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Un canon infantil y juvenil español

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Las edi­to­ria­les acu­san la cri­sis en forma de alar­man­tes des­cen­sos de ven­tas y sólo las sagas, con fre­cuen­cia extran­je­ras, pare­cen fide­li­zar a los jóve­nes lec­to­res. Pero hay vida más allá de las tri­lo­gías de moda. Apro­ve­chando el fallo del Pre­mio Nacio­nal de Lite­ra­tura Infan­til y Juve­nil, con­ce­dido a DIEGO ARBOLEDA por “Prohi­bido leer a Lewis Carroll” (publi­cado por Anaya con ilus­tra­cio­nes como la supe­rior de RAÚL SAGOSPE), ADA DEL MORAL ensaya un repaso a nues­tros clá­si­cos, mal­tra­ta­dos o no, y a nom­bres emer­gen­tes del pano­rama español.
 

La viruela fue la enfer­me­dad del siglo de las luces, la tubercu­losis empañó el XIX… Todas ellas han sido erra­di­ca­das o dome­ña­das mien­tras la pan­de­mia del siglo XXI es, desde luego, la vejez, y la falta de fres­cura de lo añejo se con­ta­gia a las artes, incluida la lite­ra­tura. A los auto­res les hace falta mucho talento y per­so­na­li­dad para resis­tir –o impo­nerse– a un entra­mado donde la cifra es lo de más y el fun­da­mento lo de menos. En España, entre la paca­te­ría y la imi­ta­ción, la cosa está com­pli­cada. La lite­ra­tura infan­til y juve­nil (LIJ) ha vivido en nues­tro país varias eta­pas feli­ces y ahora, ago­ta­das las ren­tas, entra en una hora de la ver­dad. Pero el acervo es gene­roso y variado, y fruc­ti­fica en algu­nas reali­da­des pre­sen­tes que desa­fían la hege­mo­nía de his­to­rias y sagas importadas.

Agá­rrense que esto tam­bién va de recor­dar nom­bres borra­dos con dema­siada des­preo­cu­pa­ción en Cel­ti­be­ria, des­tino del que se libró Ana María Matute, cuyas his­to­rias tie­nen la dosis justa de inocen­cia y cruel­dad para des­pis­tar a todas las cen­su­ras posi­bles. Mas antes de ate­rri­zar en el pre­sente haga­mos un pequeño repaso de nues­tra fauna lite­ra­ria. Antes de que nos colo­ni­zara Gero­nimo Stil­ton ya tenía­mos al fatuo Ratón Pérez que, para entre­te­ner al niño Alfonso XIII, se sacó de la manga el avis­pado padre Coloma (tan jesuita como nues­tro actual Papa). Aquel rey lleva déca­das criando mal­vas pero el ratón, más lon­gevo que el de La Milla Verde, sigue en la con­fi­te­ría de la calle Are­nal, desde donde ha sido con­tra­tado para rea­li­zar aven­tu­ras cine­ma­to­grá­fi­cas e incluso un doodle de Goo­gle. Luego tene­mos la colec­ción pulga de Calleja donde tan­tos escri­to­res se paga­ron las len­te­jas ver­sio­nando cuen­tos con tino y desa­tino, y la Segunda Repú­blica le per­te­ne­ció a la malé­vola chi­qui­lle­ría de Elena For­tún, genio de la inco­rre­ción en las series de Celia, Maton­kikí y Cuchi­fri­tín.

La can­tera de Doncel

Llegó el fran­quismo y hubo desde el bri­llo melan­có­lico de Anto­ñita la fan­tás­tica de Borita Casas al fino Sebas­tián Sorri­bas con su clá­sico El Zoo de Pitus o los atre­vi­dos expe­ri­men­tos de la edi­to­rial Don­cel que, en pleno pater­nal­cau­di­llismo estaba más preo­cu­pada por mos­trar el mundo y ali­men­tar la fan­ta­sía que loar las glo­rias petar­das de la España triun­fal. Cier­tos falan­gis­tas tenían su pizca futu­rista, es decir, de moder­ni­dad, y eso se nota. Por aque­llas pági­nas espe­jea­ron Dardo, el caba­llo del bos­que de Rafael Mora­les; el pícaro espa­cial Mar­suf a quien el Tuf de George R. R. Mar­tin tanto debe aun­que no lo sepa por­que Tomás Sal­va­dor, ade­más de todo un per­so­naje, es uno de nues­tros rarí­si­mos escri­to­res de cien­cia ficción.

