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Colinas o el compromiso humanístico con la poesía

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El mar­tes 7 de octu­bre ANTONIO COLINAS recibe el XV Pre­mio de las Letras Teresa de Ávila que otorga cada dos años el ayun­ta­miento de la ciu­dad cas­te­llana. A pocas sema­nas del comienzo de las con­me­mo­ra­cio­nes del V Cen­te­na­rio del naci­miento de Santa Teresa de Jesús, el reco­no­ci­miento al poeta leo­nés, que tiene en la bús­queda de lo sagrado uno de los moto­res bási­cos de su poe­sía, adquiere una par­ti­cu­lar sig­ni­fi­ca­ción. En el siguiente artículo el cate­drá­tico de Lite­ra­tura JAVIER HUERTA CALVO des­grana las cla­ves del último libro de Coli­nas, “Can­cio­nes para música silente”. 
 

A LA VERDAD y a la Belleza sólo / le fal­ta­ban el gozo de tus lágri­mas». Son los dos ver­sos que cie­rran el poema “Clara en los Uffizi”, incluido en la pri­mera sec­ción de Can­cio­nes para música silente (Madrid, Siruela, 2014), de Anto­nio Coli­nas: una sem­blanza de mujer, su hija, a la que retrata en un locus pri­vi­le­giado, el tem­plo flo­ren­tino del arte rena­cen­tista, con­tem­plando La Pri­ma­vera, de Bot­ti­ce­lli. Es un epi­fo­nema reve­la­dor en cuanto nos da la clave de esta última entrega del poeta y que, no por nueva, deja de visi­tar vie­jos luga­res, indi­so­lu­ble­mente uni­dos a su mundo. Saben de sobra nues­tros lec­to­res que el pri­mer Coli­nas, un clá­sico ya indis­cu­ti­ble de la poe­sía con­tem­po­rá­nea mer­ced a libros como Sepul­cro en Tar­qui­nia o Astro­la­bio, lleva con él la eti­queta de “noví­simo”, pese a no haber entrado –¡y por for­tuna para él!, habría que aña­dir–  en la famosa anto­lo­gía de Cas­te­llet, una selec­ción de cir­cuns­tan­cias de la que –siendo gene­ro­sos– sub­sis­ten hoy en la memo­ria poé­tica tan sólo dos o tres nombres.

Por lo demás, no son pocos tam­bién los ras­gos que lo sepa­ran de los noví­si­mos y que hacen de su voz una de las más per­so­na­les de aque­llos años, siem­pre a medio camino entre el equi­li­brio cla­si­cista y la pasión neo­rro­mán­tica, un adje­tivo que por enton­ces menos­pre­cia­ban muchos como si fuera incom­pa­ti­ble con la Moder­ni­dad, cuando es todo lo con­tra­rio. No cabe duda, sin embargo, de que el este­ti­cismo –vulgo cul­tu­ra­lismo–, redo­blado en él por su culto a la métrica, era carác­ter prio­ri­ta­rio de aque­lla pri­mera manera. Y si la aspi­ra­ción al cono­ci­miento se hizo patente, sobre todo a par­tir de Noche más allá de la noche, con sus refe­ren­cias a la filo­so­fía pre­so­crá­tica, fal­taba quizá en todo ese pri­mer Coli­nas el desahogo sen­ti­men­tal ahora vin­di­cado, una aper­tura al “con­te­nido del cora­zón”, por decirlo con pala­bras de Luis Rosales.

Así pues, Ver­dad, Belleza y Sen­ti­miento, como pila­res sobre las que se asienta el Coli­nas reno­vado de estas Can­cio­nes que, ya desde el título, pare­cen bus­car un lec­tor cóm­plice de esa acti­tud no tan ensi­mis­mada en la con­tem­pla­ción de lo bello sino más abierta hacia lo otro y los demás. Todo lo cual, desde luego, no con­tra­dice sus creen­cias más fir­mes; la del Huma­nismo es una de ellas, como reme­mora en otro retrato de mujer, a la que funde con Gre­cia, hoy de moda por moti­vos muy dife­ren­tes a los que la lle­va­ron a la cum­bre de la civi­li­za­ción de todos los tiempos:

Tú ahora estás en esa Gre­cia extrema / donde, ador­me­ci­das, aún des­can­san / las semi­llas fecun­das / de lo que fui­mos, somos, sere­mos. / ¿De ellas ger­mi­na­rán nue­vas raíces?

Incluso el huma­nismo, euro­cén­trico en el Coli­nas joven, des­borda espa­cios en este de la madu­rez, y así, lo orien­tal, ya pre­sente en libros ante­rio­res, se hace dueño de par­tes tan sig­ni­fi­ca­ti­vas de este como “El labe­rinto invi­si­ble”, donde se ensal­zan los sím­bo­los de la espi­ri­tua­li­dad budista, taoísta e hin­duista: “Des­pués de casi un siglo / ellos resis­ten más que ese otro dios / lla­mado Ideo­lo­gía”. Obsér­vese el uso de minús­cu­las y mayús­cu­las, que nos dela­tan al poeta reli­gioso, enten­diendo por tal no al can­tor de devo­cio­nes sino al que hace de la bús­queda de lo sagrado, de la reli­gio­si­dad –en sen­tido zubiriano-, el empeño cen­tral de su ofi­cio. “Cómo te amo, mis­te­rio”, dice en uno de los poe­mas en los que reme­mora la ciu­dad de su ado­les­cen­cia, Cór­doba, y con ella la espi­ri­tua­li­dad anda­lusí –hebrea y árabe al tiempo– que tanto ins­piró a nues­tros mís­ti­cos: es una her­mosa lec­ción al res­pecto el poema-carta “De fray Luis de León a Ana de Jesús”.

