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Edición impresa

¡Larga vida al libro impreso!

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En un número de LEER dedi­cado a la cul­tura digi­tal no podía fal­tar un artículo de fondo sobre la situa­ción del libro elec­tró­nico, la “nueva fron­tera” edi­to­rial que parece no ter­mina de mate­ria­li­zarse. Una joven auto­ri­dad en la mate­ria como JAUME BALMES ha sido el encar­gado de tra­zar un breve y rea­lista estado de la cuestión.
 

Escri­bir sobre la situa­ción del libro digi­tal es dar un che­que en blanco a un mar de lamen­ta­cio­nes, llo­ros, cabreos y rabie­tas. En pos de la feli­ci­dad inten­taré lle­gar a eso mediante unos rodeos que espero que resul­ten escla­re­ce­do­res (o como mínimo intere­san­tes) para el lector.

Uno de los mayo­res cam­bios en el modo de con­su­mir cul­tura es la apa­ri­ción de cierta tec­no­lo­gía inter­me­dia­ria entre el con­su­mi­dor y el pro­duc­tor (no voy a hablar de los múl­ti­ples agen­tes que inter­vie­nen en la pro­duc­ción del pro­ducto cul­tu­ral). Esta tec­no­lo­gía ha ido apa­re­ciendo pau­la­ti­na­mente a lo largo de los dos últi­mos siglos para acer­car­nos la posi­bi­li­dad de dis­fru­tar lejos del pro­duc­tor de las artes musi­ca­les, en un pri­mer momento, y las artes escé­ni­cas. Hablo, por supuesto, de los álbu­mes o dis­cos musi­ca­les que repro­du­cen música gra­bada y de la apa­ri­ción del cine. En ambos casos la tec­no­lo­gía liberó el dis­frute de estos pro­duc­tos de la pre­sen­cia de los pro­duc­to­res en el mismo acto de con­sumo. Esto pro­vocó un pequeño incon­ve­niente que a menudo se nos escapa: la depen­den­cia de un ter­cer actor, el fabri­cante de apa­ra­tos capa­ces de regis­trar, pri­mero, y repro­du­cir, des­pués, ese pro­ducto cul­tu­ral. En el caso de la lite­ra­tura todo es bas­tante más difuso para el con­su­mi­dor cul­tu­ral actual.

Vol­viendo a la música y las artes escé­ni­cas, ya regis­tra­das en dis­cos, cin­tas analó­gi­cas, cin­tas digi­ta­les, dis­cos digi­ta­les, y pos­te­rior­mente, en memo­ria digi­tal, pode­mos ver un patrón claro: el auge de los inter­me­dia­rios tec­no­ló­gi­cos, la inno­va­ción posi­tiva, el aba­ra­ta­miento de la dis­tri­bu­ción y, final­mente, de los cos­tes. En algu­nos casos incluso el pre­cio de estos pro­duc­tos bajó.

La pala­bra escrita apa­re­ció mucho antes (en la ense­ñanza pri­ma­ria nos expli­ca­ron que ése fue el fac­tor que deter­minó el final de la prehis­to­ria y abrió el camino de la his­to­ria); se con­vir­tió, por su sim­pli­ci­dad, bajos cos­tes, como­di­dad de uso y otros fac­to­res, en el prin­ci­pal método de expre­sión y con­ser­va­ción de pro­duc­tos cul­tu­ra­les. La pri­mera difi­cul­tad no fue tanto el coste sino cono­cer la extraña codi­fi­ca­ción usada para regis­trar esas pala­bras. Es decir, la difi­cul­tad no estaba en el acceso a la tec­no­lo­gía, que era mucho más sim­ple, acce­si­ble y barata que en el resto de pro­duc­tos cul­tu­ra­les, sino en la alfa­be­ti­za­ción de las per­so­nas intere­sa­das en tal pro­ducto. No era una cues­tión de pre­cio, sino de cono­ci­mien­tos. La tec­no­lo­gía de pro­duc­ción (que no de dis­tri­bu­ción y repro­duc­ción) fue aba­ra­tán­dose, la pobla­ción alfa­be­ti­zada no paraba de cre­cer, y así lo que hoy cono­ce­mos como el libro nunca se separó de la vía directa entre el pro­duc­tor y el lec­tor. No se nece­sitó de nin­gún otro apa­rato para acce­der al con­te­nido cul­tu­ral que el acceso a una edu­ca­ción básica. Incluso se desa­rro­lla­ron sis­te­mas de lec­tura para invi­den­tes que seguían sin reque­rir de un ter­cer actor para su consumo.

