Enrique Moradiellos: «Decir que Franco era inteligente no te hace franquista»
Después de obtener el Premio Nacional de Historia con su ‘Historia mínima de la Guerra Civil española’, Enrique Moradiellos ha vuelto a facturar una excelente síntesis, en este caso centrada en la figura del dictador. Una ocasión para conversar sobre la historia, sus distorsiones y el uso interesado del pasado con uno de los principales contemporaneístas españoles. Por BORJA MARTÍNEZ
Hay, de un tiempo a esta parte, en Enrique Moradiellos (Oviedo, 1961) una voluntad de estar en el foro público, de contribuir con un poco de «luz racional e histórica» al debate de las cosas. Y el historiador asturiano, catedrático de la Universidad de Extremadura, autor de importantes libros, biógrafo de Negrín y ahora de Franco –con una obra escrita para el público británico y publicada aquí por Turner, Franco. Anatomía de un dictador–, lo hace sin miedo a pelear el sentido de las palabras, a meterse en los charcos agarrado a la enseña de la Historia, aun a riesgo de ser malinterpretado en clave política. Ejerciendo «un tipo de práctica de la razón histórica que va explorando sus límites», que es lo que le pide y exige su profesión.
El libro comienza con un análisis detallado de la memoria de Franco, «incómodo espectro del pasado», en la España democrática.
Es una de las partes más comprometidas del libro, porque hay más vuelo filosófico y obliga a tomar posición. Lo otro es pura acción historiográfica. Está planteada con una voluntad explícita de señalar que la rareza española de la Transición, el pacto del olvido, es en realidad lo más normal del mundo. Lo que se va a aplicar, si es posible, en Colombia, en Venezuela cuando caiga esta dictadura, o Cuba. No era, no es posible hacer tabula rasa.
Hablas del «mal llamado pacto del olvido».
Se trata más bien de un pacto de silencio. Lo explica Henry Rousso en El síndrome de Vichy. Los franceses no olvidaron la Ocupación y la colaboración, pero prefirieron no hablar públicamente de ello y no utilizarlo como estigma. Si De Gaulle hubiera utilizado la Ocupación como estigma, Mitterrand nunca hubiera sido siquiera candidato a la presidencia de la República porque fue un enorme colaboracionista, al menos hasta el 43. Ningún prefecto de Francia dimitió de su cargo cuando se firmó el armisticio. Ningún mariscal de Francia, ningún capitán general, ningún general de división. Sólo un general de brigada, De Gaulle, se marcha a Londres a continuar la guerra. Y los comunistas tampoco lucharon hasta 1941, porque tras la firma del pacto germano soviético el PCF había llamado al derrotismo revolucionario. Constatar que Sartre y Beauvoir se quedaron en París, que Febvre siguió haciendo Annales en París mientras su compañero Marc Bloch se unía a la Resistencia y era fusilado al final de la guerra, es constatar que hubo una colaboración generalizada. No es un juicio moral; las sociedades son así. De ahí lo del pacto de silencio. No utilizamos en público el pasado de cada uno, aunque es algo que sigue ahí; el silencio no es olvido. Por eso se hablaba en su momento del famoso techo oculto de Fraga, que operó también contra los comunistas históricos como Carrillo o Pasionaria y a favor de los socialistas renovados.
Quizá era la constatación tranquila de que aquellas ya eran posiciones políticas obsoletas, y que su identificación con las actuales carecía, y carece, de sentido.
Cito en el libro a Francisco Ayala: en el fondo ninguno nos sentíamos solidarios de las versiones extremas de aquella época. Era un anacronismo. Es como si las asociaciones feministas o LGTBI revisaran hoy los discursos de los partidos comunistas; dirían que son fachas. Se tiende a asociar con el franquismo realidades que son anteriores y posteriores al régimen, y que tienen que ver con culturas políticas muy machistas, quizá muy mediterráneas. Pero es que entonces fachas eran los asirios y los neandertales. Es un mal uso de los términos tan flagrante que en calidad de historiador no puedes quedarte callado.
