Eduardo Halfon, el cuentista cuántico
Es una de las más evidentes confirmaciones del primer Bogotá39, «selección caprichosa» que en su caso dio en el clavo. Estuvo en Madrid para presentar la edición ilustrada de uno de sus mejores relatos, ‘Oh gueto mi amor’. Hablamos con él de lo judío en su escritura, de cuentos y de un fantasma, el de la autoficción, que a él no le da ningún miedo. Por BORJA MARTÍNEZ
En El ángel literario (2006), Eduardo Halfon recogía algo que un día le dijo Andrés Trapiello: «Ustedes los judíos nacen con una novela ya escrita bajo el brazo». La lectura de Oh gueto mi amor –cuento originalmente publicado en el volumen Signor Hoffman (Libros del Asteroide, 2015) recuperado por Páginas de Espuma con ilustraciones de David de las Heras– devuelve inevitablemente a aquella intuición de Trapiello.
Desoyendo las recomendaciones de su abuelo pero a su vez siguiendo las señas que éste le dio escritas en un papel amarillo, un hombre, que es y no es Halfon, viaja de Guatemala a Polonia, a Lodz, en busca de la casa donde el abuelo vivió antes de la guerra, antes de Auschwitz y de la emigración. Allí le orienta una extraña mujer, la misteriosa madame Maroszek, que ayuda desinteresadamente a los descendientes de los judíos de Lodz –250.000 antes de la guerra; sobrevivieron 10.000– a buscar su rastro, no se sabe si en homenaje a unos padres que fueron fusilados durante la guerra por hacer lo propio, o para redimir sus delaciones, o para entender por qué hicieron una cosa y la otra a la vez. Así es la guerra y la vida. Oh gueto es una pequeña obra maestra, un cuento ejemplar que partiendo de una pequeña historia familiar condensa el siglo XX. La concentración diamantina de sentido, la cualidad cuántica que se espera del buen cuento y que precisa del buen lector para desplegarse. De todo ello hablamos con Halfon una mañana en Casa Sefarad, sentados a la enorme mesa de una enorme sala de reuniones, desconcertante espacio de intimidad para nuestra entrevista que podría ser también ingrediente de desconcierto de uno de sus relatos.
«Tiene razón Trapiello, pero en realidad todos nacemos con una novela bajo el brazo», comienza Halfon. «En España el exotismo del judío le hace parecer más novelesco, pero para nosotros, en Latinoamérica, un abuelo que vivió el franquismo es igual de exótico y quizá es la novela que querríamos leer. Todos nacemos con una historia familiar, con una herencia poderosa susceptible de convertir en novela. El secreto es conseguirlo. Llevar esa historia personal y pequeña a algo universal. Ese es el trabajo literario».
Cualquiera que se informe un poco de Halfon, y es grato y posible hacerlo a través de sus libros, se dará cuenta de que su historia personal no es precisamente pequeña. Nacido en Guatemala en 1971, nieto de libanés y de polaco superviviente de Auschwitz, a los diez años, «el día después de mi décimo cumpleaños, entonces, salimos huyendo mis papás y hermanos hacia Estados Unidos y yo me partí en dos. Mi lenguaje se partió en dos. Mi memoria se partió en dos». Lo cuenta en una de las crónicas del también reciente Biblioteca bizarra (Jekyll & Jill). En el siguiente texto explica que en 1994, después de crecer en Florida y estudiar ingeniería en Carolina del Norte, regresó a Guatemala, descubrió la literatura y se hizo escritor. Y que tras publicar su primera novela, Saturno (2003), Horacio Castellanos Moya le advirtió de que debía huir, otra vez, de Guatemala lo antes posible. Y que al poco tiempo un conocido devenido en sicario se presentó en su casa y poniendo un negro pistolón sobre la mesa del salón le explicó no sólo su admiración por Hitler sino implícitamente que, tenía razón Horacio, sería mejor que se marchara de Guatemala. La historia de Halfon no es pequeña, pero tampoco su talento para expandirla y hacerla universal.
