Fútbol inspirador
Deporte y cultura nunca han sido territorios incomunicados. En el caso del fútbol, las mejores crónicas siempre han frisado el territorio de la literatura, y no han faltado los poetas dispuestos a glosar la lírica y la épica del juego y sus protagonistas.
Como ha escrito Javier Marías, en el pasado «no había intelectual que se atreviera a confesar públicamente que le gustara el fútbol», «esa cosa estúpida de ingleses» en palabras de Borges. Recíprocamente, el mundo del fútbol siempre ha mirado con sospecha la cultura. Jorge Valdano ha contado más de una vez que cuando era jugador un entrenador le prohibía leer en las concentraciones porque creía que eso le distraía. Desde un diario oficial se criticaba así durante el franquismo al futbolista del Real Madrid Manuel Fernández Pahíño: «¿Qué puede esperarse de un delantero que lee a Dostoievski?». Dos veces Pichichi, pese a los libros.
Autores como el mencionado Marías, Manuel Vázquez Montalbán o el mexicano Juan Villoro han combatido y deshecho «un prejuicio erróneo que sitúa deporte y cultura como agentes incompatibles», tal y como ha escrito el Nobel peruano Mario Vargas Llosa. Y poco a poco los escritores han dejado de esconder su afición y se han atrevido a reivindicar, no sólo las posibilidades literarias del fútbol sino su condición de laboratorio a escala de cancha de la comedia humana. Como juego que es, «establece unas normas, y al hacerlo acota un territorio frente a la vida abierta», escribía hace unos años en LEER David Gistau. Si «un equipo es un compendio de virtudes» como «la camaradería y el compromiso», el partido se presenta como «un pretexto para someterse, sin derramamientos de sangre homéricos, a pruebas tales como la victoria, la derrota, la superación y la tentación de la trampa».
Donde hay héroes hay material épico y literario, y con ello la posibilidad de comunicar emociones y valores positivos como la virtud de la excelencia o la humildad. Un referente ético e intelectual como Albert Camus lo dejó claro: «Después de muchos años en los que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé a la larga, acerca de la moral y de los hombres, se lo debo al fútbol». Más cerca de nosotros, otro escritor futbolista como Juan José Armas Marcelo lo explicaba a su manera: «Le debo al fútbol haber conocido desde muy joven las necesidades de otras clases sociales distintas a la mía, mucho más bajas y casi en la miseria; hijos de gentes que no tenían ni siquiera para vestirse eran mis compañeros de aquella pasión de niño y adolescente: el fútbol». Armas Marcelo le escuchó decir en muy pocas palabras a un colega de filas en la Unión Deportiva Las Palmas, el mejor delantero centro de la historia del club canario y hoy su presidente de honor, Germán Dévora, la clave de todo esto: «Al fútbol no se juega con los pies. Se juega con la cabeza».
Lances y versos
Habitualmente ha sido la crónica el género encargado de conciliar la experiencia del campo y las emociones del espectador. Pero un deporte capaz de conmover a millones de personas tenía necesariamente que atraer a los poetas. Y así ha sido desde que el fútbol se convirtió en el deporte rey. Tempranamente las vanguardias se interesaron por él y dieron curso a ese interés a través de los versos. En España, la revista ultraísta Grecia (1918–1920) de Isaac del Vando-Villar ofreció sus páginas a algunos de esos poemas precursores. Así Pedro Garfias, con “Domingo” –«Campaneros gozosos / juegan al foot-ball con pelotas metálicas / de torre a torre»–, o el malagueño Fernando de Lapi, para quien el partido era «un ballet de púgiles sobre la verde felpa» en torno a un balón que remeda «un mundo que ha parido la tierra y que de un golpe vuela». O el sevillano Fernando Villalón con el divertido y picante “Foot-Booll” (sic): «Si fueras puerta del campo / y yo fuera delantero / del equipo del Cariño / F.C., goal certero / chutaría sobre tu red, / que no pararía San Pedro, / que es mucho más que Zamora, / porque es portero del cielo».
