“¿Qué miras con esos ojos que no ven?”. Invocan dramáticamente a Macbeth las primeras páginas del turbador relato Los autómatas de E.T.A. Hoffmann. Porque las palabras de Shakespeare pueden tomarse aquí como epifanía del escalofrío hoffmanniano ante ese “ambiguo sentimiento de fascinación y terror que provocan los mecanismos perfectos con la inquietante apariencia de vida en una materia inerte” (José J. de Olañeta). También parecen articular el grito ahogado que debió de sofocar el alma romántica del gran maestro del cuento fantástico cuando hace doscientos años, el 10 de octubre de 1813, se encaró en Dresde a los autómatas mecánicos del técnico J. G. Kauffman; de entre los que destacaban un trompetista y una figura que tocaba el violín, como documenta el veterano estudio de la filóloga y traductora Carmen Bravo-Villasante (recogido asimismo la sugestiva edición de Olañeta).
Robot romántico
Aquella desasosegante experiencia le inspiró a Hoffmann la escritura del enigmático texto de Los autómatas, que despertó la admiración de personalidades como Heinrich Heine, Stefan Zweig y Adelbert von Chamisso. No era para menos: el personaje del siniestro Turco parlante, detonante del conflicto argumental, despliega una poderosa fascinación que emana de su contradictoria naturaleza de muñeco viviente, turbulenta y especialmente grimosa en los pasajes que le revelan como “extraordinario vidente de lo desconocido”. A través de sus oráculos, provocados con una llave en el costado para dar cuerda a un mecanismo de relojería, amenaza en estas páginas con dejarnos atrapados para siempre bajo su arrolladora “influencia psíquica y espiritual”.
Tan perturbadora recreación es, no obstante, muy consecuente con nuestros terrores atávicos. Mucho más certera, sin duda, que tantas otras propuestas edulcoradas de la cultura popular de nuestros días. Sin embargo, nunca se pueden esconder totalmente las connotaciones sombrías que estos ingenios arrastran como una maldición inherente a su origen artificioso en desafío eterno a la madre naturaleza. Como prueba de ello, toda una generación quedó sobrecogida de algún modo por la extravagante máquina de feria Zoltar de la película Big (Penny Marshall, 1988). A pesar de que el busto de poderes sobrenaturales, habilitado mágicamente para cumplir deseos, se planteaba como mero mcguffin de comedia infantil (protagonizada en el colmo de lo naíf por un entrañable, e incluso bobalicón, Tom Hanks), las finas garras del misterio arañaban desde lo profundo en aquel filme. Cómo olvidar el sonido de los engranajes del mago Zoltar al echar la moneda, la visión de su boca al desencajarse y, sobre todo, el efecto de luz roja que producían sus inexpresivos globos oculares al entrar en actividad.
También los ojos son un motivo recurrente y obsesivo, motor de pasajes de enorme plasticidad de anticipación surrealista, en El hombre de la arena de Hoffmann. Publicado en 1816, dentro de la obra Piezas nocturnas, este relato presenta a un autómata femenino llamado Olimpia: “bella si su mirada no pareciera sin vida, si no pareciera carecer del sentido de la vista”… De ella, he ahí el drama, se enamora el cada vez más enajenado protagonista, Nathanael.
«¡Hermosos ocos! ¡Hermosos ocos!»
Es evidente que son muchos los aspectos que relacionan a esta muñeca mecánica con la del anterior cuento del autor, Los autómatas. Apenas separadas en su escritura por el plazo de un año, existe una explícita ligazón entre lo supuestamente sublime de ambas a través del tema del canto y de la música. No parece casual que el primero de los textos fuera elaborado para la revista Allgemeiner Musikalische Zeitung y que, por su parte, el segundo inspirase al compositor alemán Jacques Offenbach (Olimpia aparece en el primer acto de la ópera Los cuentos de Hoffmann) y también al francés Léo Delibes para el ballet de Coppelia. Lo que diferencia fundamentalmente a estos títulos de Hoffmann es el desenlace, fatal y terrible, del último de ellos, que culmina con el suicidio del joven enamorado. Trastornado ya sin remedio, tras contemplar desmembrada y con las cuencas oculares vaciadas a su amada artificial (los ojos, en el suelo, “inmóviles y ensangrentados”), Nathanael salta al vacío al grito (con acento piamontés) de: “¡Hermosos ocos! ¡Hermosos ocos!”.