Haces hincapié en la banalización de los términos cuando hablas de la definición del Régimen.
Si te niegas, como es mi caso, a decir que el franquismo fue un totalitarismo, también corres el riesgo de que te llamen facha. Provoca una suerte de reflejo de Pavlov. ¿Fue el franquismo un fascismo español? No, no lo fue. Un régimen en proceso de fascistización truncada es lo que yo defendería. Pero fascismo, no.
¿Hay historiadores que han contribuido al uso frívolo de los términos?
Sí. Hay autores que consideran que es la misión histórica, la función social de la dictadura, y no la forma política lo que categoriza un régimen. Sin reparar en que la función y la misión histórica de estabilización del capitalismo une a regímenes tan dispares como la socialdemocracia sueca de Olof Palme y la dictadura de Pinochet. Con eso, para el llamado marxismo de la llamada RDA, eran tan fascistas Willy Brandt como Hitler, porque ambos, según las condiciones, establecen la dictadura terrorista del capital sobre los trabajadores y extraen plusvalía. Pero eso es un uso político abusivo, no puede ser una lógica explicativa histórica, porque recurre a una visión binaria de la historia que no atiende al matiz. Muchos historiadores dicen que en la época de entreguerras, ante la crisis y el colapso del capitalismo, sólo había dos soluciones posibles, la solución socialista o la solución fascista. Eso es falso. Churchill te diría, entre estos dos estamos nosotros. Y Roosevelt. ¿Y qué pasaba con los movimientos de independencia y anticoloniales? ¿Se puede ser democracia y estar contra las democracias porque son las metrópolis imperiales? Sabemos que sí: ahí está Nehru, y lleva adelante su programa en aquel mismo momento sin echarse en brazos de Japón o de la URSS.
«Yo no quiero hacer antifranquistas retrospectivos porque lean mi libro. Sea usted franquista, antifranquista o indiferente. Me da igual. Yo quiero comprender»
Esa lógica binaria parece insuperable incluso entre los historiadores a la hora de abordar episodios de nuestra historia reciente como el franquismo o la democracia.
Es preocupante. Yo he participado en muchos debates, y hay corrientes. Hay contemporaneístas como Gutmaro Gómez Bravo o Javier Rodrigo que lo están haciendo bien. No tiene nada que ver con lo que hacen otros autores de la corriente memorialista histórica. Gente como Francisco Moreno, que ya en los 70 tenía un libro sobre la represión franquista en Córdoba que ahora se ha convertido en El genocidio franquista en Córdoba. Esta evolución de los términos ya te dice algo del cambio de paradigma que se ha producido.
¿La imprecisión terminológica tiene que ver con la ideología?
Con la voluntad ideológica de demonización de un régimen. Pero el problema de la demonización es que el que odia está incapacitado para entender. El odio es muy legítimo en la vida privada, incluso en la política, porque con el odio puedes levantar pasiones y en el fondo la lucha política no es moral. Pero los historiadores no podemos hacer eso, porque entonces no hay historia. Se cargan la disciplina. Y aparece entonces una propaganda más o menos edulcorada. Yo sostengo, y además creo que es demostrable, que hay una disciplina que intenta comprender sin odio, sine ira, como diría Tácito. Yo no quiero hacer antifranquistas retrospectivos porque lean mi libro. Sea franquista, sea antifranquista o sea indiferente. Es que me da igual. Yo quiero comprender. Lo primero que escribe Hannah Arendt después del Holocausto, cuando sabe lo que le ha pasado a una parte de su familia, cuando ya sabe lo que han hecho Heidegger y muchos de sus amigos, es que no los quiere condenar moralmente. Quiere comprender cómo gente que no era así se convirtió en eso. Cómo llegaron a admirar y apoyar el régimen de Hitler. Y quiere hacerlo por necesidad intelectual de explicarse el mundo, no de establecer condenas morales desde una superioridad incierta.