Con su magro estilo, el grande y olvi­dado José María Sán­chez Silva prac­tica la risa en llanto con el estre­me­ce­dor Mar­ce­lino Pan y Vino

Marcelino Pan y Vino0001En Don­cel tam­bién yace el grande y olvi­dado José María Sán­chez Silva que, con su magro estilo, prac­tica la risa en llanto a tra­vés del estre­me­ce­dor Mar­ce­lino Pan y Vino, donde un Cristo velaz­queño cum­ple el deseo del pequeño huér­fano de cono­cer a su madre y a la de su amigo de madera… en la otra vida, aun­que Jesús se guarde este deta­lle en la herida del cos­tado. Silva tenía una brizna de Esopo entre los cla­vos y le nació la burrita Non, tor­tu­rado reverso de Pla­tero, el pode­roso Trueno, digno mulo de bata­lla ciego, vete­rano de las gue­rras del 98, o Jose­fina, la ballena de tamaño cam­biante, tan ligera como un globo y que dor­mía en un vaso junto a su amigo Santi y llegó a pro­ta­go­ni­zar una famosa serie de anime. Silva es el único escri­tor espa­ñol que ha ganado el Ander­sen, el Nobel infan­til, y dado el injusto limbo que le envuelve qui­zás fuera un cri­men mayor que su cola­bo­ra­ción en el filme Franco, ese hom­bre y su fer­viente catolicismo.

La tran­si­ción y ale­da­ños nos trajo a María Luisa Gefaell y Las hadas de Villa­vi­ciosa de Odón, a la vejada e imi­tada Glo­ria Fuer­tes, a Las tres melli­zas de Roser Cap­de­vi­lla, y man­tuvo a los incom­bus­ti­bles Váz­quez Figue­roa, Mon­tse­rrat del Amo y José Luis Olai­zola, a la genial colec­ción de Barco de Vapor con Fray Perico y el Pirata Garra­pata de Juan Muñoz Mar­tín, a la jugosa Cape­ru­cita en Man­hat­tan de Car­men Mar­tín Gaite o a Bea la Anguila de María Isa­bel Molina, donde las prin­ce­sas se enamo­ran de dra­go­nes y las angui­las se hacen sabias: un canto del cisne del bachi­lle­rato clá­sico antes de la ESO y su basura superflua.

Har­taz­gos y esperanzas

Las sagas ago­tan inte­lec­tual­mente y eco­nó­mi­ca­mente a niños y adul­tos, pero son muy ren­ta­bles para escri­to­res y edi­to­ria­les. A ver si ter­mina esta moda y se escribe pen­sando en el libro único y no en la tri­lo­gía o la cua­tri­lo­gía… que la mayo­ría de las veces se limita a esti­rar la his­to­ria, como muchas series”, escri­bía un indig­nado y anó­nimo usua­rio de inter­net al calor de un artículo publi­cado el pasado julio en El País sobre la caída de las ven­tas de la LIJ mien­tras los lec­to­res se hacían eco de los bajos suel­dos, el alto pre­cio de los libros y la vigen­cia de los clá­si­cos de toda la vida. A tenor de la can­ti­dad de blogs sobre libros en nues­tra red, macha­cando qui­zás jus­ta­mente la tarea de los perio­dis­tas cul­tu­ra­les, de la gente joven que viaja con un libro o un kindle en el tras­porte público y del tra­siego en las biblio­te­cas, es evi­dente que aquí se lee; que no se com­pre es otra his­to­ria que incumbe a los amos del nego­cio y a sus cua­dras de autores.