No sorprende que Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, centrara, pues, la segunda parte de su famoso ensayo Lo siniestro en El hombre de la arena. Para él, el cuentista alemán era “el maestro sin rival de lo siniestro”, como se explica en la brillante recopilación El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres (Impedimenta). Amén de recoger con mimo las aportaciones capitales de Hoffmann y Freud en el apartado “Las máquinas fatales”, esta edición de Sonia Bueno y Marta Peirano, que reviste enorme interés de principio a fin, ofrece otras perlas como Relación sobre el Mecanismo de un Autómata (Carta de Jacques de Vaucanson al abad De Fontaine) y El Hombre Máquina de Julien de la Mettrie (“Las máquinas filosóficas”) o El jugador de ajedrez de Maelzel de Edgar Allan Poe (“El Turco”).
Robot del siglo XX
Pero se antoja especialmente valiosa la representativa presencia en esta completa compilación de un extracto de la obra de teatro distópica R.U.R. (Robots Universales Rossum) del maestro checo Karel Capek, a quien se debe la acuñación del término “robot” en 1920 (derivado del vocablo “robota”, que en castellano se traduce como “trabajo” o “prestación personal”). Es en la presentación que se realiza de esta importante pieza donde encontramos, tal vez, una respuesta válida para justificar la incertidumbre que sobre todos nosotros viene generando la mirada robótica: el robot es inventado como un obrero “muy similar en apariencia al hombre pero con una inteligencia muy superior y la ventaja añadida de carecer de todo lo específicamente humano, es decir, de deseos, emociones, sentimientos, en definitiva, de un alma”. En verdad, si la más soberbia literatura de robots del siglo pasado le ha permitido al hombre llegar a atisbar algo de todo ello en los ojos de sus criaturas, espejo del alma, no es sino la proyección que realiza de sí mismo: las inexpresivas pupilas de la creación nos devuelven nuestra propia imagen. Y no parecer haber nada más desestabilizador para el ser humano de nuestro tiempo. Dicho en palabras del excepcional historiador Patrick J. Gyger, desde la introducción de El rival de Prometeo: “El autómata (fundamento de todas las formas de vida artificial que le siguieron, puesto que tomaba como modelo al ser humano) conserva una facultad inigualable para ayudarnos a delimitar los interrogantes acerca de nuestra propia naturaleza (a falta de poder responderlos de forma definitiva) y el androide, instrumento de ficción formidable gracias a su fuerza metafórica, nos permite entablar una investigación metafísica y nos recuerda que el ser humano no ha hecho más que interrogarse a sí mismo al sacarle brillo a su propio reflejo”.
En cualquier caso, parece claro que habría habido muchas posibilidades de que los robots de R.U.R. (Robots Universales Rossum) se hubieran mantenido como sirvientes ideales si hubieran contado con la codificación de las posteriores Tres Leyes de la Robótica. Éstas, como explica Julián Díez en Las cien mejores novelas de ciencia ficción del siglo XX (La Factoría de Ideas), “nacieron de diferentes discusiones con el editor John W. Campbell y aparecieron por primera vez en el cuento Razón (1941)”:
1. Ningún robot dañará a un ser humano o permitirá, por inacción, que éste
sufra daño.
2. Un robot obedecerá las órdenes de un ser humano siempre que éstas no contradigan la Primera Ley.
3. Un robot salvaguardará su propia existencia, siempre que tal hecho no entre en conflicto con la Primera o Segunda Ley.