En el caso del franquismo no se trata sólo de la comprensión de un régimen, sino del comportamiento de toda una sociedad que en 1975 todavía está en condiciones de adherirse a él, aunque fuera pasivamente, y que un año y medio después vota con entusiasmo la Reforma política.
Y que no secundó la huelga general de noviembre de 1976, la operación de Carrillo para intentar detener la Reforma. Y cuando llega el referéndum se aprueba la Reforma, y el No se asoció con Fuerza Nueva, con lo que quedaba del búnker. Y cuando llegan las elecciones de 1977 la representación electoral es tan genuina que en vez de haber una reforma mínima del franquismo se abre un periodo constituyente. A veces parece que no hubiera habido periodo constituyente en España después del franquismo. ¿Entonces qué tuvimos? Las elecciones del 77 no eran inicialmente constituyentes, pero resultaron constituyentes. ¿Por qué? Por sus resultados. Y por eso se aprobó de inmediato la ponencia constitucional. Y en el paquete iba la forma de Estado, es decir, la monarquía. Quienes dicen que la monarquía no se votó en referéndum se olvidan de que hubo referéndum constitucional. Pero es un olvido interesado, al menos entre historiadores bien versados. Sin embargo, la Constitución de 1931 nunca se sometió a referéndum. Se aprobó por una mayoría recortada en las Cortes. Y por tanto la República fue resultado del abandono del monarca tras las elecciones municipales. Aquí te das cuenta del uso político de la historia según conviene. Una disciplina crítica está para señalar este tipo de incoherencias.
¿Está la Historia reformulando sus términos en paralelo a la ruptura de esa amnistía tácita, de ese pacto de silencio, que parece que está teniendo lugar en el seno de la sociedad y en la política?
Sí. Y es un cambio que tiene que ver con al menos dos grandes fenómenos. Uno es el reemplazo generacional. En los estamentos de poder de la estructura social han entrado personas que como mucho tenían cinco años cuando acabó la dictadura. Están en cargos de gestión, en los medios, en la academia, en la política. Pedro Sánchez, Albert Rivera, Casado o Iglesias no tenían 15 años cuando murió Franco, ni jugaron al futbolín en la OJE. Esto es muy importante. Sus visiones del pasado son mediadas, lo que les contaron, lo que leyeron, y sobre todo la literatura, el cine y la televisión, grandes agentes de formación de la conciencia histórica que no son necesariamente ajenos al maniqueísmo y la simplificación, a veces porque su propio formato lo exige. Y volvemos a la lógica binaria. El otro factor tiene que ver con la caída del Muro. Ha producido un cambio radical en el mundo, y ha obligado a las izquierdas a mirar nostálgicamente a un pasado glorioso en busca de referentes.
Por ahí volvemos al peso de la memoria.
Si la memoria y el testimonio de la víctima es sacrosanto y no se puede poner en cuestión, ¿dónde queda la historia? Yo pongo en cuestión un movimiento que reduce mi disciplina, que tiene ya 2.500 años de existencia, a un mero adjetivo de un sustantivo. Del cual, por ser adjetivo, es mero atributo. Memoria histórica. ¿Por qué? Para los historiadores, un testimonio nunca puede ser la última palabra. Porque hay que cotejarlo, hay que cribarlo, hay que ponerlo en cuestión, es sistemáticamente revisable por otros puntos de vista y el cotejo de documentos. La memoria histórica, además, incumple su propio precepto cuando por ejemplo quiere tirar determinados monumentos históricos. Preservar la memoria histórica aplicando la damnatio memoriae es un sinsentido. Resignifíquese, explíquese, como la Topografía del Terror en Berlín. Será además la mejor escuela de historia. Pero déjese ahí. Si se destruye como si nada hubiera pasado, nadie sabrá lo que ha sido porque ha desaparecido. A mí me parece una barbaridad.
