Antonio Lamela: «La arquitectura es un mundo de realidades»
Una Auténtica Entrevista Falsa de Víctor Márquez Reviriego
Nos vemos en el estudio madrileño de la calle O’Donnell 34. Cerca, en el número 33, está una de sus primeras obras, tan innovadora en aquel tiempo. Viste bata blanca, laboral e impoluta, sobre traje oscuro, camisa celeste y corbata roja con nudo de una sola vuelta. Por el bolsillo superior de la bata asoma una regla de cálculo…
¿Y qué es una regla de cálculo?, podría preguntar algún joven, si es que tiene curiosidad… Pues es un sencillo instrumento para hacer cálculos complejos. Tiene tres piezas: una regla base con canal en medio por donde corre otra, las dos con varias escalas numéricas, y un visor transparente. Hoy se verá, supongo, como artefacto prehistórico, comparado con el ordenador. La del arquitecto Lamela es una Faber Castell de 12’5 centímetros, en plástico. En esa no tan lejana prehistoria, también las había de 25 centímetros y en madera, marca Aristos (no eran de madera, a pesar de su nombre, las también familiares tablas de logaritmos –clásicas las de Schron-Hoüel, un libro editado en París por Gauthier-Villars– pero que, al llamarse así, servían para que un amigo de la remota juventud, hijo de rico cortijero, le sacara dinero al complaciente padre, al que escribía «cada vez hacen peor estas tablas de logaritmos, que se rompen mucho porque ya no son como las de antes». Y, gracias a eso, nos invitaba a copas en Pasapoga, Casablanca, Alazán, «encanto y belleza», catedrales del alterne en aquel Madrid de los años 50).
Por ese tiempo Lamela obtenía el título de arquitecto en la escuela de Madrid (única con la de Barcelona), en la misma promoción que Eleuterio Población (LEER, nº 263, junio 2015). Pero, antes, ya había proyectado y construido.
¿Cómo fue eso?
Cuando yo estudiaba, mi padre, que era industrial y había tenido tristes experiencias con los ingenieros, me dijo: «Mira, Antonio, en la vida hay tres maneras de arruinarse. Con el juego, con las mujeres y con los técnicos»… Yo me quedé sorprendido. Y mi padre siguió: «Con el juego es la más apasionante. Con las mujeres, la más divertida. Y con los técnicos, la más segura». Y me dijo más: «Como yo quiero que tú seas un arquitecto con el cual los clientes no se arruinen, te propongo crear una sociedad promotora, en la que yo seré el capitalista y tú el socio industrial, para que con la construcción aprendas lo que es una peseta, un ladrillo y una obra»… Y así fue como yo tenía un estudio, con arquitectos que podían firmar y estaban en nómina, dos años antes de acabar la carrera.
Eso fue una lección de pragmatismo.
Es que la arquitectura es un mundo de realidades. El arquitecto tiene que tener una formación muy compleja, necesita ser artista y científico… Pero a diferencia de otros artistas, para los que todo vale, tiene sus limitaciones. De eso hemos hablado aquí, en este estudio, y también en aquel gimnasio donde solíamos coincidir. Lo que tú me decías, que según Kant lo real se da en el marco de la experiencia. Ya ves que mi padre, sin haber leído a Kant, lo sabía muy bien… Bueno, de hecho, es lo que viene a decir el Diccionario de Autoridades, que yo te regalé, al definir la arquitectura (allí escrito como Architectura, con la observación «pronúnciase la ch como k») y hablar de construcciones: «Que puedan cómodamente habitar en ellas los hombres, atendiendo a su firmeza, conveniencia y hermosura, proporcionándolas al fin para que se erigen»… Fíjate que eso se ajusta plenamente a lo señalado por Vitruvio en De Architectura con la famosa tríada: firmitas, utilitas, venustas… Por cierto, yo tampoco descuidé esta última faceta de la belleza, y pasé por el estudio del pintor Gutiérrez Navas.
El contraste con la realidad es permanente.
Absoluto. Porque así como hay artes en las que las limitaciones son escasas, en la arquitectura lo que haces lo haces en determinado sitio y con todas sus limitaciones, las del suelo, del subsuelo, del clima, de las ordenanzas, del mercado y, por supuesto, del cliente, que te hace el encargo y con el que tienes que cumplir.
Tú tuviste clientes privados y públicos… ¿Permite más alegrías lo público que lo privado?
Si entiendes por «alegrías» la despreocupación por el presupuesto, yo no las tuve nunca. La verdadera alegría, la creativa, es lograr el fin buscado, la función del encargo. Y eso se da tanto en un hotel de viajeros (yo hice el motel El Hidalgo en Valdepeñas, primero en su estilo) o una iglesia, donde has de propiciar el recogimiento del creyente, o en una vivienda particular, donde el que la va a habitar tiene que encontrarse cómodo, como bien dice el Diccionario de Autoridades.