En una poe­sía como la espa­ñola, tan con­di­cio­nada por el ruido mediá­tico y por las ban­de­rías absur­das de quie­nes esti­man irre­con­ci­lia­bles los dife­ren­tes modos de tro­bar –her­mé­ti­cos frente a neo­rrea­lis­tas de la expe­rien­cia–, se agra­dece escu­char la voz pon­de­rada de Coli­nas, cada vez más cer­cana a ese “estilo común y mode­rado” al que aspi­raba el autor de la impre­sio­nante Epís­tola moral a Fabio. Es lógico que ese ideal no par­ti­cipe del culto por las ideo­lo­gías a que tan dados han sido nues­tros rap­so­das con­tem­po­rá­neos, con más polí­tica de bajo vuelo que lírica ver­da­dera en sus entra­ñas. El poema que evoca los momen­tos que siguie­ron a la muerte de Leo­poldo Panero –“Medi­ta­ción en Cas­tri­llo de las Pie­dras”– es un buen ejem­plo de lo que digo.

CubtaColinasmusicasilente.inddEste poema está inserto en la sec­ción más com­pro­me­tida del libro, “Siete poe­mas civi­les”. Uti­lizo la cur­siva para des­mar­carlo del uso tan ses­gado que el tér­mino com­pro­miso ha tenido en un país como el nues­tro donde el gran debate inte­lec­tual de moda sigue siendo la Gue­rra Civil. Coli­nas echa su cuarto a espa­das con esta serie de ver­sos que me atrevo a cali­fi­car de “valien­tes” por polí­ti­ca­mente inco­rrec­tos y que a más de uno seguro que escan­da­li­za­rán. Pero a las altu­ras desde la que escribe el poeta, la inde­pen­den­cia es lo pri­mero, una ense­ñanza indu­da­ble de la figura que pro­ta­go­niza el pri­mer poema de esta sec­ción –“Tarde del 31 de diciem­bre de 1936”–, un per­so­naje con quien Coli­nas se debe encon­trar más de una vez en sus paseos por Salamanca.

Y es que, frente al cai­nismo de “los hunos y los hotros”, a Coli­nas la vida y la poe­sía, o la poe­sía hecha vida, pues que él las ha enten­dido siem­pre como esfe­ras super­pues­tas, le han lle­vado a la paz, la armo­nía, la man­se­dum­bre, a la bús­queda del cen­tro: “Créeme: desde que he regre­sado / y des­cendí / he encon­trado mi cen­tro, / pues vivir he logrado / cuanto soñé”. En “Un verano en Arabí”, otra de las par­tes del libro, poe­tiza el espa­cio pro­pi­cio a la refle­xión, a la bús­queda juan­ra­mo­niana de la infi­ni­tud, al encuen­tro con lo sagrado, pues en defi­ni­tiva, “el cuerpo humano es / el ver­da­dero tem­plo”. Ello no impide que de cuando en cuando eleve su voz para denun­ciar la agre­sión con­tra el pai­saje, el incen­dio de los bosques…

Esta­mos ante un libro ameno, en el más noble sen­tido de la pala­bra. Frente al tono mono­corde de poe­ma­rios ante­rio­res, estas Can­cio­nes ofre­cen una varie­dad siem­pre de agra­de­cer por parte de los bue­nos lec­to­res de poe­sía: tanto en los pai­sa­jes –Gre­cia, Ita­lia, España y sus con­tras­tes, la meseta leo­nesa y el Medi­te­rra­neo, Amé­rica latina– como en sus temas: la mujer, la gue­rra, la pie­dra como sím­bolo del arte eterno, el mate­ria­lismo des­truc­tor, la fami­lia, la pro­pia lite­ra­tura en home­na­jes sig­ni­fi­ca­ti­vos (Alei­xan­dre, Panero, Cré­mer), la música por supuesto… Y, en fin, luego de poe­mas que, aun den­tro de la natu­ra­li­dad, rebo­sa­ban refe­ren­cias a per­so­nas, hechos y cir­cuns­tan­cias, vie­nen en cas­cada los de la última serie, como ávi­dos de esen­cia­li­dad desde el guiño mís­tico del título que los engloba: “Lla­mas en la morada”. Aquí el pai­saje es interno, o sea, hecho de las gale­rías del alma: los cami­nos del pasado, la lum­bre de un tiempo fugi­tivo, el agua del vivir, la noche de invierno, las sen­das de la noche, la música que arde en los ála­mos… Sole­dad, luz, vacío, todo, nada, música, silen­cio con­tra­pun­tean las pági­nas fina­les de esta par­ti­tura que se nos va adel­ga­zando poco a poco, incluso en la medida del verso, cada vez más breve, para brin­dar­nos un último y defi­ni­tivo mensaje:

Sólo qui­siera / escri­bir mis pala­bras con silen­cios: / escri­bir el poema sin pala­bras. / Sólo qui­siera / musi­tar el poema / como ple­ga­ria de silen­cio / en el silencio

JAVIER HUERTA CALVO, cate­drá­tico de Lite­ra­tura de la Uni­ver­si­dad Com­plu­tense de Madrid

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