«¿Fue el franquismo un fascismo español? No, no lo fue. Un régimen en proceso de fascistización truncada es lo que yo defendería. Pero fascismo, no»
¿Verías posible, como se está pidiendo desde algunas instancias, una suspensión del corpus de condenas del franquismo? ¿Es compatible con la Amnistía del 77?
Hay que tener mucha prudencia con querer enmendar el pasado a fuerza de declaraciones simbólicas del presente. Primero por el alcance que puede tener. Pero también porque moralmente es un poco vergonzoso. Se dice que es con la intención de restablecer la dignidad de las víctimas, pero primero, la dignidad nunca la perdieron, porque la dignidad no va con el hecho de ser vencedor o vencido. Hay mucho indigno entre los vencedores y había muy indigno entre los vencidos. Y porque hay víctimas en ambos lados. Una democracia, que debe mirar al pasado con ojos abiertos y no sectarios ni revanchistas ni vengativos, ni tampoco simplificadores ni maniqueos, lo que debe hacer es tratar con equidad a sus ciudadanos, a los actuales y a los anteriores, y si se decide que las condenas del franquismo debieran suspenderse, yo entiendo que una democracia debería suspender también las condenas de los tribunales populares, que fueron manifiestamente antidemocráticas y por tanto inmorales. ¿Qué garantías jurídicas había? Ninguna. Y hubo 55.000 paseados y muertos sentenciados por tribunales de ese tipo. Si hubiera la posibilidad de reclamar compensación económica por la nulidad de esas sentencias entonces el Estado podría quebrar. Eso no se ha hecho ni con la caída del comunismo. Es imposible de asumir.
En el libro estableces la diferencia entre la amnistía española y lo que ha pasado en otros lugares. Lo que hubo aquí no fue una ley de punto y final.
No tuvo nada que ver. Aquí con la Ley de Amnistía salieron los asesinos del atentado de la calle Correo, que causó 12 muertos y setenta heridos. No fue una ley creada para que Billy el Niño se escapara. Fue una ley que también cerró el expediente sobre Paracuellos, 2.400 muertos. Y muchas cosas más.
Has pasado de Negrín a Franco como objeto de estudio. De un lado al otro del espectro político de la Guerra pero sin abandonarla. ¿Cómo comenzó tu interés por el tema?
La Guerra Civil siempre me ha parecido el acontecimiento más divergente de la historia española reciente respecto al entorno de Europa occidental. Mi familia no tuvo una especial vinculación con la Guerra, así que yo no quiero reivindicar la memoria del abuelo facha o el abuelo progre, porque no lo eran. Casi todos los españoles tenemos dos abuelos, e incluso la abuela republicana solía ser muy católica. Era lo más normal del mundo en la época. A mí me parecía que la Guerra Civil era lo más llamativo de España. Hasta entonces no nos diferenciábamos en nada del resto del sur de Europa. Perdemos un imperio, igual que Portugal, estamos en la periferia sur de la modernización, con una industrialización un poco retardataria y un régimen liberal oligárquico como la Italia de entonces, una crisis militar… Pero de repente la Guerra sí difiere. Del mismo modo, la singularidad del régimen salido de la victoria de la Guerra era lo más anacrónico que había en aquella Europa en la que estábamos. Quise estudiarlo. Y dentro de aquello, en el plano internacional, lo que me parecía más llamativo era por qué las democracias no ayudaron a la República si era una democracia. Mi tesis versó sobre la política de no intervención. Le pedí a Paul Preston que me la dirigiera, y estuve cuatro años y medio en Londres trabajando en ello. Y quien empieza estudiando la Guerra Civil en fuentes diplomáticas descubre que, pese a que los grandes hombres de la República eran Largo, Prieto o Azaña, Negrín aparece de manera muy positiva en la documentación británica. Cuando está ya en el exilio tiene acceso directo a Clement Attlee, se cartea con Churchill durante la Guerra Mundial, es invitado a formar parte de la Sociedad Fabiana. Es un hombre muy reconocido. ¿En calidad de qué, cómo es posible? Es una figura muy llamativa y me dio a entender que ahí había materia. Además, en Gran Bretaña descubrí la fuerza de la biografía histórica, esa hija espuria de la novela y un poco hijastra de la historiografía. Yo en España había tenido una formación muy estructural, que a veces pasa por marxiana pero que en realidad era puro funcionalismo, y de repente descubrí el acercamiento a los fenómenos históricos a través de la vida de los individuos. En aquel tiempo leí algunas obras notables. Ian Kershaw presentaba su primer volumen de Hitler, y sobre Hitler precisamente leí el libro de Eberhard Jäckel, La cosmovisión de Hitler. En apenas 150 páginas entendí el nazismo mejor que en cualquier manual estructural según el cual las singularidades humanas no hacen nada y Hitler era el gran capital. Te da una perspectiva a ras de suelo de algo que a mí filosóficamente me parece clarísimo: que nada está escrito, y que este hombre pudo hacer esto o aquello, establecer una alianza o no hacerlo.
