José Jiménez Lozano: un viejo incordiante y misericordioso
En vísperas de la pandemia falleció en Valladolid un escritor español imprescindible. La obra del Premio Cervantes 2002, un monumento de inteligencia, humor, erudición y elegancia narrativa, interpela al lector sobre algunos problemas clave de la sociedad actual: el desprecio de la Historia, la arrogancia adanista e ignorante de las nuevas generaciones, la desconexión con la cultura escrita de la hiperconectada cultura de la imagen. Y, también, la postergación de los viejos. Todo ello está de nuevo en el volumen póstumo de sus diarios, ‘Evocaciones y presencias’, recién publicado por Confluencias. Por FERNANDO PALMERO
En Advenimientos (Pre-Textos, 2006), cuenta José Jiménez Lozano que el encuentro fortuito con un ejemplar de la correspondencia de Stefan Zweig que había comprado hacía más de cuarenta años le sirvió para «unos instantes de consideración pascaliana». Se sorprendía del interés que le suscitó entonces una confesión del escritor austriaco. «Me encuentro subrayadas en las últimas cartas», explicaba en aquel diario, «la insistencia en su cansancio, la ausencia de ambición literaria, que le ha abandonado; el horror a la publicidad, y hasta la conciencia del peso de la edad, bastante más joven de la edad que tengo yo ahora, por cierto, y que le hace pensar en dejar la tarea». No dejó escrito nada más para saber en qué consistió su consideración pascaliana, pero es probable que Jiménez Lozano estuviese aludiendo a los conocidos pasajes sobre el divertissement de los Pensamientos, su actualidad aún hoy y su pertinencia para entender las angustias de la modernidad. E incluso de su epílogo post. «Porque cuando este hombre del siglo XX», escribió en una de sus Cartas de un cristiano impaciente recogida en La ronquera de fray Luis y otras inquisiciones (Destino, 1973), «deja sus juguetes mecánicos y sus sueños mecánicos y su vida mecánica a la puerta de su alcoba, si llega a encontrarse consigo mismo, ese genio de Pascal le obligará a preguntarse por su ser hombre, le descubrirá el divertimento engañoso de toda otra ocupación, las falsedades aparatosas del montaje social, le presentará al Cristo agonizante hasta el final de los siglos y le obligará a interrogarse ante su cruz. Palabras estas escandalosas y duras todas ellas en nuestro mundo. Toda una cierta civilización aplastadora del hombre parece inventada, en efecto, para que no piense en ellas».
No está claro que en el suicidio de Zweig pesaran razones de tipo religioso, pero sí es cierto que al final de sus días estuvo prisionero de una melancolía inconsolable como refleja la carta que el 18 de febrero de 1942 –cinco días antes de envenenarse junto a su segunda esposa, Lotte Altmann– envió a Friderike Zweig, su primera mujer, que nunca renunció al apellido del escritor: «Prosigo mi trabajo pero solo con una cuarta parte de mis energías; es más bien la continuación de un viejo hábito que una labor realmente creadora. Hay que estar convencido para llegar a convencer, hay que tener entusiasmo para estimular a los demás, pero ¿cómo se puede lograr eso ahora?».
«Si no lleva luto por sus padres y próximos, ¿cómo se sentirá un hombre en la humanidad de la Historia entera?», apunta en ‘Evocaciones y presencias’
Nada de esto, sin embargo, le sucedió a Jiménez Lozano, que nunca perdió el entusiasmo ni la capacidad de estimular a sus lectores. Meditaciones pascalianas aparte, no dejó de escribir hasta el final y sus últimos años de vida fueron bastante prolíficos. Podría decirse que la concesión del Premio Cervantes en 2002, más que significar un punto y final a su carrera, supuso un revulsivo creativo que le llevó a publicar varias novelas, unos cuantos libros de poesía, decenas de relatos, cientos de artículos y hasta cinco diarios literarios. El último de ellos, Evocaciones y presencias, lo dejó preparado poco antes de su muerte, acaecida el 9 de marzo pasado, y aparece de la mano de Confluencias en edición de la profesora de la Universidad Complutense Guadalupe Arbona. Se trata del noveno de sus Cuadernos de notas y como todos los anteriores es una muestra de la inteligencia, la sutileza, la erudición, la elegancia narrativa y el humor de uno de los grandes autores de nuestra historia literaria y de nuestro pensamiento. También de su generosidad intelectual. Porque en todos sus diarios repetía lo que consignó en el primero de ellos, Los Tres Cuadernos Rojos (Ámbito, 1986): «Quizá para un determinado número de lectores (…) puedan ofrecer algún tipo de compañía, conversación o disponibilidad: ese estar ahí, a mano. Así lo espero, y eso es lo que justificaría la decisión de sacar a la luz esas soledades, y compensaría las dubitaciones y reluctancias que me ha costado el llegar a ella».
