La novela según Cervantes
Adorar al santo por la peana es una costumbre muy española. Todo el mundo habla hoy de Cervantes, un escritor soldado que murió en Madrid, pobre y olvidado de todos, un 23 de abril, tal como hoy, de 1616. Considerado el creador de la novela y padre putativo de Fielding, Gogol o Dostoievski, Miguel de Cervantes en realidad no era consciente, ni remotamente, de la importancia del libro cuya Primera parte acabó en Valladolid en diciembre de 1604. En realidad, ensambló unas cuantas novelas ejemplares tras ampliar extraordinariamente una de ellas, la que contaba las locas hazañas de un caballero en una sucesión de incesantes interrupciones –forzada por la estructura–.
El Quijote es un libro de libros, técnica narrativa que Cervantes aprendió de Ludovico Ariosto, un verdadero maestro en esto de enredar el hilo del relato, cuyo Orlando acabó sus días como personaje, reconvertido en títere en un pueblo siciliano, mientras que el maravilloso séquito cervantino sigue más vivo que nunca. El Quijote es una novela interrumpida e intervenida, llena de prodigiosas fisuras, en la que tres “autores” confeccionan, hacen y deshacen a su antojo, convirtiendo su lectura en experiencia tridimensional y brecha en un sistema cognitivo –el del lector– asentado en falsas seguridades. El moro Cide Hamete, mentiroso por naturaleza; el “traductor”, un morisco español; y el propio Cervantes, un hombre leído. En definitiva, el lector se encuentra ante una obra jalonada –como reza el capítulo XIV de la Primera parte– de “no esperados sucesos” y gestada como indica en el “Prólogo” en una cárcel “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”. Después de su cautiverio en Argel, de 1575 a 1580, Cervantes estuvo en prisión en Sevilla en 1597.
¿Es esta arbitrariedad de confección responsabilidad solo de Cervantes? Seguramente no, habida cuenta de las libertades que impresores como Juan de la Cuesta se tomaban en la época. Pero sí advertimos en él una vocación de expulsar de su relato al “desocupado” lector cuando más confiado se siente y de romper a voluntad el pacto de la ficción que conlleva toda lectura literaria. Así, Cervantes quiere que mantengamos un cierto distanciamiento irónico con el relato. El autor, que ha abdicado de su responsabilidad esencial, la autorial, se convierte así en el “padrastro” –como él mismo afirma– de unos personajes librescos y completamente disparatados que hacen lo que les place.
Tal vez ese relato interrumpido no sea sino la traslación a la literatura de su propia existencia, sacrificada permanentemente al cambio y a la contingencia, y a nivel de recepción el hecho de abrir y cerrar las páginas de un libro, cuya lectura sometemos a nuestra prosaica cotidianidad. Milagro nos parece hoy que el poeta soldado y aventurero diera a la imprenta, en esa bisagra que separa los siglos XVI y XVII, una obra tan compleja como formidable. Es lo que Ortega y Gasset definió como la actitud de Cervantes hacia la vida, una filosofía existencial cuyo fruto literario fue, efectivamente, “el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse”.
DAVID FELIPE ARRANZ