En el caso de Franco es algo muy claro. Construye un régimen alrededor de su persona y sus decisiones van marcando el devenir del país.
Recuerdo algo que decía Raymond Carr: la mayor incógnita de un estudioso sobre Franco es saber por qué decidió no hacer como George Monck. En 1660 es el general de la guerra civil, de los que condenaron y ejecutaron a Carlos I, y a la muerte de Cromwell decide que venga la restauración. Después de que el ejército, porque es una dictadura militar, no puede heredarse en el hijo de Cromwell, hay que llamar al hijo del rey. Hay que restaurarle. Pero pone condiciones. Una, la amnistía. The Oblivion Act. Ley del olvido, pero que es una ley de perdón. Es la amnistía la que pone en marcha el gobierno monárquico parlamentario en Gran Bretaña. Y es el general Monck quien decide llamar al pretendiente. Franco no quiso serlo, yo creo que porque era dictador soberano, no dictador comisario, y eso no es baladí. Es quien instituye el Régimen. Y no tiene que ver sólo con la ambición de poder, que la tenía, sino con que probablemente creía que el rey que volviera no duraría mucho.
«Durante los últimos años el nacionalismo ha recreado la imagen de una España dominadora para crear la ficción de que está luchando contra la España de Franco»
Durante la Guerra, Franco rechaza que Don Juan se incorpore a su causa porque, y lo dice, no quiere que el futuro rey quede vinculado a uno de los dos bandos. En el libro citas un memorando de Carrero de 1959, urgiéndole a poner en orden las leyes de sucesión, en el cual el almirante le dice que él es caudillo «porque funda monarquía».
Hay muchos de estos elementos que están saliendo que matizan y hacen cambiar la imagen sobre Franco. No es lo mismo conocer a una persona a través de los libros que meterse en sus papeles. Tratándose de Franco a uno le sorprende a veces su cerrilidad dogmática, pero otras la astucia tan aguda. Antes solía decir que Franco era astuto, ahora digo que Franco era inteligente, si es que por astucia rebajamos el valor de la inteligencia. Decir que Franco era inteligente no te hace franquista. Me indigna, de hecho, que se diga que Franco era tonto. Cómo va a ser tonto un gobernante que dura 40 años en el poder absoluto, superando contextos complicadísimos de guerra civil, la peor guerra mundial y la peor posguerra. Es un principio absurdo. La inteligencia no es exclusiva de los demócratas ni de las izquierdas.
El mito de Franco va parejo al de su suerte. Quizá prefería pasar por afortunado o por tonto.
Girón dijo que una de sus grandes virtudes era saber hacerse el bobo, escuchar y no dar pie a saber lo que pensaba. Don Juan Carlos dijo tanto a Vilallonga como a Preston y Charles Powell que Franco era un maestro de los silencios. Arrese cuenta en sus memorias que se lanzó a la operación de institucionalización de la Falange del 56 porque el general Franco le había dado el visto bueno, pero no era verdad. Le explicaba durante horas lo que se iba a hacer y él miraba y parecía muy complacido. Hasta que le llama y le dice, esto no va a ser así. Y dimite, claro.