Como lo de Le Corbusier, de la casa como máquina para vivir.
Pero no de la forma tan absolutamente fría, como en su caso. Yo le seguí mucho, analicé sus obras hasta el fondo, pero después acabé por alejarme, al menos relativamente… Insisto en lo dicho antes del cliente y sus necesidades y deseos. Mira, un arquitecto tan grande como Frank Lloyd Wright era muy humano y muy sensible a esas necesidades del cliente. Ante su famosa Casa de la Cascada le dijeron: «Cómo se nota que detrás de esta obra hay un gran arquitecto». Y él replicó: «No. Lo que se nota es que detrás hay un gran cliente».
Tú los tuviste muy buenos y pudiste ser innovador.
Eso es verdad, pero para ser innovador tuve que vencer muchos obstáculos. Por ejemplo, en una de mis obras más grandes, el barrio entero de San Ignacio de Loyola en Madrid, me acusaban de dejar mucho espacio para los coches. Igual me pasó en el edificio de O’Donnell 33 con el garaje… Entonces se veía el coche como cosa de ricos y no se pensaba en su futura multiplicación. En otro caso, las conocidas Torres de Colón, me dijeron que lo que yo pretendía era imposible. Yo no quería utilizar acero por su mal comportamiento en caso de incendio, y quería hormigón para trabajar a tracción en aquella idea, innovadora aquí, de «empezar la casa por el tejado», como decían riéndose… Acudí al ingeniero Fernández Casado, que me dijo. «Lamela, tiene usted razón. Esto no sólo se puede hacer, sino que además es un ejercicio muy bonito». Y lo hicimos, como puede verse, con Javier Manterola, que de hecho llevaba el estudio porque don Carlos ya estaba mayor.
Esas torres tienen una coronación que parece propia de Gotham City, la de Batman.
Fue una solución posterior para el remate, pues no se llegó a hacer la primitiva idea, pero le da carácter a la zona. Y, como hemos hablado otras veces, fue una pena derribar los palacetes de la Castellana, pero entonces los sitios posibles parecían muy alejados del centro.
Entonces y antes. Eso venía de lejos… Cuando en tiempos de Isabel II se iba a construir el Palacio de las Cortes, se pensó hacerlo en la esquina del Retiro, actual cruce de Alcalá y Menéndez Pelayo. Se rechazó porque aquello «era el campo», y se hizo donde está, tan pequeño que ha necesitado varias ampliaciones.
Mi primera obra de O’Donnell, un siglo después, también se veía poco menos que en el campo. En España hay poca visión del futuro, poca previsión. En esa obra yo innové con el gresite, la caja de los ascensores, los buzones, la climatización, hasta conformé un Mondrian en la fachada del patio interior…
La de fuera también es original.
Tuve que adecuarme al poco frente que tenía y lo hice con esas terrazas.
Recuerdo otra terraza tuya, la de Islas Filipinas 48, donde vivió el amigo Manu Leguineche… Pero aquí el solar es también limitado y tengo que preguntarte algo de otras cosas, incluso dejando el aeropuerto de Barajas y el estadio… Te pregunto por tu libro, estamos en LEER, “Cosmoísmo y Geoísmo”, publicado en 1976 por la Editora Nacional.
Es una consecuencia de mi ejercicio profesional, pues se mueve uno en un continuo salto de escala y pasas de la arquitectura al urbanismo y eso te lleva al geoísmo, a tener que ver la Tierra de manera globalizada y ecuménica y, por deducción, pasas de la Tierra al cosmos. Y al pensar en eso hay que tener en cuenta todo, desde el canto a la fuerza progresiva del capital que hicieron Marx y Engels, que no es una paradoja, a Teilhard de Chardin; del Manifiesto Comunista («la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas») a la gemelización de ciencia y humanidad en El fenómeno humano, casa y ciudad, tierra y universo, son como escalas…
Y acabamos con la polémica del agua.
En su día parecían abanderados opuestos tu amigo el ingeniero y escritor Juan Benet y el geólogo Ramón Llamas, los trasvases y los acuíferos. Cuando me ocupé de esto me opuse a los trasvases, porque aunque hay una Iberia seca y una Iberia húmeda no se trata de desecar la húmeda para humedecer la seca. En ningún sitio de España sobra agua y hay acuíferos y estamos rodeados de mar con agua que se puede desalar. Todo, menos despilfarrar.
Una última cosa: creo que conociste a Alvar Aalto.
Tuve la fortuna de conocerlo personalmente, y era muy juicioso. Tenía ese respeto al pragmatismo y a las cifras que es tan fundamental.
Revista LEER, número 283, Junio de 2017