Hay una vocación viajera en tu literatura, como si el judío errante, redimido, se transformara en judío cosmopolita.
Puede ser, pero a mí como lector me interesan más las novelas del escritor arraigado, el que tiene un pedazo de tierra. El Dublín de Joyce, el Cormac McCarthy del sur de Estados Unidos. Alguien extraordinariamente local me interesa mucho más que el cosmopolita, quizá porque yo no tengo mi Dublín.
Philip Roth se inventó a Nathan Zuckerman a modo de alter ego. Tú eres Eduardo Halfon y tu personaje es Eduardo Halfon. No sé si prescindir de ese artificio onomástico es una decisión meditada o es un signo de nuestro tiempo, en el que la participación del autor en su propia obra es tan habitual.
¿Cuánto de Roth hay en Zuckerman? Yo empezaría por ahí. Roth tiene otras novelas donde sí es Philip Roth, estoy pensando en La conjura contra América, en la que además los nazis han ganado la guerra. Hay algo muy judío en este autoprotagonismo. Pienso, pasando a la televisión, en Seinfeld, en Larry David o en Louis C.K., incluso en Woody Allen. Curiosamente esto nadie lo cuestiona. Nadie les acusa de caer en la moda de la autoficción ni se obsesiona con si será verdad lo que cuentan. Pero algo sucede en la literatura cuando haces lo mismo. No sé si es el purismo, o la consideración de que la literatura no debe recurrir a ese tipo de juegos. En mi caso simplemente le doy mi nombre y mi biografía a un tipo, y yo vengo escribiendo así desde mucho antes de que estuviera de moda o incluso bautizada la autoficción.
‘Oh gueto mi amor’, en la versión ilustrada que ofrece Páginas de Espuma, no es uno más de los con frecuencia innecesarios cuentos ilustrados que abundan últimamente en las librerías. Por la elección del cuento y las ilustraciones de David de las Heras está justificado y tiene sentido.
Esa era mi preocupación cuando empezamos a hablar del proyecto. ¿Qué va a añadir? No es un cuento nuevo, está publicado y disponible. ¿Por qué ilustrarlo? Creo que David ha solucionado su aportación de manera eficiente y hermosa, añadiendo un elemento emocional distinto. Se ve en la primera ilustración de ese Halfon con el gabán rosa de mujer, un destello de color en una escenografía tan gris, una Polonia que parece Neptuno. Porque no hay nadie, no hay un alma. Está solo. Así es como me sentí en ese viaje, así es como se siente ese narrador, y David lo ha pillado. Y luego hay otro elemento en el que yo no había pensado conscientemente y que funciona. Voy disfrazado, casi vestido de señora en este Neptuno que es Polonia, y me escondo; David nunca muestra mi rostro de frente.
Uno tiene la impresión de que el Lodz que visita el protagonista hubiera quedado abandonado después de la guerra. Es una ciudad fantasma.
Tenía en mente El pianista de Polanski, cuando Szpilman, el protagonista, que ha permanecido escondido, regresa y encuentra los edificios destruidos, maletas abandonadas por todas partes y no hay nadie.
¿Cómo fue realmente ese viaje?
Yo quería ir a Polonia pero no tenía la plata. Así que apliqué a la beca Guggenheim y la gané. Pero no sé qué tan honesto estaba siendo, porque no sé qué tanto quería ir a Polonia. Porque tenía también la advertencia de mi abuelo: no vayas, no hay que ir, ten cuidado; el mismo que me había dado un papel con la dirección de su casa en Lodz me decía que no fuera. Sabía que iba a ser como ir a Neptuno, a un mundo totalmente ajeno. Y a buscar qué, a escribir qué. Fui. Y regresé. Y no tenía nada. Ni historia, ni ganas. Y lo dejé estar. Pero luego salen las ideas. Se presenta el gabán rosa, y una situación. En el cuento enseguida suelto lo poco que pasó de verdad, porque careció de interés literario: un viajecito a Cracovia y Auschwitz. Eso no es lo importante, no es literatura. La historia que tenía que contar iba por otro lado. Y empieza a aparecer en el cuento.