Vol­viendo a la LIJ, rosa enferma y pro­ta­go­nista de este repor­taje, que quede claro que de todo tiene que haber en la viña de la letra impresa y digi­tal, desde expe­ri­men­tos trans­me­dia como el intere­sante Odio el rosa de Ana Alonso y Javier Pele­grín a series como Guar­dia­nes del Sueño de Ruiz e Hinojo (La Galera), que tiene lejana ins­pi­ra­ción en el Ori­gen de los Guar­dia­nes, o la nueva serie Secret Aca­demy en Mon­tena y del bar­ce­lo­nés Pal­miola de la que no se sabe el por­qué de ese título en inglés

Auto­res como Diego Arbo­leda se sal­tan el rollazo de las reco­men­da­cio­nes por eda­des que inten­tan reven­tar los pla­ce­res del no com­pren­der

J. L. Badal, hombre orquesta con algo de cuentacuentos buhonero, ha asimilado como pocos las virtudes de los narradores de siempre.
«J. L. Badal, hom­bre orquesta con algo de cuen­ta­cuen­tos buho­nero, ha asi­mi­lado como pocos las vir­tu­des de los narra­do­res de siempre».

El mundo ya se ha glo­ba­li­zado, qui­zás se hayan difu­mi­nado las fron­te­ras pero… ¿no somos un poco víc­ti­mas de las fran­qui­cias lite­ra­rias? En Reino Unido tie­nen a Tol­kien, Lewis, Kings­ley, Carroll, y noso­tros pasa­mos de nues­tra pro­pia iden­ti­dad, más pro­saica en fan­ta­sías, eso sí, y vamos cons­tru­yendo otra con Olvi­dado Rey Gudú de la Matute, la imba­ti­ble Laura Gallego y sus Memo­rias de Idhún y todoooos esos mun­dos des­ca­fei­na­da­mente fan­tás­ti­cos a lo Tol­kien pero que tie­nen su bien ganado público. Allá salen con la chick lit y el young adult y noso­tros tene­mos a Est­her Sanz, que al menos hace tras­cu­rrir en Soria El bos­que de los cora­zo­nes dor­mi­dos, y a Blue Jeans, nues­tro Moc­cia par­ti­cu­lar pero con olor a cali­mo­cho y tor­ti­lla. Las edi­to­ria­les bus­can la réplica del éxito en serie y, entre col y col, cuela alguna lechuga que se salta el rollazo de las reco­men­da­cio­nes por eda­des que inten­tan reven­tar los pla­ce­res del “no com­pren­der” que tanto ali­vian, al reve­larse, la madu­ra­ción. Prohi­bido leer a Lewis Carroll de Diego Arbo­leda y Raúl Sagospe (Anaya), fla­mante Pre­mio Nacio­nal, o la mali­ciosa El único y ver­da­dero rey del bos­que de Barre­ne­txea (A buen paso) son un buen ejem­plo. Pero qui­zás quien mejor haya asi­mi­lado las vir­tu­des de los narra­do­res de siem­pre sea J. L. Badal, hom­bre orquesta con una pizca de cuen­ta­cuen­tos buho­nero y otra de la locura del mun­do­disco de Terry Prat­chett. Su prosa pesa en el buen sen­tido por­que sus per­so­na­jes sal­tan de las pági­nas y, aun­que a veces el fondo de la his­to­ria se le difu­mine, es tal su pasión, buen gusto y humor que des­pierta una cons­te­la­ción de sen­sa­cio­nes donde el esca­lo­frío de pla­cer, la risa, el terror y la sor­presa se agi­tan y hacen que el lec­tor viaje y se conmueva.

Y un último apunte: la ilus­tra­ción crece y crece como el hongo del kéfir lo que no hace más infan­ti­les a los libros sino el doble de dis­fru­ta­bles. Donde hay diver­si­dad hay espe­ranza. A devo­rar libros que lec­to­res ávi­dos hacen buena literatura.

ADA DEL MORAL

Una ver­sión de este artículo fue publi­cado en el número de sep­tiem­bre de 2014, 255, de la edi­ción impresa de la Revista LEER (cóm­pralo en el Quiosco Cul­tu­ral de ARCE, o mejor aún, sus­crí­bete).
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