CHARLIE BROOKER, creador de Black Mirror, nunca ha escondido que la influencia más directa para su serie fue La dimensión desconocida (1959–1964), creada por Rod Serling y con la que a partir de los códigos de la ciencia ficción lanzaba una mirada alrededor de temas relevantes de su momento, convirtiéndose de ese modo en una de las mejores representaciones de las paranoias y miedos de su época. Black Mirror se ha convertido en su digna sucesora. En los seis capítulos que componen las dos temporadas emitidas hasta la fecha, Brooker se ha propuesto radiografiar la sociedad actual a través de unas narraciones ubicadas en un futuro virtual (entendida esta palabra en su etimología como “algo posible”) aunque de fisionomía muy presente; es decir, el espectador reconoce fácilmente los escenarios como actuales pero presiente que está ante una visión futurista gracias ante todo a pequeños detalles antes que a una reconstrucción escenográfica de un imaginario del mañana. De este modo, Brooker trabaja a la perfección una cierta tendencia del cine y de la literatura de ciencia ficción más interesada en crear parábolas o metáforas del futuro a través de la manipulación del presente (J.G. Ballard no está lejos de Black Mirror) antes que en la creación de mundos ilusorios. Brooker, polémico columnista de The Guardian, y sus colaboradores, han tomado algunas de las coordinadas narrativas de diferentes géneros como meras excusas formales y argumentales para convertirlas en algo diferente, tan reconocible como novedoso.
Una visión poliédrica de la realidad
Así, el thriller político (El himno nacional), la distopía de ciencia ficción (15 millones de méritos), la crisis de pareja (Tu historia completa), los relatos de fantasmas (Vuelvo enseguida), el thriller apocalíptico (Oso blanco) y la sátira política (El momento Waldo) crean una visión poliédrica desde el género y desde su argumento pero, y esto es lo más importante –máxime teniendo en cuenta que cada capítulo está dirigido por un director distinto–, conservando una unidad interna que ocasiona que todos construyan un conjunto en el que cada unidad es válida por sí misma a la vez que por su relación con el resto. Por otro lado, de manera voluntaria o no, la segunda temporada se ha convertido en una suerte de espejo de la primera: el primer capítulo de la primera temporada se relaciona con el último de la segunda en su contexto político; los dos intermedios abordan la distopía y el género de ciencia ficción de manera directa; y, finalmente, el primero de la segunda y el tercero de la primera se concentran en problemas de pareja. Hay un trabajo excelente de correspondencia que enriquece la propuesta, creando en su diversidad una mirada poliédrica y amplia.
Como Ballard y cierta sci-fi, Black Mirror crea parábolas del futuro a través de la manipulación del presente
Esta mirada es crítica pero no es del todo negativa. Es decir, no puede considerarse Black Mirror como un ataque contra las nuevas tecnologías ni contra los nuevos dispositivos digitales, tampoco enteramente contra su uso ni contra quienes los utilizan. Es una mirada escéptica hacia la era digital y una suerte de aviso contra los problemas que puede generar si su uso se desvirtúa, mostrando las nuevas tecnologías como una nueva forma de drogadicción. Del mismo modo que la aparición de la televisión o de la informática alimentó a la literatura y el cine, ahora le toca a Internet, a los móviles y a las redes sociales nutrir parte del imaginario de la ficción. No se trata tanto de atacar dichas herramientas (que no son otra cosa) como de mostrar las posibles consecuencias de su sobreuso y de su obsesión por ellas.