Será sin embargo uno de los más importantes autores de la Generación del 27 quien pondrá el jalón poético más recordado en lo que al fútbol se refiere. Se trata de Rafael Alberti y su “Oda a Platko”, inspirada por el primero de los tres partidos de la final de Copa de 1928 disputada por la Real Sociedad y el Fútbol Club Barcelona en Santander. Alberti pasaba unos días en Cantabria invitado por José María de Cossío y acudió con él al campo. «Un partido brutal, el Cantábrico al fondo, entre vascos y catalanes», cuenta el poeta en sus memorias, La arboleda perdida. «Platko, un gigantesco guardameta húngaro, defendía como un toro el arco catalán». La épica actuación del portero blaugrana en aquel encuentro disputado hace ahora 90 años le costó una herida en la cabeza tras un lance con el delantero donostiarra Cholín, así como un aparatoso vendaje que acabó perdiendo de vuelta al campo. Pero si ese partido ha pasado a la posteridad ha sido por el emocionante poema de Alberti, publicado siete días después en un diario local. Este es un fragmento:
Y el aire tuvo piernas,
tronco, brazos, cabeza.
¡Y todo por ti, Platko,
rubio Platko de Hungría!
Y en tu honor, por tu vuelta,
porque volviste el pulso perdido a la pelea,
en el arco contrario al viento abrió una brecha.
Nadie, nadie se olvida.
Y que todavía décadas después mereció una improvisada “Contraoda” de otro poeta presente aquel día en el Viejo Sardinero, Gabriel Celaya, animado por la emoción del 75º aniversario blanquiazul en 1984.
Quizá inspirado por la oda de Alberti nació la “Elegía al guardameta” de Miguel Hernández –juvenil jugador en un equipo aficionado de Orihuela, La Repartidora–, dedicada a un compañero supuestamente fallecido tras chocar su cabeza contra el poste de la portería: «A los penaltys que tan bien parabas / acechando tu acierto, / nadie más que la red le pone trabas, / porque nadie ha cubierto / el sitio, vivo, que has dejado, muerto».
El impulso poético ante los lances del campo no decayó, y ha discurrido desde entonces con calidad desigual, pero siempre ensalzando virtudes propias del buen futbolista como el pundonor, la fuerza y la voluntad. Así, en la revista poética Garcilaso, Federico Muelas firmará en 1943 una conceptista composición dedicada al defensa del Real Madrid Jacinto Quincoces –«centauro de firmísimo cimiento»– con ocasión de su retirada, y veinte años después José María Pemán redactará el «Romance del rapto blanco» cuando Alfredo di Stéfano sea víctima de un breve secuestro en Venezuela. Sin dejar la órbita blanca, Manuel Mantero, en «Ataque al corazón (Gol del Real Madrid)», describe la insospechada muerte en el campo de un veterano aficionado –«Balas pasaron junto al cuerpo suyo / en la guerra de España, y sonrió, / como quien sabe que morir por algo / es conquistarse la mitad de un dios»–. Y ya en nuestros días, Elena Medel ofrecerá en 2003 el poema “Ikeriónida” a otro histórico cancerbero del Real Madrid, Iker Casillas, al que convierte casi en mito griego: «No dejes de competir en belleza con los astros: / tú eres uno, y esta batalla es tuya y de tus ojos, / tuya y de tus labios expectantes de elegía».
También de la admiración le salió poco antes de morir a Mario Benedetti un hermoso soneto dedicado a Maradona, un elogio de la leyenda contra la decadencia al que pertenece este cuarteto; de un uruguayo a un argentino –toda una declaración de concordia–:
Tu edad de otras edades se alimenta
No importa lo que digan los espejos
Tus ojos todavía no están viejos
Y miran, sin mirar, más de la cuenta.
Pero ha sido quizá Luis García Montero quien ha escrito una de las más certeras aproximaciones poéticas al balompié en su poema “Domingos por la tarde” (2008), que acaba así:
Las verdades del área
son rectas de dudosa geometría,
como ardientes amores de ficción
en manos de un penalti.
Por eso saben mucho
de la felicidad y la belleza.
No conviene que demos a estas cosas
un valor excesivo.
Son noventa minutos en un vaso de agua
Pero a mí me han quitado muchas veces la sed
Abundan, pues, los versos y los argumentos: el fútbol es capaz de excitar las más altas pasiones.