritor que descubrió de verdad a Hidalgo gracias a un librero de Lima que hacía su particular crítica literaria a través de la tasación de cada ejemplar, y como quiera que había puesto un precio desmesurado a uno de sus poemarios, decidió leerlo y después de leerlo, editarlo en la efímera editorial que llevaba el nombre de la revista que durante once años dirigió en Málaga: Zut. En el prólogo a Poemas simplistas, de 2009, Bonilla no solo explica por qué Hidalgo se ha convertido en uno de sus poetas favoritos, sino que demuestra fascinación por su biografía. «Su vida merece, sin duda, una novela, una novela que podría empezar, por ejemplo, en una de aquellas revistas orales que se celebraban en la cervecería Royal Keller de la calle Corrientes de Buenos Aires, y en las que participaban Borges, Macedonio Fernández, Norah Lange o Emilio Pettorutti».
Una musa contra el tiempo
Pero no escogió Bonilla a Hidalgo para su último libro. De entre los autores que forman su Desiderata, el cuaderno en el que están instaladas las estanterías de su biblioteca invisible, se fijó en una olvidada autora mexicana de la que lleva años persiguiendo la primera edición de su primer poemario, Óptica cerebral. Un pequeño volumen con cubierta al stencil y «un dibujo formidable en el que los ojos de la modelo se salen de su cara» del que por entonces era su pareja, el vulcanólogo, pintor, autor vanguardista y simpatizante fascista en el México de los años 20–30, Dr. Atl, que en náhuatl significa agua, como Nahui Olin significa último sol, nombre que sirvió para enterrar definitivamente a Carmen Mondragón, hija de un político e ingeniero armamentístico mexicano que se hizo millonario al patentar uno de los fusiles con el que medio mundo se anduvo matando en el primer tercio del siglo XX.
No se trata, en esta ocasión, de un autor clásico. Pese a todo, a Maiakovski se le sigue leyendo. La nube en pantalones ya no va a cambiar conciencias ni a derrumbar el mundo, pero aún conserva su originalidad y nos sirve para comprender cómo fueron los preámbulos de la revolución. Rescatar del olvido a Nahui Olin, sin embargo, tiene más que ver con el impulso bibliómano de Bonilla que con la osadía de revisitar a un grande y leerlo con una mirada para la que no estaban destinados esos versos. Nahui Olin ha encontrado en Bonilla la «mano de nieve» que la ha salvado de las montañas de libros olvidados por más que su figura esté siendo reivindicada ahora en México y se la empiece a considerar algo así como una protofeminista que se negó a ser «esclava y servidora» que pensó siempre que la energía cósmica que encerraban sus adentros la convertían en el centro del universo. Mujer de mirada hipnótica y musa de pintores, muralistas, dibujantes y fotógrafos (posar, para ella, era convertirse ya en obra de arte a través de los otros), su pintura naif no deja de ser una anécdota en el panorama artístico de México y ninguno de sus poemarios ni ensayos ha soportado el paso del tiempo. Llegó incluso a escribir uno para refutar a Einstein, que fue entendido como el «vómito de una loca» que habla de oídas.
Y sin embargo, Nahui Olin sigue manteniendo el magnetismo y la capacidad de seducción que la convirtieron en la mujer más deseada del continente, que podría haberse transformado en una de las primeras estrellas de Hollywood si hubiese llegado a entender lo que era el cine. Y si en lugar de por Parménides se hubiese decantado por Heráclito. Porque de la misma forma que Bonilla considera que el sustrato filosófico del futurismo se encuentra en Nietzsche, como fogonazo inicial del que beben todas las vanguardias, la disputa filosófica que encierra esta novela se remonta a los presocráticos. Mientras los poetas y artistas en México tenían «broncas acerca de cuál será el próximo paso para conseguir un arte popular que cambie la vida, como si nadie pudiera aceptar que tras muchos años de Revolución, con los revolucionarios en las poltronas, nada ha cambiado», Nahui Olin utiliza su energía en un debate ontológico muy del gusto del autor, el de la identidad: ¿somos personas que se suceden a sí mismas para transformarnos en otras, es decir, somos un encadenamiento de subjetividades irreconocibles, o sólo cuerpos moldeados por el paso del tiempo que sin embargo conservan una esencia inmutable? Mientras que el Dr. Atl mantenía que no somos nunca la misma persona, Nahui Olin, para reivindicarse ante el amante que la despreció, se encerró en una burbuja inmaterial y se dedicó a componer una obra de arte absoluta que llamaría Totalidad sexual del cosmos, su particular lucha contra el tiempo en el que irá recogiendo su vida, que es un solo día, un «ahora extendido», un «sin principio ni fin». Justo en lo que hubiese querido convertir su relación con el Dr. Atl.