Hay una frase que pronuncia en un discurso en 1963, recogida en su ‘Pensamiento político’ y que tú citas, que abunda en ese posibilismo conservador y camaleónico: «No hemos pasado de totalitarios a liberales porque no somos ninguna de las dos cosas».
O en otro momento, cuando reconoce que a lo largo de estos años «hemos adaptado la norma a los tiempos que nos ha tocado vivir». Es una declaración de pragmatismo. Eso no te lo encuentras en otros dictadores, por supuesto ni en Mussolini ni en Hitler.
Cuando se abre la posibilidad de entrar en la Segunda Guerra Mundial del lado del Eje, ¿fue Marruecos una tentación imperial para un africanista como él?
Él había sido comandante de las Baleares y de Canarias, había estado en el protectorado. Y antes de ir a la entrevista con Hitler en Hendaya tenía ya el informe del ministro de Marina, el almirante Moreno, y del entonces jefe de operaciones de la Armada, Carrero Blanco, que constataba que entrar en guerra sería una locura. Sólo con declararla se perderían Baleares, Canarias y la única refinería de petróleo. «Una receta para el desastre». Y añade que sólo cabría intervenir cuando Alemania ocupara Suez y Gibraltar. O lo que es lo mismo: cuando hubiera ganado la guerra. A la hora de los últimos tiros, como quien dice.
¿Esas experiencias militares previas le sirvieron para su conversión en hombre político?
Sí, porque hay un principio de pragmatismo en un buen militar. Hay militares doctrinarios y enloquecidos, pero lo que sabemos por ejemplo del alto mando alemán es que los buenos militares son los que luego se enfrentan a Hitler. Guderian, Rommel, Franz Halder, eran tan nazis como el que más, pero eran pragmáticos. Lo que tiene Franco detrás es gente muy pragmática, Salvador Moreno, el almirante Carrero Blanco, Martínez de Campos, Kindelán, generales que tenían una carrera, no los chusqueros. Ellos intervinieron y dieron los avisos oportunos.
En el libro sugieres que después de ceder al Plan de Estabilización se produce una suerte de inhibición política, un principio de retirada que culmina en el 63, cuando cumple 70 años. ¿Eso fue así?
En la acción política, sí. Se va retirando a ocupaciones más placenteras. Deja de estar tan al día. López Rodó comenta que los Consejos de Ministros a partir de 1963 son muy cortos, cuando antes podían durar dos días. La comisión delegada que se reúne antes con Carrero lo avanza todo y Franco progresivamente está ya moderando, dando la última palabra, dirimiendo como árbitro final, pero menos al día. El accidente de caza de 1961 yo creo que lo promueve en parte. Como diría un inglés, Franco conoce ahí the intimation of mortality.
En la primera página del libro citas a Eduardo Mendoza, que en ‘Qué está pasando en Cataluña’ se lamenta de los esfuerzos inútiles por explicar a sus amigos extranjeros que la España de hoy no tiene nada que ver con el franquismo.
Me pareció una cita muy oportuna, porque yo explico a Franco a ese mismo público, aunque esa mentalidad se puede aplicar ya a los españoles, y por eso este libro se publica en español. Durante los últimos años se ha asistido al uso instrumental del franquismo para ilustrar una España dominadora, conquistadora, expoliadora y depredadora, el nacionalismo ha recreado esa imagen para crear la ficción de que está luchando contra la España de Franco. Yo mismo me he encontrado en la obligación de explicarle a compañeros anglófonos o alemanes que esto es otra cosa y no puede verse en esa clave, alertando del anacronismo de asociar la España constitucional con la España franquista.
Revista LEER, número 292, Invierno 2019