Una demostración, en definitiva, de la vitalidad propia de quien no consideraba la vejez como un abandono y una espera angustiosa de la muerte. Así se lo confesó a Gurutze Galparsoro en el libro-entrevista Una estancia holandesa (Anthropos, 1998):
–Me imagino que de algún modo habrá que llegar a una entente con esa situación de vejez, pero no mediante el ingreso en la idiocia, claro está. La vejez es un mal, lo que cabe esperar es que sea lo más benigno posible y ¡ojalá se le concediese a uno algún suplemento del alma!
–¿Qué suplemento querría para su alma?
–Digo suplementos de alma para decir algo así como un adensamiento de ella y que no fuera invadida por el amargor, la envidia y el egoísmo, que son enfermedades de viejo, sino que se me concediera la suficiente dosis de ironía y lucidez, de generosidad y de alegría. Me gustaría ser un viejo incordiante y misericordioso (…). Pero, hoy, un viejo es un deshecho social, pese a todas las retóricas, y parece que se necesita mucho optimismo para considerar esa situación de vejez como un tribunal, o considerar al viejo como un espectador cualificado y por encima del bien y del mal. Cada día se le recuerda a ese viejo que solo es un espectador de la última fila, cercano ya a la salida. Aunque a la vez se le diga, por supuesto, que está en la edad dorada y jubilosa, y se añadan otros calificativos por el estilo [como el de la tercera edad] que parecen puro sarcasmo [o una burla de humor negro].
–¿Y por qué ya ni siquiera los viejos cuentan otras historias que, pongamos por caso, las de la televisión? Es como si se les hubiera quebrado la memoria. Hace años Böll anunció que estábamos quedándonos «sin nada que contar a nuestros hijos».
–Parece, efectivamente, que los viejos tampoco escapan al pensamiento único y sagrado: el de los media (…). George Steiner ha visto muy bien que al incordiante recordador que es el rey Lear, se le administrarían hoy unas pastillas o se le internaría en una residencia, y se acabó la tragedia, se acabaron preguntas sobre el mundo y la memoria. Pero uno se hace difícilmente a la idea de que no quede rastro de hombre siquiera en unos cuantos seres humanos irrecuperables para la normalización y homologación de la Granja Moderna del Progreso (…). Creo que, pese a todo, siempre habrá un viejo Lear hablando a un joven –como Lear a su bufón– sobre el mundo o su furia y su esplendor, sobre las cosas ocurridas y que siguen pasando.
Un diálogo imposible
No se engañaba, sin embargo, Jiménez Lozano sobre la imposibilidad, cada vez más patente, de un diálogo entre generaciones. Por la desaparición, parece que ya irrecuperable, de códigos compartidos durante siglos, que han empezado a desmoronarse con la revolución digital, la preeminencia de la imagen y la devaluación de la letra impresa. A propósito de una columna de Gabriel Albiac sobre el final del escribir y de la escritura, esto es, el acabamiento de un mundo que es un paréntesis en la historia de la humanidad de apenas 2.500 años, de Platón a Internet, reflexionaba Jiménez Lozano en Los cuadernos de Rembrandt (Pre-Textos, 2010): «Y esto, y su idea de que su generación (…) es la última interesada por la filosofía, la historia y el arte, y que tiene en los libros su respiración, parece una evidencia. O quizá es que resplandece demasiado y ciega la demiúrgica conciencia de quienes ya no necesitan padres ni territorio cultural sobre el que poner los pies, y se disponen a recrear el mundo sobre cero, como si hubieran pasado el río Leteo y se hubieran desnudado de la historia entera, porque no la necesitan. Pero ni siquiera vamos a juzgar el hecho, solo pedimos que nos permitan quedarnos discretamente en nuestra antigua casa. Y que tomen nuestras escrituras como inocentes manías de quienes recibieron una inmensa correspondencia de gentes de otro tiempo –gentlemen and friends–, y la van contestando».
