Relatos de la falsa vida serena
Siempre que voy a emprender un viaje pienso en Mercier y Camier, personajes de Samuel Beckett, dos amigos que deciden hacer un viaje que es poco menos que el viaje soñado por ambos y en mutua compañía, lo que redunda en el efecto previo de la ilusión compartida.
Se reúnen la mañana de autos, dejan sus bicicletas a la puerta del bar donde deciden desayunar (según la idiosincrasia de personajes de Beckett), se dejan enredar por una cháchara que debe tanto a la palabra sin control como a otros efluvios menos corrosivos y, al fin, nunca llegan a emprender el viaje.
Ya he referido antes –quizá repitiéndome– que el de Mercier y Camier me parece, con el de Ulises en su intención primigenia, uno de los viajes más excitantes a los que he asistido literariamente, pues, además de no incluir el retorno como precepto (el de Ulises parece, más allá de la aventura al límite de las tentaciones, el viaje de un regreso), refleja con precisión la esencia de cualquier acto o deseo, la expectativa de ese deseo, el magma bullicioso de la ilusión en estado puro.
Sin embargo, el poso que queda después de la lectura es inquietante y tiene mucho que ver con el desasosiego que provocan las cosas que pasan cuando, en apariencia, no pasa nada, los viajes que no se llevan a cabo, las palabras que no se pronuncian, las miradas que se proyectan sobre el azogue del espejo en que debían reflejarse.
Lo mismo que a estos les sucede a otros personajes de Beckett, Moloy, Malone, incluso los que esperan el advenimiento de Godot. Están inmóviles como si así fueran capaces de apresar y detener el tiempo, el flujo de la conciencia se hace cargo de su aparente desidia, nada tiene que pasar para que todo suceda, su actitud es desasosegante, el resultado terrible por lo que se dice y por lo que se calla. Ni el tiempo, indispensable en el desarrollo de cualquier discurso narrativo, en su generosa combustión, es capaz de tamizar la terrible clarividencia que esconden las palabras que no se pronuncian y los actos que no se llevan a cabo.
En un encuentro mantenido recientemente con Álvaro del Amo y José María Merino y que tomará forma en el próximo número de LEER, Del Amo citó en varias ocasiones a Beckett y la falsa inmovilidad de sus personajes, la carga de profundidad que esconden sus silencios, las elipsis como dardos que se clavan en las conciencias y no dejan resquicio para la réplica.
Álvaro del Amo, a quien se identifica a bote pronto con el cine y el teatro, estrenó hace unos meses una adaptación al teatro de la película Amantes, de la que fue coguionista: otro ejemplo de que lo más atroz sucede cuando parece que el tiempo se detiene y las palabras empiezan a perder su poder de evocación.
Conocemos su condición de escritor polifacético que, además, cuenta en su haber con varias novelas, también algunas historias de variada extensión y difícil encuadre, y ahora nos sorprende con un libro de relatos, Crímenes ilustrados, (Menoscuarto), que deviene confirmación de las premisas estéticas del maestro irlandés.
En los relatos de Álvaro del Amo todo discurre dentro de una cotidiana monotonía, aparentemente no pasa nada, incluso se produce una especie de cortesía entre los personajes que comparecen ante lo que no sucede; pero la mínima chispa (un encuentro, el sueño de un tigre en el salón, un tornillo que no ajusta en las intenciones de un cadáver ambulante, la soprano que quiere interpretar su propia fatalidad) puede provocar un incendio imposible de apagar. A veces real, como sucede en la primera de las historias, a veces no; pero siempre terrible, ilustrada y educadamente terrible.
AURELIO LOUREIRO