Pero Bonilla no pretende hacer una novela sobre Nahui Olin como sí quiso hacer una sobre Maiakovski. El personaje no da para tanto. Extrañado por una admirativa narración lineal en el tiempo, bajo la forma de una biografía clásica, el lector no descubre lo que el texto esconde hasta el final, cuando se manifiesta la verdadera voz narrativa, que no es otra que la de Tomás Zurián, restaurador y empleado del Instituto Nacional de Bellas Artes de México que por casualidad descubre un desnudo fotográfico de Nahui Olin y convierte desde entonces a la artista en una obsesión, en su particular «lázaro» al que dice: «levántate y anda», como hacen, dice Bonilla, los buscadores de libros cuando encuentran una voz dormida: «Ha llegado tu hora, vamos, levántate y habla».
A través de Zurián, Nahui Olin vuelve a la vida. «Estaba encerrada en un bloque de piedra, como las esculturas de Miguel Ángel», explica Zurián, «y mis horas de investigación eran el cincel encargado de liberarla y presentarla al mundo». Una investigación de casi 50 años que no es sino un amor imposible que vampirizó de por vida a Zurián, un deseo de posesión que lo vinculó ya para siempre con un fantasma, un amor enfermo gracias al cual situó a la artista en su contexto y logró «limpiarla en lo posible de negras leyendas, esa mugre que ocultaba el mural de su vida, una sucesión de ahoras que merecían seguir latiendo». A cambio, Zurián, con más de 90 años, recibió de Nahui Olin algo que solo anidaba en su inconsciente: «Lo que ella me dio fue juventud, haber cruzado las décadas sin sentir que el mísero tiempo me iba desgastando». Recuperar el tiempo ido, sin embargo, es una facultad que ni siquiera les ha sido otorgada a los dioses.
La secta de los viles
Comenzaba Bonilla «Una nueva fuerza política: la juventud», artículo recogido en Biblioteca en llamas, explicando que en aquella España de antes del desastre, cuando las disputas literarias no acababan en fusilamientos, «se clamaban cosas como: un joven puede ser comunista o fascista, lo que no puede es servir a la clase media». Y hay también un Bonilla que se sitúa justo en el espacio que tanto odiaban los vanguardistas de los años 20 y 30, un Bonilla que pese a la fascinación por la vanguardia intenta huir de sus cadenas literarias y ya no envidia a los nuevos «maiakovskis de las discogrescas / dando mamporros a diestro y siniestro abriendo cejas / y magullando pómulos y recibiendo alguna vez un / cabezazo, / con las narices rotas y felices / puestos en pie para decir revolución». Hay otro Bonilla, que se anticipa en Poemas pequeñoburgueses (Renacimiento, 2016), que parece encararse con la nostalgia y escapar del juvenilismo para alinearse con «la secta de los viles», asumiendo el paso del tiempo y la sensatez con la que los años han esculpido el nuevo rostro, como aquel Gil de Biedma maduro que descubre cuál es el «único argumento de la obra». «No, mi camarada Maiakovski», escribe un Bonilla al que quizá no saludaría aquel otro que llevaba su nombre a principios de los 90 y era amigo de Gonzalo Serna, el poeta que antes de enmudecer se propuso componer «un nuevo diccionario en el que todas las definiciones fueran poéticas» e incluso hubiera «definiciones a las que no antecediera ninguna palabra». O quizá sí. Porque aquel Bonilla, como Gonzalo Serna, solía decir: «Cuando sea mayor quiero ser poeta y cuando sea poeta quiero ser mayor» (Minifundios, Qüasyeditorial, 1993).
«No, mi camarada Maiakovski», escribe quien hoy se llama Juan Bonilla, «me quedo aquí, con la secta de los viles, con los míos, / aquellos de los que nadie guarda memoria, / aquellos que fueron olvidados / por no haber dado a Dios ni al Diablo sus almas insignificantes (…) esa vida pequeña, llena de gestos leves, / el lirismo elocuente que no se reviste de hercúleos / conceptos ni metáforas brillantes, / el café de las nueve, las noticias / en la radio, llevar los niños al colegio, / el sol de las terrazas del domingo, / el esto es vida que se escapa entre los labios / con el primer sorbo de cerveza, / ver tres o cuatro capítulos de una serie, / leer la biografía de alguno de los grandes de la Historia (…) el simple y milagroso / qué bien estar aquí y / tener lo suficiente».
Revista LEER, número 295, Otoño/Invierno 2019