Esto es inau­dito en el sec­tor cul­tu­ral. ¡El pro­ducto salido de las máqui­nas del pro­duc­tor llega al con­su­mi­dor y éste puede con­su­mirlo sin más! Como una banda musi­cal actuando en directo, o una com­pa­ñía de tea­tro repre­sen­tando una obra. Esta carac­te­rís­tica del libro es, a mi enten­der, la más impor­tante para hablar de cul­tura digi­tal. Esta carac­te­rís­tica es, tam­bién, lo que ha retra­sado tanto la lle­gada de esos inter­me­dia­rios tec­no­ló­gi­cos al sec­tor del libro. De hecho es, insisto, lo que hace (y creo que hará) que el libro digi­tal no se desa­rro­lle nunca en los tér­mi­nos que el cine o la música gra­bada. Actual­mente las ven­ta­jas son tan pocas y tan loca­li­za­das en sec­to­res téc­ni­cos o aca­dé­mi­cos que difí­cil­mente van a superar el umbral de adop­ción por nove­dad o por su rela­ción con la tec­no­lo­gía y todo el feti­chismo aso­ciado a ella.

Rela­cio­nado con esto me gus­ta­ría ano­tar una obser­va­ción poco repre­sen­ta­tiva pero basada en dos ciclos anua­les com­ple­tos, loca­li­zada en el metro de Bar­ce­lona: hay un momento de auge de lec­to­res digi­ta­les muy sig­ni­fi­ca­tivo coin­ci­diendo con los rega­los navi­de­ños, donde los apa­ra­tos tec­no­ló­gi­cos cada vez (aun­que con las rece­sión no tanto) son más rega­la­dos, que en los siguien­tes meses va deca­yendo pau­la­ti­na­mente (según mis obser­va­cio­nes que­dan menos de una quinta parte) hasta el siguiente periodo con­su­mista, cuando vuelve a explo­tar. Esto ilus­tra per­fec­ta­mente una de las carac­te­rís­ti­cas que los lec­to­res aso­cian al libro digi­tal: decep­ción. Ya empe­za­mos con el mar de lágrimas.

Si una de las carac­te­rís­ti­cas de la inter­me­dia­ción tec­no­ló­gica es el aba­ra­ta­miento de cos­tes, sobre todo los aso­cia­dos a la dis­tri­bu­ción, pro­duc­ción y repro­duc­ción, ésta ha fra­ca­sado con el libro. Empe­zando por los cos­tes de pro­duc­ción que, con­tra­ria­mente a lo que se suele decir en foros tec­no­ló­gi­cos, no han bajado casi nada, puesto que el único aho­rro es el papel y la impre­sión –que los avan­ces tec­no­ló­gi­cos en estos cam­pos han hecho que sea un coste residual-. En algu­nos casos incluso los cos­tes de edi­ción del libro digi­tal pue­den ser supe­rio­res a los del libro impreso y encuadernado.

Des­pués tene­mos la como­di­dad. Es cierto que muchos defien­den la como­di­dad de lle­var el dis­po­si­tivo de lec­tura en vez del libro impreso y encua­der­nado, por su menor peso (aun­que habría que com­pa­rarlo con un libro de bol­si­llo), pero esta­mos hablando del trans­porte, no de la lec­tura, que es muchí­simo más inco­moda con los actua­les dis­po­si­ti­vos. Podría­mos hablar de las carac­te­rís­ti­cas tipo­grá­fi­cas, el largo de las líneas de texto, los tipos de letra ins­ta­la­dos en los apa­ra­tos, y los már­ge­nes, pero entra­ría­mos en cues­tio­nes téc­ni­cas que real­mente solo nos impor­tan a los que nos dedi­ca­mos al noble arte de la com­po­si­ción de tex­tos, aun­que sean de suma impor­tan­cia para el lec­tor (y están mejor resuel­tos cuanto menos cuenta se da el lector)…