En los seis primeros capítulos de la serie, Brooker ha sido lo suficiente inteligente para diversificar la mirada y centrarse tanto en la llamada opinión pública como en el individuo y en la pareja (apuntando con ella a un componente más emocional) a la hora de analizar cómo en cada una de esas esferas operan las nuevas tecnologías. De este modo, en El himno nacional y El momento Waldo, Brooker nos introduce en unas situaciones tan hiperbólicas como sorprendentemente posibles en un futuro no demasiado lejano. En estos dos capítulos Brooker alarma sobre los medios de comunicación y su manipulación, sobre cómo un trending topic puede acabar condicionando las decisiones políticas o como un cartoon puede acabar presentándose a unas elecciones locales y consiguiendo los votos de los ciudadanos indignados, como si estuviéramos ante una nueva forma de populismo irracional, cambiante y moldeable.
En 15 millones de méritos y Oso blanco, siguiendo la estela abierta por su anterior propuesta televisiva, Dead Set: Muerte en directo, la narración se centra en la posibilidad de que, como Guy Debord anunció, todo acabe siendo un enorme espectáculo. Los reality shows mezclados con las redes sociales y los teléfonos móviles dan forma a dos reconstrucciones de una sociedad espectacular en el que todos somos partícipes en todos los niveles. En Tu historia completa y Vuelvo enseguida, la visión se centra en dos crisis de pareja, la primera basada en una obsesión sexual enfermiza alimentada por un chip que lo graba todo y, en la segunda, en una suerte de resurrección virtual lograda gracias a los datos del novio difunto que se han conservado en la Red, algo no muy disparatado si se tiene en cuenta la existencia de aplicaciones como If I Die, Dead Man’s Switch o The Voice Library en la actualidad.
Lo digital como medio de manipulación
Los seis capítulos acaban siendo ventanas para hablar de las fortalezas y las debilidades de los seres humanos, pero, ante todo, como un reportorio escéptico que Brooker despliega no tanto contra esos individuos, ni contra las herramientas digitales, sino contra los sistemas, los gobiernos, las corporaciones y los intereses mercantiles. Aunque no lo haga de manera explícita, Brooker parece alertar sobre la manipulación que puede haber tras el uso inocente de las redes sociales. La realidad cada día parece dar la razón a miradas de este tipo. En realidad, Brooker, que conoce bien de lo que está hablando (él mismo se ha confesado como consumidor de esas nuevas tecnologías) se ha basado en la realidad, al menos en una mirada atenta a ella, para escribir los capítulos. Por ejemplo, la grabación compulsiva con el móvil de un juicio público convertido en reality show en Oso blanco no llega a sorprender demasiado después de los videos de Abu Ghraib o de las muertes de Gadafi o Hussein, creando una visión dual sobre la perversión de querer registrarlo todo. La obsesión por la pantalla del móvil del personaje de Vuelvo enseguida (primero la de él por unos motivos y, después, de su esposa por otros diferentes) o los celos del marido en Tu historia completa tampoco resultan sorprendentes. Como tampoco lo hace el ver a la llamada opinión pública manipulada en los dos capítulos de contenido político: los medios de comunicación nos han acostumbrado tristemente a ello.
Brooker quiere alertar de que aquello que hemos acabado insertando en nuestras vidas con total naturalidad puede acabar virando en algo muy peligroso. No por nosotros ni por su uso, que también, sino porque abren, en nuestra obsesión, las puertas hacia posibles forma de control. Unas nuevas formas, aunque en su fondo sean bien antiguas, que se adaptan a las nuevas posibilidades de la tecnología. Sin embargo, Brooker no cae en un mensaje conservador al respecto, ni demagógico, ni demasiado paranoico. Tiene la gran capacidad de simplemente mostrar a partir de la observación y, sobre todo, de narrar a partir de unas herramientas tan antiguas como las de los diferentes géneros. De este modo, crea un discurso que llega fácilmente al espectador y con el que, quizá, consiga que este lleve a cabo algún tipo de planteamiento o cuestionamiento hacia lo que está viendo y, de paso, hacia su relación con las nuevas tecnologías.
ISRAEL PAREDES BADÍA
Una versión de este artículo fue publicada en el número de febrero de 2014, “Cultura Digital”, de la Revista LEER.