Cabe puntualizarse (como bien se hace en El rival de Prometeo) que el Buen Doctor añadió Ley Cero de la Robótica en el año 1984: Un robot no puede realizar ninguna acción, ni por inacción permitir que nadie la realice, que resulte perjudicial para la humanidad, aun cuando ello entre en conflicto con las otras tres leyes.
Es precisamente en los roces y colisiones entre esas normas donde la cultura robótica asimoviana, clave en la producción del idolatrado autor, reviste las más altas cotas de abrumadora genialidad. Esto puede constatarse con obras deliciosas como Sueños de robot (1986), cuya lectura resulta especialmente grata en la edición publicada por Debolsillo: las ilustraciones de Ralph McQuarrie (diseñador de numerosas películas de ciencia ficción) “aumentan inconmensurablemente la belleza del libro e incluso añaden sentido a las historias, situando al lector en la debida actitud visual”, en opinión del propio Asimov, quien valoró la función “humanizadora” de las imágenes. Esta misma introducción en la que así se pronuncia el autor, también recoge el recuerdo de sus inicios en la narrativa de robots (1939), cuando contaba con diecinueve años (“desde el primer momento, los imaginé como máquinas cuidadosamente construidas por ingenieros, con la protección inherente de Las Tres Leyes de la Robótica)”, quedando destacado que fue el primero en utilizar la palabra “robótica” (Asombrosa Ciencia Ficción, marzo de 1942). Su estatus de pionero se refuerza, además, con anécdotas visionarias (“de profeta menor”) relacionadas con los propios relatos de esta compilación: “En La sensación de poder (1957), mencioné los ordenadores de bolsillo aproximadamente diez años antes de que existieran de verdad; y en Sally (1953), describí los coches computarizados que casi alcanzaban a tener vida propia”.
No obstante, de entre todas, destaca la pieza que da título a la obra recopilatoria, la única escrita ex profeso: Sueños de robot, protagonizada por la robopsicóloga Susan Calvin (personaje legendario en el imaginario asimoviano). Tal vez sea la más estimulante recreación del “complejo de Frankenstein”: a la doctora no le tiembla el pulso para disparar su arma de electrones y acabar con Elvex, el más peligroso de los robots, el robot que sueña…
La rebelión robótica
Ese miedo humano a que la máquina se rebele contra su creador es arquetípico. Y adquiere su máxima potencia contemporánea en una obra maestra del cine que superó a su director, Ridley Scott: Blade Runner (1982), inspirada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y los replicantes Nexus-6 de Philip K. Dick. En el filme, estos androides fabricados por la Tyrell Corporation son presentados como “seres casi idénticos al hombre, superiores en fuerza y agilidad y, al menos, iguales en inteligencia a los ingenieros genéticos que los crearon”. Con ese potencial demoledor, acaban rebelándose contra su condición de esclavos y la fecha de caducidad (cuatro años) con que han sido creados. De manera que un grupo en fuga, liderado por Roy Batty (Rutger Hauer), decide pedirle cuentas a su “padre”, el doctor Eldon Tyrell.
Curiosamente, los replicantes acaban demostrando ser “más humanos que los humanos”, mítica frase de la película que, además, titula un libro imprescindible en el abordaje de las cuestiones trascendentales de la cinta, publicado por Juan José Muñoz García (Rialp). En declaraciones para LEER, este doctor en filosofía explica que “los replicantes liberan al humano de la superficialidad intelectual de la sociedad postmoderna, hiperconsumista e hiperhedonista que habita, le obligan a pensar en el sentido de la vida”. Dejan muy claro que “poseen cualidades genuinamente personales que los auténticos hombres han olvidado o perdido a causa de la deshumanización imperante en el siglo XXI: conciencia muy desarrollada y gran sentido moral, afán de relaciones (familia, padres…), deseo de inmortalidad y búsqueda de su creador”.