Bueno, sí que quiero hablar de los már­ge­nes, pero no del docu­mento, sino de los apa­ra­tos. Una de las mejo­res carac­te­rís­ti­cas de las table­tas de Apple era el gene­roso y sufi­ciente mar­gen para aguan­tar sin tocar la pan­ta­lla tác­til los iPads; tam­bién tenían un genial mar­gen las pri­me­ras ver­sio­nes de los Kindle del ogro Ama­zon, pero ambos se han visto afec­ta­dos por el Sín­drome del Mar­gen Men­guante hasta hacer impo­si­ble sos­te­ner­los con como­di­dad para la lec­tura sin tocar su pan­ta­lla tác­til y obte­ner res­pues­tas no bus­ca­das por parte del apa­rato. Evi­den­te­mente todos sus com­pe­ti­do­res han aca­bado sufriendo el mismo sín­drome y la plaga ya ha aca­bado con todos los már­ge­nes posi­bles. Puede que sea una obse­sión per­so­nal, puesto que me molesta enor­me­mente el mismo virus en su cepa que afecta a la celu­losa, que hace casi impo­si­ble sos­te­ner un libro impreso sin que los pul­ga­res tapen parte del texto que se supone que se tiene que leer (y por favor edi­to­res, ase­gú­rense de que la fibra del papel está en su sen­tido correcto, que eso tam­bién afecta gra­ve­mente su sos­tén y la salud de los múscu­los de la mano y el ante­brazo). Todo puede ser.

Para aca­bar, muy impor­tante: tene­mos el pre­cio. A dife­ren­cia del cine y la música gra­bada, que nece­si­ta­ban for­zo­sa­mente de un apa­rato repro­duc­tor (de música y/o cine) el libro digi­tal no puede com­pe­tir en pre­cio con el libro impreso en papel. Un error común es pen­sar que en esta ecua­ción úni­ca­mente entra el pre­cio de la com­pra o el alqui­ler del archivo que corres­ponde al libro digi­tal, que por su escaso mer­cado y cos­tes pare­jos a los de la ver­sión impresa en papel no puede ser mucho más bajo. Hay que incluir en la ecua­ción los apa­ra­tos de lec­tura de libros digi­ta­les. Los hay de muchos pre­cios, pero pon­ga­mos el más barato: el Kindle básico con publi­ci­dad, de 79€. En España casi el 40% de la pobla­ción mayor de 14 años no lee nunca. De los que leen, apro­xi­ma­da­mente la mitad lo hacen de manera habi­tual, y de estos casi un ter­cio lee una o dos veces por semana. Es decir, que en el caso que el pre­cio de un libro digi­tal fuera bajo o muy bajo o se usara alguna pla­ta­forma de explo­ta­ción por sus­crip­ción que acer­cara a cero su pre­cio (otro debate es si es desea­ble esta bajada de pre­cios tan anun­ciada) difí­cil­mente el coste para el lec­tor, con­tando el apa­rato lec­tor, no se mul­ti­plica varias veces com­pa­rando con los cos­tes de seguir com­prando el libro en papel. Úni­ca­mente unos pocos lec­to­res muy fre­cuen­tes podrían amor­ti­zar en la corta vida de estos apa­ra­tos elec­tró­ni­cos su pre­cio, y así lle­ga­mos a la con­clu­sión de que el libro digi­tal no puede com­pe­tir amplia­mente por pre­cio, tampoco.

Así que si, a dife­ren­cia del cine y la música, el libro no puede «empa­que­tarse» de una manera barata y fácil, ¿qué hace­mos con el libro digi­tal? ¡Viva el libro digi­tal! ¡Larga vida al libro impreso en papel!

JAUME BALMES es edi­tor, tipó­grafo, gra­fista y pro­fe­sor de diseño edi­to­rial en IDEP Barcelona.

Una ver­sión de este artículo ha sido publi­cada orig­i­nal­mente en el número de febrero de 2014 (249) de la Revista LEER (cóm­pralo en digi­tal / o mejor aún, ¡sus­crí­bete!).

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