Mencionas ‘El pianista’, y leyendo el relato se piensa en la película por algo que el uno y la otra una tienen en común, que es el humor. Me pregunto cómo se puede escribir hoy literariamente del Holocausto sin caer en la afectación y en la cursilería. Sobre un asunto tan delicado que hasta la elección tipográfica para la publicidad de una exposición sobre Auschwitz puede parecer vanidad y banalidad. Y quizá el camino es el humor.
En el cuento el humor aparece en un momento decisivo y funciona como válvula de escape. Es un humor muy oscuro, y el cuento podría haber terminado ahí, pero no lo hace, lo hace en la escena de despedida de los personajes en la estación, con aquellos libros de por medio, que lleva el relato a otro plano. Un relato que ya no es sobre un nieto yendo a buscar la casa del abuelo, sino sobre el poder de la palabra y de la Historia y la necesidad de escribirla.
Que es uno de los grandes temas del Holocausto. El esfuerzo por documentar y por contar de los que lo vivieron y los que sobrevivieron. De hacer inteligible lo inimaginable, lo indecible.
Ayer fui a la radio a hablar del libro y al terminar la entrevista uno de los que estaba en la mesa me preguntó, “oye, ¿tú por qué crees no se sublevaron los judíos? ¿Por qué no hubo un esfuerzo de resistencia?”.
Es el tipo de pregunta que más que una pregunta es una sospecha, la duda que contiene inadvertidamente el bichito del negacionismo.
Muy en el fondo, pero sí. “¿Será de verdad cómo lo cuentan? Porque yo sin duda me hubiera lanzado contra aquellos alemanes…”. Claro que hubo esfuerzos de resistencia. Y hercúleos. Y la necesidad de contar lo sufrido forma parte de ese esfuerzo.
Un día le pregunté a Juan Casamayor si el cuento, por su brevedad, era un género especialmente apto para estos tiempos de atención limitada, y me convenció de que, muy al contrario, la lectura de un buen cuento es mucho más exigente que la de una novela convencional por la que el lector discurre sin esfuerzo.
El cuento es engañosamente breve. El tiempo de lectura puede serlo, pero conlleva un gran trabajo de análisis y síntesis. Anoche, durante una charla en la Escuela de Escritores, una chica que acababa de leer Duelo –que tiene 106 páginas, pero estiradas, porque logré convencer al editor, Luis Solano, de aumentar un poco el tamaño de letra y quitar una línea de cada página, y que tiene un final bastante exigente– me dijo que no había entendido el libro. Incluso me hizo una gráfica para explicarme por qué no tenía sentido el cuento. Me dijo «no lo entiendo», pero lo que ella quería decir es «no me gustó el final». El cuento es así, no va a cerrarse, o no debe cerrarse. Debemos cerrarlo en otro plano lector y autor, o el lector solo. Mi manera de escribir es invitar al lector a ser cómplice. Lo cual quiere decir escribir conmigo, o reflexionar conmigo. Y hay lectores a los que eso no les gusta. ¡Eh, Halfon, aquí falta un capítulo, termínalo! De algún modo el cuento requiere más tiempo, no de lectura sino de reflexión.
«El cuento no debe cerrarse. Lector y autor debemos cerrarlo en otro plano. Mi manera de escribir es invitar al lector a ser cómplice, y hay lectores a los que eso no les gusta»
Antes hablabas de autoficción. Hay autores y críticos que achacan el fenómeno a una fatiga de la imaginación, pero quizá el problema no es la autoficción sino la mala literatura. Tu obra, que es muy deudora de tu experiencia personal y familiar, no es precisamente anémica en imaginación.