«Steiner vio bien que al incordiante recordador que es el rey Lear se le internaría hoy en una residencia, y se acabó la tragedia y las preguntas sobre el mundo y la memoria»
Esa imposibilidad de comunicación fue una de las hondas preocupaciones de Jiménez Lozano a lo largo de su obra, porque era para él un síntoma del decaimiento de una cultura y unos valores cristianos que se han puesto en almoneda y todos parecen haber aceptado con la complacencia de una servidumbre ignorante y voluntaria. Así, en Evocaciones y presencias, reflexiona:
«El desprecio a la Historia y de las historias tiene que ver, en primer lugar, con una incapacidad de los hombres de hoy para sentirse parte de la Historia. No puede darse esta conciencia histórica porque ni siquiera hay luto y según los ucases imperiales de la psicología, más allá de quince días de luto revela un trastorno psíquico. Pero si no lleva el luto por sus padres y próximos, ¿cómo se sentirá un hombre en la humanidad de la Historia entera? La vieja cultura cristiana decía y dice que también más allá de la muerte importan los muertos, y cada primero de noviembre recuerda a todos los bautizados o santos, y en ellos a toda la humanidad, viva y muerta, pero parece que ahora les es suficiente a los hombres meter una vela en una calabaza hueca y hacer bromitas con esqueletos y calaveras y funebridades, que es la ridícula coda de la juguetería fúnebre que fue barroca y romántica y ahora quiere ser divertida y se llama gótica. Y cuajará porque es una experiencia y el gran valor de hoy es la experiencia, poseer un almacén de experiencias aunque sean nonadas».
Erosión ética
A lo largo de las páginas del diario póstumo, Jiménez Lozano aparece desinhibido y cercano, como en una conversación en voz baja con los libros o llena de estruendo y risas con amigos en su mesa camilla de Alcazarén, con su afilado humor en plena forma, alternando el tono poético –hay incluso algunos versos inéditos– con otro más periodístico o de comentario rápido a lo leído en la prensa o visto en televisión, de riguroso crítico literario, de memorialista de un tiempo ido y de hondo pensador ético preocupado por la defensa de la vida, unas reflexiones, estas últimas, que la actualidad de la gestión del coronavirus en las residencias de ancianos han convertido en bastante pertinentes. Porque lo más parecido a un programa de eutanasia es lo que sucedió en las fatídicas semanas de marzo y abril, cuando, ante la falta de previsión de los gobiernos central y autonómicos, los hospitales quedaron colapsados y los médicos (con instrucciones políticas o sin ellas) decidieron quién era apto o no apto para vivir e incluso vieron, por qué no, un momento inmejorable para aplicar una solución definitiva al problema de los viejos, tan caros de mantener y tan molestos para sus familias, que no pueden ocuparse de ellos. No le dio tiempo a Jiménez Lozano a contemplar un espectáculo que a buen seguro le habría horrorizado y le habría retrotraído a los años del nazismo en el poder, cuando, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, implementaron un programa de eutanasia para eliminar a todas las personas que pudieran suponer un gasto excesivo al Estado. Enseguida, enfermos crónicos e incurables (tanto físicos como psíquicos), discapacitados, deficientes o epilépticos se convirtieron en objetivo fácil de un Reich que necesitaba todos los recursos sanitarios y las camas de hospital para sus soldados, que acababan de iniciar la invasión de Polonia. La producción de muerte, de esta forma, se convirtió en una de las actividades más rentables en Alemania, que eliminó en secreto, entre 1939 y 1945, a unas 200.000 personas, a las que, mediante diferentes técnicas homicidas, les aplicó una «muerte de gracia».
