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Foster Wallace, el escritor y la soga

por Julio Valdeón

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«Mira tío, es pro­ba­ble que todos este­mos de acuerdo en que estos son tiem­pos oscu­ros y estú­pi­dos, ¿pero nece­si­ta­mos una fic­ción que dra­ma­tice sobre lo oscuro e idiota que es todo?» (de una entre­vista con­ce­dida por David Fos­ter Wallace al pro­fe­sor de la Uni­ver­si­dad de San Diego Larry McCaf­fery en 1993 para The Review of Con­tem­po­rary Fic­tion).

Fos­ter Wallace se ahorcó en la casa que com­par­tía con su mujer, Karen Green, el 12 de sep­tiem­bre de 2008. Tenía cua­renta y seis años. Logró todo excepto pisar la Luna o hacerle un drive a Andre Agassi. En Algo supues­ta­mente diver­tido que nunca vol­veré a hacer escri­bió sobre la podre­dum­bre que las­tra a los gran­des cru­ce­ros, for­ta­le­zas almi­do­na­das que cru­zan el Caribe borra­chos de turis­tas y arro­jan por las esco­ti­llas fotos que enve­ne­nan a los del­fi­nes; tam­bién habló sobre el día en que cabalgó un tor­nado y sobre su sueño infan­til de ganar Wim­ble­don. Con La niña del pelo raro deli­neó unos cuen­tos que hacían vudú al pen­sa­miento correcto. En La broma infi­nita dis­paró seis­cien­tas pági­nas a caba­llo entre el avant-garde y la frase enros­cada como una pitón, luego de comerse una galli­ná­cea. Sus tex­tos tenían el exoes­que­leto de un ofi­dio, el pulso de los clá­si­cos, la acua­rela tóxica de una pelí­cula de David Lynch, al que amaba, los ven­ta­na­les para fil­trar una luz de vitral tóxico que ponía a bai­lar al mundo.

Cuando alguien ha escrito que fue un escri­tor malo­grado, uno recuerda el jui­cio de Fran­cisco Umbral a pro­pó­sito de Larra. Decía el autor de Tri­lo­gía de Madrid que el cro­nista matri­tense no se malo­gró, al menos como artista, por­que para cuando se voló la sesera ya había rubri­cado su obra. Más que por un amor, motivo bas­tante cursi para sui­ci­darse, don Mariano José se habría apli­cado una ducha de plomo a con­se­cuen­cia de su divor­cio con la escri­tura, que en su caso, como en el de cual­quier escri­tor de fuste, equi­va­lía a la vida. ¿Es éste el caso de Wallace? ¿Colgó como una pitanza tras el sacri­fi­cio ritual por­que enten­dió que la obra, la suya, ya no daba más, por­que el pozo mágico, de pája­ros secre­tos, men­di­gos priá­pi­cos, ado­les­cen­tes tur­ba­das, soli­ta­rios mur­cié­la­gos y raci­mos de prosa, había alcan­zado un punto de no retorno? En caso nega­tivo Fos­ter Wallace sería un hom­bre malo­grado (en Esta­dos Uni­dos la espe­ranza de vida de un varón cau­cá­sico pasa de largo de los setenta), nunca un escri­tor malogrado.

De la lec­tura del ensayo tecleado por D. T. Max para la revista New Yor­ker  pocos meses des­pués de la muerte de DFW con­cluí­mos que nues­tro hom­bre vivía este­ri­li­zado por la depre­sión, que el fan­tasma sólo podía aca­llarse con cóc­te­les de Meta­ra­zol, Tofra­nil, Pro­zac, Nar­dil y Xanac, y que la novela en la que venía tra­ba­jando desde 1997, desde que con­clu­yera La broma infi­nita, acu­mu­laba ya «cien­tos de miles de pala­bras». Desde que estu­dió en el Amherst College, en los 80, la depre­sión corría flu­yente por sus venas.

Como no cree­mos ya en el roman­ti­cismo lírico y somos más par­ti­da­rios de la neu­ro­bio­lo­gía, enten­de­mos que, des­con­tada la genia­li­dad, Wallace fue un hom­bre triste. Mejor, enfermo. Hasta qué punto la enfer­me­dad tenía o no que ver con sus (impro­ba­bles) limi­ta­cio­nes como escri­tor, o más ajus­ta­da­mente, hasta qué punto la insa­tis­fac­ción que le cau­saba su devo­rante auto­exi­gen­cia, y la sen­sa­ción de fra­caso que le devol­vía su nueva novela [the long thing, como se refe­ría a ella DFW, publi­cada pós­tu­ma­mente en 2011 como The Pale King, El rey pálido], pre­ci­pita su muerte, haría más inte­li­gi­bles los adje­ti­vos que se le dedi­can. Ambien­tada en unas oscu­ras ofi­ci­nas de Illi­nois, narra las peri­pe­cias de varios cien­tos de emplea­dos de unos ser­vi­cios de un cen­tro de con­tra­ta­ción, y de cómo estos lidia­ban con el tedio. El abu­rri­miento, explica D. T. Max, emblan­quece con tin­tura de yodo los muros de nues­tra socie­dad. Wallace pen­saba que Occi­dente, ahíto de estí­mu­los, nece­si­taba replan­tearse el bos­tezo como pasa­porte a la feli­ci­dad. Nos dan tanto la murga con la nece­si­dad de diver­tir­nos que su novela versa sobre la pereza y el has­tío, tapo­nes de sili­cona para ais­lar­nos de la estri­dente cham­pa­nada de unos medios fero­ces en los que prima la estafa de la risa fin­gida, el fies­tón obli­gado, el viaje con aspi­ra­cio­nes de nir­vana, el espec­táculo cen­te­lleante, la conga die­té­tica aus­pi­ciada por el inge­niero en ani­ma­ción socio­cul­tu­ral, sobre el silen­cio, siem­pre terapéutico.

Sea como fuere Wallace deja un impo­nente legado. Ahora que, como escri­biera Diego A. Man­ri­que, la uni­dad básica de medida es la can­ción y no el disco; ahora que nos aco­mo­da­mos en el col­chón de lo tri­vial y frag­men­ta­rio, que cele­bra­mos el ama­teu­rismo o la igno­ran­cia rasante en nom­bre de una impo­si­ble demo­cra­ti­za­ción del talento, como si el talento fuera un dere­cho inalie­na­ble de las com­pa­ñe­ras y com­pa­ñe­ros a dis­tri­buir en ter­sas píl­do­ras por el Minis­te­rio de Igual­dad; ahora, sí, que bucea­mos en la sin­ta­xis blanda y arru­ga­mos el hoci­quito enfren­ta­dos al canon que epi­to­mi­zan Sha­kes­peare, Cer­van­tes, Rabe­lais, Proust, Neruda o Faulk­ner, resulta para­dó­jico, carajo, que el sím­bolo máximo de aque­lla pos­mo­der­ni­dad ter­mine siendo el penúl­timo cam­peón de la novela clá­sica, apli­cada al bal­za­quiano empeño de com­pri­mir el mundo en su puño de letras (digo penúl­timo por­que siem­pre ten­dre­mos la espe­ranza de que apa­rezca un suce­sor. Es por eso, uste­des dis­cul­pen, que algu­nos toda­vía escribimos).

Revista LEER, nº 202, mayo de 2009 (“El sui­ci­dio como ava­tar literario”).

Ima­gen de por­tada: David Fos­ter Wallace durante una entre­vista tele­vi­siva
con el perio­dista nor­te­ame­ri­cano Char­lie Rose emi­tida el 27 de marzo de 1997.

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