He leído comentarios de escritores que admiro y que solapadamente critican esto, “yo soy un férreo partidario de la imaginación”, como si un libro de Eduardo Halfon protagonizado por un tal Eduardo Halfon careciera de imaginación. ¿Te ayudaría si se llamara Juan Pérez? ¿Te molesta tanto que lleve mi nombre? No entiendo completamente este fenómeno. Parto de la base de que toda ficción es autoficción: «Madame Bovary soy yo». Te puedo disfrazar al narrador, le puedo poner un velo, puedo llamarlo Arturo Belano en vez de Roberto Bolaño, pero Belano es Bolaño. Eso no es lo importante. Lo importante es si es bueno, si funciona. ¿Qué mecanismo usaste para que funcione? No importa, la cosa es que tiene que funcionar, tiene que elevar al lector, llevarte a otro plano, hacerle sentir algo. Una verdad extática, decía Herzog. No una verdad racional o vivencial, terrestre. Una revelación, o una epifanía, si se quiere volver a Joyce… A ver, a mí es un tema, el debate de la autoficción, que me trae sin cuidado. Al principio me tachaban más de metaliterario. Luego pasé a esto. Me da igual. Lo que de verdad me gustaría es que costara ubicarme. Ser inclasificable en términos de género. Pero veo que la gente se empeña en etiquetarte o ponerte en este anaquel o en este otro. ¿Dónde pongo el libro de Halfon?
Hace ahora diez años formaste parte de la primera lista Bogotá 39 de autores iberoamericanos menores de 40. ¿Qué supuso aquello para ti? ¿Cómo ha evolucionado el canon americano, si es que existe?
Yo te diría que Bogotá 39 fue… una antología. Y como toda antología tuvo sus aciertos y sus fallos, y habrá que esperar cuarenta años para ver realmente dónde acertaron y dónde no. Pero fue una selección que hicieron tres personas. Tres personas sentadas en una mesa que dijeron este, este, este, este y este, y tenemos que ser políticamente correctos, geográficamente correctos, y tiene que haber centroamericanos. A ver, ¿qué guatemalteco hay? Y no había mucho donde escoger. ¿Qué ha pasado desde entonces? Algunos de los 39 han publicado más o les ha ido mejor, pienso en Alejandro Zambra o Andrés Neuman. También se han asentado nombres que no estaban y deberían haber estado, como Yuri Herrera o Valeria Luiselli, que ahora la meten en la segunda tanda pero que fue un fallo de la primera. Quizá ya había muchos mexicanos… Una antología. Y como tal, una selección caprichosa. En mi caso supongo que ayudó. No directamente, no logré una publicación debido a, pero estás en una antología con mucha visibilidad. No es un grupo de amigos, me llevo bien con algunos, no tengo relación con otros.
El panorama americano es tan vasto que es difícil someterlo a una antología de estas características. Una vastedad que también protege a los autores de cierto corporativismo, de la pertenencia a corrientes y camarillas que en España sí que funcionan y que a veces perjudican el desempeño literario.
Lo veo igual. Allí estás al margen. Pero también nos dimos cuenta entonces, y se mantiene hasta la fecha, de que literariamente Latinoamérica no es una región geográfica, porque muchos de los 39, más de la mitad, ni siquiera vivíamos en Latinoamérica. Unos vivíamos en España, otros en París, otros en Estados Unidos… Había varios que escribían en inglés, como Junot Díaz y Daniel Alarcón. ¿Qué nos une? Ya no es el boom, no es una temática ni una región geográfica. No sé.
¿Qué estás escribiendo ahora? ¿Sigue siendo siempre el mismo libro?
Sí en teoría, no en la práctica. Porque mi hijo nació hace año y medio y me he vuelto padre [su Halfon, boy, otra de las piezas incluidas en Biblioteca bizarra, es un hermoso esclarecimiento de la paternidad sobrevenida, y de paso de lo que es o puede ser traducir]. Ya ni siquiera soy lector. El primer año fue muy duro. No podía aislarme, no podía trabajar… Se irán imponiendo historias, no sé si sobre este mismo narrador o no. Solano quiere reeditar El boxeador polaco en 2019. Veremos. Tiene sentido porque es el libro eje de mi narrativa y porque no se encuentra, pero también me gusta eso de que no se consiga. Me dicen que está a 400 euros el ejemplar en AbeBooks. Yo tengo tres copias… Te vendo uno por 200 si quieres…
Una entrevista publicada originalmente en el Número de Verano de 2018 de la Revista Leer.
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