Con Solenoide, el más destacado narrador rumano de la actualidad nos invita a penetrar en el museo de su mente. Alicia González habló con él durante su última visita a España para presentar su monumental libro y recibir en León el premio del Club Leteo.
Colgó en las redes un comentario curioso: “En el escenario en Granada, aplastado por mi propio nombre”. “Solenoide” trata de esa otra vida fácil que la fama le ha quitado…
No quisiera comenzar hablando de algo tan superficial como la fama. No me importan mucho el prestigio, las reseñas, los premios, las ventas; me encanta la literatura, que es, en esencia, poesía. Sí, en Granada, en el escenario me sentí aplastado por mi nombre escrito con letras enormes en la pantalla que había encima de mí. Tuve una sensación de hybris, porque ni quiero ni merezco tanta atención. No estoy orgulloso de mis libros, sólo les estoy infinitamente agradecido. Nada en mis primeros años podía predecir que me convertiría en escritor. Para mí sigue siendo un milagro. Nací en los 50, en una casa sin libros, en las afueras de una ciudad fea, en un país oscuro. Mis padres eran trabajadores del campo. A los nueve años tuve tuberculosis y pasé algunos años en un preventorio. Era un niño normal, pero a los dieciséis hubo un cambio extraño en mí: en un abrir y cerrar de ojos me convertí en otra persona, alguien que vivía sólo para leer libros, que no hacía nada más, un adolescente que leía ocho horas al día. Y que comenzó a escribir poemas e historias, y no ha dejado de escribir en cuarenta años. Estoy realmente sorprendido de que ahora me consideren escritor, porque no tengo agente, ni página personal, ni interés en promocionarme. Sigo siendo un adolescente de 61 años, y estoy muy contento de serlo. Mi literatura está enfocada hacia mí, la uso para viajar dentro de mí y comprenderme. Lo que el lector obtiene es un mapa de mi cerebro y una invitación a mi cráneo como si fuera una especie de museo. Sí, mi mejor definición como escritor sería: un vendedor de entradas para el museo de su mente.
¿El cambio de look significa la madurez de Cartarescu? En Facebook lo resumía en “Otra cara, otra vida”, que no sé si supone la ruptura con esa imagen más rebelde que encandilaba a las lectoras.
Cambiar mi apariencia física no es suficiente para cambiar mi literatura. Esto me recuerda otra pregunta que me hacen con frecuencia: si la caída de la dictadura en 1989 cambió mi forma de escribir. Siempre digo que una revolución no es suficiente para cambiar mi estilo. He sido el mismo desde 1977, desde que comencé a escribir. No puedo dejar de pensar en el poder de la literatura: vivimos en una dictadura en los 80, sufrimos hambre, frío y miedo en nuestras propias carnes, pero nuestro grupo literario, hoy legendario, continuó con nuestro sueño de cambiar la poesía, para hacerla más brillante, humana y poderosa. Untamos poesía en el pan, nos calentamos con poesía, nos libramos del miedo al escuchar la poesía del otro. Ésta es la forma en que sobrevivimos a esos tiempos terribles. No dudo de que incluso hoy en Corea del Norte debe de haber adolescentes enamorados de la poesía que sobreviven con ella, que luchan contra la tiranía a través de ella. Porque la humanidad sobrevive no por las armas, sino cediendo el testigo de la belleza a lo largo de las generaciones.
¿De verdad escribe a máquina sobre el hule de la cocina o es por dar glamur del Este a las extravagancias de los escritores?
¿En 1987, cuando escribía mi poema épico «The Levant»? ¡Puedes apostar que sí! Entonces vivía en un apartamento terrible sin ningún ángulo recto: ¡todas las paredes estaban torcidas! Además, era un octavo, bajo el tejado, así que hacía mucho calor en los veranos y me congelaba en invierno… No tenía oficina, escribía en la cocina, con una mano, y mecía con la otra el cochecito de bebé para que mi hija se durmiera. Era feliz porque pensaba que estaba escribiendo el mejor poema rumano que haya existido (lo que, por supuesto, no era cierto). Lo hice de principio a fin, más de 7.000 versículos, sin borrar ni cambiar ni agregar nada. El poema es completamente intraducible, porque surgió de la esencia más exquisita de la poesía rumana (que nadie conoce) y, además, está escrito en el lenguaje poético rumano del siglo XIX (que nadie recuerda). Así que «The Levant» es pura locura, algo así como Finnegans Wake o los intentos de Seymour Glass para traducir un haiku japonés al griego antiguo. Para hacerlo un poco más traducible, lo reescribí en prosa y volví a traducirlo al rumano. De modo que El Levante publicado con Impedimenta es sólo el hermano pequeño de mi «Levantul»…
‘Solenoide’ es una muestra de ese autismo suave de Cartarescu: la captación de la realidad desde una hipersensibilidad extrema, la persistente obcecación, la narración en un silencio interno siempre al borde del grito.
