A vuelapluma. Escrito con letras cogidas del aire
Con toda probabilidad, lakalaka es la primera alusión al paisaje sonoro de la historia. El término aparece escrito en una tablilla de barro de época sumeria, con cuatro mil años de antigüedad, y se refiere a un ave grande que habitaba en edificios urbanos. La lakalaka es la cigüeña* y el nombre es una onomatopeya, la transcripción del sonido del crotorar, el castañeteo que hacen estas aves con el pico en la ceremonia de salutación del nido.
Desde entonces el sonido está muy presente en los nombres vernáculos de las aves. Un texto con la relación de las especies que cantan, silban y gorjean en un lugar es como un dictado, una transcripción de la componente sonora del paisaje. El concierto natural está escrito en el aire.
Por ejemplo. En casi cualquier arboleda, al amanecer de primavera, los primeros compases suelen venir de la totovía, un pájaro que en las dos últimas sílabas lleva escritas las notas finales de su secuencia de canto. También con las primeras luces los cucos pronuncian su nombre desde todas las esquinas del bosque, mientras las palomas zuritas zurean, las tórtolas emiten su arrullo –tur tur– y los zorzales charlos dejan oír su reclamo, un chirrido líquido. Los pinzones lanzan sus silbidos –pin pin– fuertes y agudos. Y una multitud de páridos ocupa con sus voces el fondo sonoro del bosque: los términos chichipán, chapín, machachín, cuchinchín y pichichí, entre otros muchos vernáculos diseminados por toda España, pronunciados con el ritmo y la entonación adecuadas, son transcripción casi perfecta del canto de los carboneros comunes. Al tiempo, la llamada bi y trisilábica de las abubillas –bu bu bu–, en frases rápidas y repetidas hasta el aburrimiento, colorean el más literario de los paisajes.
Bisbisean los bisbitas, ganguean las gangas. Las bandadas de sisones vuelan envueltas en el siseo agudo que emiten las puntas de las alas al batir. El críalo, pariente cercano del cuco, grita y parece mandar un recado –“críalo, críalo”– a las aves parasitadas encargadas de sacar adelante a sus pollos.
Pero si hay un grupo que lleve la voz escrita en el nombre es el de los córvidos. Pronúnciense las palabras cuervo, graja, corneja, arrendajo, urraca y chova haciendo rodar las erres, arrastrando las jotas desde lo más alto del paladar, y se tendrá un desgarrado catálogo de los graznidos, quejidos, crujidos y crocitares de estas aves.
Al caer la tarde se produce el cambio de guardia, y el concierto cambia también de tonalidad. Grillan los grillos y de las espesuras salen unos silbidos agudos encadenados con un breve ronquido: reclama la silbarronca, el otro nombre del ruiseñor. La pagañera, que es como también se conoce al chotacabras pardo, deja oír su matraqueo repetitivo –pagá, pagá– mientras vuela en círculos sobre los claros del bosque. Silban los gatillos de monte, los autillos –aut aut– y maúllan los bien llamados gatomochuelos.
Pasará el verano y llegarán los fríos del otoño. Y con ellos las grullas gruirán, ganguearán los gansos y silbarán los ánades silbones. Reirán las gaviotas reidoras, mugirán los avetoros, trinarán los zarapitos trinadores y los archibebes –chí vi ví, o tiu bo bó, según se oiga–. Hasta que cualquier noche, allá por diciembre, en lo más oscuro del año, una nota larga y profunda se escuche, como suspendida entre dos paredones rocosos: los búhos reales lanzan la primera sílaba de su nombre.
Carlos de Hita,
técnico de sonido de la naturaleza
carlosdehita.es
Una versión de este texto aparece publicada
en el número de febrero de 2017, 279, de la Revista LEER.
*Todos los nombres de las aves citadas aparecen vinculadas a su ficha en la web de SEO/BirdLife