¿Qué nos dice eso que los independentistas llaman “proceso” (pero que es un paseo circular por el sinsentido) sobre la naturaleza humana? Para empezar, que el espíritu tribal es un rasgo típico de nuestra especie que nos llega de los demás primates y cuyos ecos se escuchan desde mucho más allá. Favorecer a los propios es un rasgo de supervivencia. Pero, como dice Scott Atran, “hace 2.000 años, en cuatro imperios diferentes, se desarrolló una red de intercambios materiales y en esta apertura al comercio se intercambiaron también ideas. Fue el origen de las grandes religiones universales”.
A medida que los contactos con los demás se amplían y se escoge el modelo del intercambio cultural y económico antes que el de la guerra, cuando el mundo se dirige a la globalización, se requieren nuevas filosofías o nuevas maneras de entender el mundo cada vez más integradoras. Los nacionalistas –españoles, europeos o de cualquier lugar del mundo donde el marco es democrático y de libertad– van en contra del signo de la historia y demuestran un gran desconocimiento de los procesos de los que el mundo no puede escapar si quiere avanzar hacia el progreso y la paz. La misma Unión Europea parte de la idea de que los estados cedan soberanía y se incorporen como iguales en un conjunto con un desplazamiento jerárquico hacia arriba. Esta futura confederación sería la culminación de un proyecto ilustrado e internacionalista de voluntad de entendimiento en lo común que lleva siglos progresando a pesar de las dificultades. Es la idea opuesta a los planes de los independentistas.
Como ya escribí en un artículo para el diario ABC, durante la Guerra de los Treinta Años había en Europa alrededor de 500 unidades políticas, que en los años 50 del siglo XX se habían reducido a menos de 30. El Sacro Imperio Romano Germánico era un enorme conglomerado de más de 400 estados que ocupaba la mayor parte de Europa central, la mayoría de los cuales finalmente se unirían a Alemania. Estudiosos como Steven Pinker sugieren que esa disminución de estados tiene relación con el declive en la cifra de guerras en un sentido global.
Efectivamente, se observa una tendencia a la integración en organizaciones supranacionales. Aunque después de ambas guerras mundiales el mapa político europeo osciló en el número de estados –que se vieron incrementados sobre todo a partir de la desintegración de la Unión Soviética y de las desestabilizaciones de los países del Pacto de Varsovia–, asistimos a una progresiva y drástica disminución de los mismos.
Hay una sangrante paradoja en el hecho de que una región perteneciente a un país europeo fuerce su independencia para luego seguir formando parte de la misma Europa. ¿Cómo solicitar la admisión en un club de miembros muy distintos cuando se acaba de abandonar otro de muy iguales? ¿Cómo explicarlo cuando las virtudes que se requieren son exactamente las mismas en las que se ha fracasado? El coste de esa independencia es el descalabro de la propensión moderna en la búsqueda de lo que nos une. No detener las pulsiones secesionistas es favorecer el hundimiento del proyecto de integración supranacional. Es el fracaso de la misma Europa.
El hecho de que la colaboración humana a gran escala se construya sobre materiales ancestrales de sentido ferozmente contrario y que evolucionaron cuando el mundo era muy pequeño hace que las tentaciones de regresar a estadios primitivos potencialmente letales sean más o menos permanentes. Efectivamente, existe una lógica terrible que nos dice que el cosmopolitismo librará una eterna lucha contra el etnicismo porque nunca podrá contrarrestar las ventajas inmediatas y tangibles de favorecer a quienes se parecen más a nosotros. No hay que olvidarlo jamás y debería formar parte inexcusable de la educación de los jóvenes.
La secesión en un país consolidado representa la demolición de una red de afectos y complicidades, muy costosas de conseguir, que han requerido centurias para establecerse, y su prevención debería ser cuestión prioritaria en los programas de los gobernantes europeos. La secesión es la destrucción de un rico sistema ecológico de personas, costumbres, sentimientos y tradiciones que no queda incólume. El primatólogo Frans de Waal asegura que no hay gente que se odie más que quienes acaban de separarse.
Una región que se separe de un país miembro no debería ser admitida en Europa. Si un Rius considera que un García es un extraño que no merece su solidaridad, ¿qué no dirá cuando le pida dinero un Redecker o un Horthy? Quien no ha podido tolerar a los suyos lleva la peor tarjeta de presentación para un club de muy distintos. Es una bomba de relojería y un ejemplo letal. No puede integrarse en Europa quien en 500 años no ha tenido tiempo de asumir a los propios como propios.
Mª TERESA GIMÉNEZ BARBAT es antropóloga y editora de Tercera Cultura (su blog: Mujer-Pez)
Una versión de este artículo ha sido publicada en la sección “Tercera Cultura” del número de septiembre de 2014, 255, de la Revista LEER (cómpralo en tu quiosco y en librerías seleccionadas, o mejor aún, suscríbete).