Si hubiera tenido un poco de coraje estético, toda mi novela se habría llenado con una sola palabra, repetida decenas de miles de veces: “¡Socorro!”. Nada más, incluso en las portadas. Y aun así no habría sido suficiente. Sólo quedan unas diez páginas de “¡socorro!” al final como una especie de exorcismo del sufrimiento humano. No trato de captar la realidad (el dilema que más tortura a toda la filosofía) sino la naturaleza de la realidad. ¿Qué es la realidad? En mi novela, no es algo material, como ese suelo del que hablaba Wittgenstein, sino otra palabra para el dolor. No percibimos nada hasta que nos lastima. El dolor es la realidad, nuestro mundo es dolor, nuestra conciencia trabaja con la sustancia P que segregan nuestros cerebros.
El desdoblamiento del personaje nos habla de la literatura como vicio sin escapatoria que le destruirá, porque escribir es falsificar la vida. ¿Es esa su convicción?
Hay dos tipos de literatura. ¿Podríamos denominarlos, como magia y mentiras o blanco y negro? Prefiero llamarlos exteriores e interiores. Solenoide es, entre otras cosas, una protesta contra la literatura exterior y el escritor falso (el habitual en nuestros tiempos y, tal vez, en todos). La literatura exterior no es mala, a veces logra los mayores premios, y no sin méritos. Pero mi personaje, siendo adolescente, quiere algo diferente. Quiere todo de un escritor: pureza, verdad y revelación absolutas. No puertas dibujadas en las paredes, sino puertas que realmente se abren. Para eso debes matar al escritor corriente que hay en ti, rechazar cualquier concesión, incluso publicar, ser anónimo, estar solo, arder por escribir hasta el final. Sólo algunos artistas se acercaron a ese ideal y les tengo un gran respeto: Virgilio, Kafka, Schreber, Darger, Sábato, Blecher…
En “REM” intentaba reproducir la estructura de los sueños, aquí abre las puertas de una realidad soñada, casi de ciencia-ficción con ese solenoide enterrado, un antídoto contra la muerte como en ‘La invención de Morel’.
Calderón dijo que «la vida es sueño». «Todo lo que vemos o aparenta / no es más que un sueño dentro de un sueño», añadió Poe. No hemos tenido que esperar a Matrix para escuchar que este mundo que percibimos no es real. Legiones de filósofos y artistas lo han dicho a lo largo de la historia. Los románticos alemanes y luego los surrealistas señalaron que vivimos en el sueño de otro. En cuanto a mí, no distingo entre realidad y fantasía. Mis libros son cintas de Moebius: la realidad fluye continuamente por un lado y la ficción por el otro sin discontinuidad, sin ningún punto de cambio. Nunca me olvido de que la realidad es un producto extremadamente sofisticado de nuestras mentes. Además, la vida real y la soñada no son las únicas posibilidades. A veces he tenido la sensación de no soñar sin tampoco estar despierto, una sensación mágica que está en el centro de mi escritura. En Solenoide me divertí analizando docenas de sueños reales que tuve durante unos 30 años (me olvidé de decir que he anotado todos mis sueños desde que tenía 17).
Hay imágenes suyas en los escenarios de una película de Tarkovski. ¿Es por esa filia suya a la ruina, a lo que está en el filo del romanticismo como heredero de Eminescu en una línea que llega hasta Cortázar o Sábato?
¿Has notado cuánto ha influido Tarkovski en el cine estadounidense más reciente? Es casi ridículo. El último Blade Runner es tres cuartas partes Tarkovski. Las ruinas más que un tema romántico son manieristas y barrocas, porque involucran la terrible náusea del paso del tiempo. Definen mejor al homo europaeus del que hablaban Curtius y Hocke, un ser dilemático y nostálgico. Gracián también sabía algo al respecto. Me encantan las ruinas, al verlas siento una gran melancolía. Bucarest es una ciudad en ruinas en Solenoide, pero no porque sea antigua, sino porque ha sido construida así. Un genio de la arquitectura la creó a partir de la chatarra, igual que Oscar Niemeyer creó Brasilia utilizando principios opuestos. Mi arquitecto sabía que la ciudad que define mejor el destino humano no debería ser perfecta, de acero y vidrio, sino una en ruinas.
Pospuso la presentación en Barcelona, quizá por sus palabras –“Hoy en día el nacionalismo está causando destrozos”–, aunque dijo también que la “intervención de las fuerzas españolas es un error que va a empeorar la situación”.
Siempre he estado en contra de la violencia. No quiero comentar la tragedia catalana (porque es una tragedia), lo que puedo decir es que creo en una Europa con menos o sin fronteras. La gente de nuestro continente debería enorgullecerse de ser europeos más que españoles, rumanos, catalanes… Ser europeos debería ser nuestra primera identidad y fidelidad.
