No me explico cómo no se ha representado ninguna de sus piezas este año de su centenario. Me consta que no ha sido por falta de ganas de Ernesto Caballero, responsable del Centro Dramático Nacional. El caso, verdaderamente preocupante, es que a las jóvenes generaciones se les está privando del conocimiento directo de quien, durante la dictadura, llegó a ser conciencia y ejemplo para aquella sociedad atribulada. Y es que todo el teatro de Antonio Buero, el tercer gran dramaturgo de nuestra Modernidad, está movido por una admirable voluntad ética, y en esa voluntad reside su grandeza y su vigencia en esta España nuestra del siglo XXI, tan ayuna de ejemplaridad en tantos ámbitos.
Lo moral es inseparable de la forma dramática en la que Buero puso todas sus complacencias: la tragedia, como si hubiera seguido al pie de la letra aquel consejo de García Lorca, cuando el estreno de Yerma: “Hay que volver a la tragedia”. Lo había dicho el poeta con el ánimo de regenerar la alicaída escena de su tiempo, pero acaso también barruntando la verdadera tragedia que iba a vivir España con la Guerra Civil y de la que él iba a ser héroe sacrificado. Dieciocho años más joven que La Fundación, Buero Vallejo vivió de cerca también aquella tragedia anunciada: la muerte de su padre, militar del ejército nacional fusilado por los republicanos, su militancia comunista, la condena a muerte, el indulto, los años de prisión… Sobre estas vivencias nada amables levantó Buero su teatro trágico, al que fue fiel desde su primera obra, Historia de una escalera, hasta la última, Misión al pueblo desierto, estrenada muy poco antes de su muerte.
Como García Lorca y, contra el criterio generalizado de que la idiosincrasia española era incompatible con la tragedia, Buero tomó no solo como modelos a los griegos sino también a Lope y Calderón; sobre todo, a este último, en quien veía realizados los dos modos trágicos que a él le interesaron: junto al realista y casi costumbrista de El alcalde de Zalamea, otro de aliento más ambicioso e, incluso, metafísico, el de La vida es sueño. Son los que se corresponden con Hoy es fiesta o El tragaluz, por un lado, y En la ardiente oscuridad o La Fundación, por otro.
La teoría y la práctica buerianas del género trágico desmienten la tesis de George Steiner en su influyente libro de 1962, La muerte de la tragedia. Para el gran crítico, la tragedia, en tanto visión catastrófica y desesperada del mundo, había nacido y muerto con los griegos. Las culturas posteriores no hicieron sino adulterar su naturaleza primigenia. Primero, el cristianismo, con su mensaje redentor, y más tarde el marxismo, con su optimismo utópico. Buero, en cambio, no creía que la tragedia hubiera de abocar indefectiblemente a la desesperanza. Para nuestro autor, que en esto coincidía con otros dos grandes trágicos –Arthur Miller y Albert Camus– la verdadera tragedia pone sobre la escena el mensaje más gozoso que cupiera esperar: la regeneración del espíritu a través del dolor.
“Algún día escribiré una tragedia feliz”, refirió al poco de estrenar La señal que se espera. No era una paradoja absurda. En su opinión, la felicidad y la alegría podían surgir, antes que de la comedia, de la tragedia, entendida como ceremonia de purgación individual que podría llevar, incluso, a la catarsis colectiva que necesitaba una España rota tras la guerra; una catarsis que, en cierta manera, se produjo en la hoy tan vituperada Transición. En El tragaluz, los investigadores que experimentan con el pasado –una sórdida anécdota de la posguerra española– hablan desde un futuro en el que los conflictos han desaparecido; una suerte de guiño utópico a lo Wells, uno de sus novelistas preferidos.
Un apartado importante de su teatro lo constituyen los dramas históricos. Frente a la mitología historiográfica del franquismo, Buero enseñó la otra cara de la historia, la protagonizada por quienes podían servir de modelos en la construcción de la nueva España: el Esquilache de Un soñador para un pueblo; el Velázquez de Las meninas; el Goya de El sueño de la razón, uno de sus dramas mejor construidos; el Larra de La detonación… Con estos títulos Buero dignificó el teatro histórico, anclado hasta entonces en versiones almibaradamente románticas, cuando no sectarias y maniqueas.
Con la llegada de la democracia, Buero recibió críticas tan incomprensibles como acerbas de algunos intelectuales izquierdistas, que nunca digirieron bien sus éxitos durante el franquismo, y hasta hubo quienes lo acusaron de connivencia con la censura; insidias todas que amargaron no poco la vejez del gran dramaturgo. Sus últimas obras no están, desde luego, entre las mejores suyas, porque además cayeron en manos de mediocres directores de escena. Luego de su muerte, Juan Carlos Pérez de la Fuente hizo dos montajes antológicos de Historia de una escalera y La Fundación, demostrando con ellos que Buero había ascendido a la categoría de clásico; un clásico, como decía al principio, lamentablemente inédito para el público más joven.
Javier Huerta Calvo
Una versión de este artículo está publicada en el número de septiembre, 275, de la Revista LEER , actualmente en quioscos y librerías (cómprala, o mejor aún suscríbete).