En su escritura solo hay verdad. Sin fingimientos. Y en sus reflexiones una conciencia de la alegría de vivir y de la inevitabilidad de la muerte, asumida con resignación
Haciendo gala de su condición de «viejo incordiante y misericordioso», Jiménez Lozano escribió en una de las entradas del diario del año 2019 unos párrafos que bien podrían haber sido escritos hoy: «De repente llega en olor de política y de basura uno de los crímenes cuyo nombre no se atrevía a pronunciar el hitlerismo: la eutanasia. Y llega con una pretendida conmovedora historia en la basura de la televisión en la que se dan risas cómplices entre la víctima y su ejecutor en torno al hecho de que ellos ya tenían comprado el veneno letal, como si se tratase de un divertido secreto entre los dos, la medicina de la muerte, casi el nombre de la maravillosa denominación con la que se aludía a la Eucaristía entre los primeros cristianos: Farmakon nekron, medicina contra la muerte. Y enseguida, en un par de días, en los media se nos dice que ya son partidarios de la eutanasia el ochenta y siete por ciento de los españoles. Es decir, que la eutanasia (…) ha ampliado el horizonte intelectual y ético de los españoles, toda una conversión, y asombrosamente fácil y rápida, al darwinismo y al hitlerismo como logro científico y moderno. La exigencia ética de respeto a la vida ya no existe en el plano personal y solamente quedan ecos muy manipulables en el que podríamos llamar orden jurídico. No es muy difícil adivinar hasta dónde llegaremos no tardando en las consecuencias de esta erosión de la ética por parte del Derecho positivo. Y lo que no deja de ser llamativo es que la izquierda se haya revelado tan darwinista en estos asuntos de la vida y de los dineros. Tan hitleriana, en suma. ¿Qué es lo que amparará, antes de su desaparición total, a una izquierda y una derecha no ya cristianas, sino ni siquiera ya simplemente civilizadas y humanistas? Lo más probable es que ya no existan en muy corto periodo de tiempo».
Diminutas alegrías
Hay, como en los cofres de los palacios, muchas más sorpresas en estos cuadernos póstumos, sobre política, sobre arte, sobre filosofía, sobre literatura, pero que terminan con la felicidad del autor por el inicio de la publicación de una suerte de obras completas que Confluencias, por empeño de su editor, Javier Fornieles, ha emprendido para recuperar toda su obra. De momento, solo ha salido el primer volumen, que recoge los relatos sobre San Juan de la Cruz (El mudejarillo) y Santa Teresa de Jesús (Precauciones con Teresa). Y se sintió ilusionado Jiménez Lozano por «una portada de una muy especial hermosura y de un texto muy claro y cuidado. Y me han traído alegría la perdiz exhibiendo, encantada, sus medias rojas y otro pájaro difícil de decir qué es, y que parece que lleva una especie de lentes, o quizá solamente son ojeras, y muestra una gran seriedad e inquisición de algo». Y no era fingido ese entusiasmo, porque en la escritura de Jiménez Lozano solo hay verdad. Sin fingimientos. Y en sus reflexiones una conciencia de la alegría de vivir y de la inevitabilidad de la muerte, asumida con resignación. Por eso acaba así Una estancia holandesa:
–Pienso –dice Gurutze Galparsoro– que nos pasará lo que a Charlotte Brontë, quien, un poco antes de morir, le decía a su marido: “No voy a morir, ¿verdad?”. “¡No nos separará!”. “¡Éramos tan felices!”. En definitiva las diminutas alegrías de la vida que nos mece, hacen sonreír y nos retienen…
–Naturalmente –responde Jiménez Lozano– que queremos vivir y seguir en este maravilloso mundo, pese a todo. Y maravilloso especialmente por esas que usted llama muy bien diminutas alegrías. Solo hay que pensar en lo que significa, en una prisión, por ejemplo, o en determinadas circunstancias especialmente angustiosas, un cigarrillo mismo, una taza de café, una golondrina, un petirrojo, un perro, una mata de hierbajos o un poco de sol. En muchos casos solo entonces se descubre el inmenso valor de esas pequeñeces que la mirada cotidiana y esa nuestra insensibilidad natural de piel de búfalo, de tres dedos de gruesa, como decía el maestro Eckhart, nos ocultan. Pero todo eso está ahí y solo hace falta acomodar los ojos y despojarse de aquella piel para verlo. La poesía lo ve en un fulgor, los místicos y los heridos por el amor lo viven, y es seguro que, a la hora de la muerte, mucho más intensamente aún que cuando estamos enfermos, el mundo se pone a relucir en todo su esplendor, como en la mañana del Génesis. Aunque hayamos pasado ochenta años sin percatarnos de su maravilla, entonces se nos revela de golpe. ¿Cómo no iba a dolerse la pobre Charlotte Brontë de tener que abandonarlo? A todos nos ocurrirá lo mismo.
Revista LEER, número 297