¿No le basta la comodidad de la literatura, sigue necesitando ser la conciencia social de Rumanía manifestándose contra la pena de muerte o a favor del matrimonio homosexual? Y todo eso, a pesar de que en 2013 hablaba de una especie de “año sabático”…
Bueno, traté de detener en cierto momento mi compromiso cívico, pero no pude. He seguido escribiendo sobre temas sociales y políticos, expresando mi opinión, luchando contra todo tipo de discriminaciones y a favor de la comunidad gitana, el matrimonio homosexual, los derechos de las mujeres. En un país como Rumania esto tiene serias repercusiones. Los intelectuales son continuamente perseguidos, enfangados, amenazados de muchas maneras. Pero vale la pena luchar por conseguir más esperanza y decencia a pesar de esas represalias.
Ha asegurado que “cada autor escribe los libros que no ha encontrado en ninguna parte para poder leerlos”. Dice que cada día relee las últimas páginas de lo escrito y si le satisfacen se siente muy feliz, “aunque desafortunadamente la mayor parte de las veces esto no sucede”. ¿Esnobismo o sinceridad sin tapujos?
La primera frase no es nada especial, es un lugar común. Cualquier escritor es principalmente un lector, así que es normal que se sienta frustrado cuando busca un libro y no lo encuentra porque todavía no se ha escrito. Entonces sabes que eres tú quien debe escribirlo, porque si no lo haces, nadie más lo hará. En cuanto a la segunda, el hecho es que, salvo leer mi última página antes de escribir la siguiente, evito leer algo mío. Creo que no es sano, porque me gusta lo que leo, y luego sufro mucho por no haber podido escribir algo tan bueno, o lo odio, y creo que estoy acabado. De cualquier manera, al leerme lo que consigo es una profunda depresión.
¿Cómo compagina su país considerarle persona ‘non grata’ con su eterna candidatura al Nobel?
Las únicas personas en mi país que de verdad y sinceramente creen que podría obtener el Nobel son mis enemigos políticos y literarios. En los últimos años, hicieron todo lo posible para evitarlo. Informaron a todo el mundo sobre los terribles vicios de mi humilde persona y sobre la inutilidad de mi trabajo. Hubo campañas de desprestigio en la prensa, calumnias y chismes, programas de televisión donde fui despedazado. He respondido siempre a todo esto con una gran carcajada: ¡qué extraño, realmente piensan que algún día pueda suceder! Eso significa que realmente creen en mí, ¡tal vez secretamente les gustan mis libros!
ALICIA GONZÁLEZ (@jaberbock)
Literatura desbocada
“Es tan extraño tener un cuerpo, existir en un cuerpo”. Así opera la mente de Cartarescu y desde esa conciencia sin límites habrá de leerse este libro de historias enrolladas en una bobina, por lo demás nada fácil de leer. Como Herta Müller, Mircea Cartarescu tiene sus orígenes en el Banato y se nota en su prosa la influencia de esa manera de abordar cada frase. En las páginas de esta novela se percibe el olor a sebo rancio del barrio por el que transitas y llegas a notar que la literatura se convierte en una experiencia de pérdida de control, donde las percepciones intentan sobrenadar la avalancha de detalles que proporciona un autor que a los 19 años ya apestaba a tinta. Deambulas por las casas burguesas vacías de un Bucarest carcomido en sus fachadas ornadas con “ángeles teñidos que recuerdan una procesión de larvas” y sientes que “el mundo era nuevo, recién sacado del horno y quemaba”. El escritor nos quiere hablar con sencillez porque, como nos dice, los libros a hablan de forma compleja y sutil, pero al tiempo desea herirnos con su arte, concebido como un edificio sin fisuras, sin sitio para falsificar la vida a través de la escritura. Para ello nos abre la cerradura de su mente; no en vano el padre del personaje era cerrajero, y por esa rendija penetramos en la irrealidad de las calles, las vivencias del profesor que no triunfó con su obra ante una crítica capaz de convertir un váter en una catedral y en la cárcel y el encierro del papel como si estuviéramos en los espacios angostos y asfixiantes de Cube o una película semejante de ¿ciencia ficción? Y si la realidad es vista como prisión y “el objeto de mi pensamiento es mi pensamiento” comenzaremos a cuestionarnos si los seres humanos somos manchas en la retina, aceptaremos los fantasmas del otro (el principio del amor) y disfrutaremos del sueño paradójico que les envolverá y del sexo como llave a una vida secreta interior. En la puerta, claro, esperará el dolor, “otro nombre para la realidad”.
Gracias a Cartarescu nos plantearemos si son nodos o vientres, intensos o inertes, y desearemos haber encontrado o empezaremos a buscar hasta lograr vivir en esa casa que oculta un interruptor de ebonita que activa un solenoide descomunal en sus cimientos. En realidad no busquemos, porque lo único necesario es saber escuchar “el silencio previo a la aparición del oído”, la cualidad del escritor o de cualquier que viva plenamente y mejor desde el anonimato, algo que parece echar de menos Mircea Cartarescu.
A. G.
Una versión de este artículo aparece publicada en el número 288, Extra de Navidad Diciembre 2017 — Enero 2018, de la Revista LEER.