Y, una vez más, en el careo del hombre frente al androide y la medición del grado de humanidad en ambos, el ojo vuelve a ser “un símbolo temático central, en muchos planos detalle, sobre todos los del test Voigt-Kampff que controla la dilatación de la pupila con objeto de detectar replicantes”, como corrobora Muñoz García. Sin embargo, el fracaso del test de empatía como concepto en sí mismo resulta estrepitoso atendiendo a la última y aleccionadora secuencia del filme, de tintes absolutamente trascendentales, una de las más bellas de la historia del celuloide: “Roy demuestra piedad al salvar a su perseguidor Rick Deckard y cumple así a la perfección la consigna con la que fue creado, es más humano que el humano”.
Crónicas de oveja eléctrica
Cómo olvidar la oveja eléctrica de Philip K. Dick, chispeante símbolo de distopía. El Rick Deckard de papel (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) padece la vergüenza de no ser dueño de un animal verdadero en una sociedad que valora tal posesión en términos de estatus. En su lugar, tiene un sofisticado objeto mecánico que “pasta” en su azotea y con el que engaña al vecindario, que la ve ramonear con satisfacción y mostrar interés por la avena (gracias un circuito sensible al cereal).
Lo mejor es que la admiración por esta criatura puede prolongarse hasta los que podemos considerar sus parientes franceses cercanos. Los encontramos en una obra deliciosa, Secretos medievales de Jesús Callejo Cabo (Temas de hoy). Sus páginas, que albergan a una buena y documentada cantidad de autómatas, dan detalle del afamado pato del Siglo de las Luces, fabricado por Jacques Vaucanson, “un ánade de cobre que alargaba el cuello, movía las alas, nadaba, se alisaba las plumas, picoteaba…” y también, “comía, digería y evacuaba los alimentos”. Y, del Renacimiento, hay referencia al “asombroso león mecánico construido por Leonardo da Vinci para el rey Francisco I de Francia el día de su coronación, que se abría el pecho con su garra y mostraba el escudo de armas”, utilizado previamente “en 1499 con motivo de la entrada del monarca Luis XII en Milán: cruzó el salón del banquete y se detuvo ante él en medio de una lluvia de azucenas”.
Prototipos ” Made in Spain”
Toda la tragedia de una existencia nefanda es lo que el inconfundible Jesús Ferrero nos hace sentir con Juanelo o el hombre nuevo (Alfaguara), homúnculo toledano animado por una suerte de magia cabalística y supuestamente inmortalizado en El entierro del Conde de Orgaz de El Greco. Bello como “un sueño de Fidias” y atormentado en su final por una urgencia de redención (en esencia, desafío prometeico a las Alturas, ¿acaso tiene alma que pueda ser salvada?), es elevado como símbolo artístico de todo lo que debe permanecer oculto (pulsiones aberrantes y bajas pasiones). Es fácil abandonarse al eco vibrante de la prosa ferreriana: lírica en las resonancias poéticas; dramática, en las filosóficas; antigua, en las míticas… dejarse arrastrar hasta la perdición (acaso purificación, a través del fuego) por la “mueca de Dios griego” de la criatura artificial y sus repeticiones mecánicas, hasta el culmen de la desesperación. Cabe destacarse que la fábula se inspira en la figura de Giovanni Torriani, científico distinguido por Felipe II; porque, curiosamente, el Autómata del siglo XVI de Adolfo García Ortega (Bruguera), con forma de guerrero terrible, se ubica en un supuesto plan secreto de este monarca para fortificar Magallanes. Y, por otro lado, frente a la turbulenta pluma de Ferrero, un tercer autómata ilustre, pero apacible y sereno: el de las Memorias de un hombre de madera (Menoscuarto) de Andrés Ibáñez. Esta novela representa el triunfo vital de ZAM-36, un robot, camuflado en la sociedad actual como fabricante de relojes de cuco, que sí es capaz de alcanzar la felicidad. Lo consigue a través del amor, con una mujer de carne y hueso.
MAICA RIVERA (@maica_rivera)