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José Jiménez Lozano: un viejo incordiante y misericordioso

En vísperas de la pandemia falleció en Valladolid un escritor español imprescindible. La obra del Premio Cervantes 2002, un monumento de inteligencia, humor, erudición y elegancia narrativa, interpela al lector sobre algunos problemas clave de la sociedad actual: el desprecio de la Historia, la arrogancia adanista e ignorante de las nuevas generaciones, la desconexión con la cultura escrita de la hiperconectada cultura de la imagen. Y, también, la postergación de los viejos. Todo ello está de nuevo en el volumen póstumo de sus diarios, ‘Evocaciones y presencias’, recién publicado por Confluencias. Por FERNANDO PALMERO

José Jiménez Lozano en su casa de Valladolid el 12 de diciembre de 2002, tras el fallo del Premio Cervantes. / Felipe Fernández Frade / El Mundo de ValladolidJosé Jiménez Lozano en su casa de Valladolid el 12 de diciembre de 2002, tras el fallo del Premio Cervantes. / Felipe Fernández Frade / El Mundo de Valladolid

En Adve­ni­mien­tos (Pre-Textos, 2006), cuenta José Jimé­nez Lozano que el encuen­tro for­tuito con un ejem­plar de la corres­pon­den­cia de Ste­fan Zweig que había com­prado hacía más de cua­renta años le sir­vió para «unos ins­tan­tes de con­si­de­ra­ción pas­ca­liana». Se sor­pren­día del inte­rés que le sus­citó enton­ces una con­fe­sión del escri­tor aus­triaco. «Me encuen­tro sub­ra­ya­das en las últi­mas car­tas», expli­caba en aquel dia­rio, «la insis­ten­cia en su can­san­cio, la ausen­cia de ambi­ción lite­ra­ria, que le ha aban­do­nado; el horror a la publi­ci­dad, y hasta la con­cien­cia del peso de la edad, bas­tante más joven de la edad que tengo yo ahora, por cierto, y que le hace pen­sar en dejar la tarea». No dejó escrito nada más para saber en qué con­sis­tió su con­si­de­ra­ción pas­ca­liana, pero es pro­ba­ble que Jimé­nez Lozano estu­viese alu­diendo a los cono­ci­dos pasa­jes sobre el diver­tis­se­ment de los Pen­sa­mien­tos, su actua­li­dad aún hoy y su per­ti­nen­cia para enten­der las angus­tias de la moder­ni­dad. E incluso de su epí­logo post. «Por­que cuando este hom­bre del siglo XX», escri­bió en una de sus Car­tas de un cris­tiano impa­ciente reco­gida en La ron­quera de fray Luis y otras inqui­si­cio­nes (Des­tino, 1973), «deja sus jugue­tes mecá­ni­cos y sus sue­ños mecá­ni­cos y su vida mecá­nica a la puerta de su alcoba, si llega a encon­trarse con­sigo mismo, ese genio de Pas­cal le obli­gará a pre­gun­tarse por su ser hom­bre, le des­cu­brirá el diver­ti­mento enga­ñoso de toda otra ocu­pa­ción, las fal­se­da­des apa­ra­to­sas del mon­taje social, le pre­sen­tará al Cristo ago­ni­zante hasta el final de los siglos y le obli­gará a inte­rro­garse ante su cruz. Pala­bras estas escan­da­lo­sas y duras todas ellas en nues­tro mundo. Toda una cierta civi­li­za­ción aplas­ta­dora del hom­bre parece inven­tada, en efecto, para que no piense en ellas».

No está claro que en el sui­ci­dio de Zweig pesa­ran razo­nes de tipo reli­gioso, pero sí es cierto que al final de sus días estuvo pri­sio­nero de una melan­co­lía incon­so­la­ble como refleja la carta que el 18 de febrero de 1942 –cinco días antes de enve­ne­narse junto a su segunda esposa, Lotte Alt­mann– envió a Fri­de­rike Zweig, su pri­mera mujer, que nunca renun­ció al ape­llido del escri­tor: «Pro­sigo mi tra­bajo pero solo con una cuarta parte de mis ener­gías; es más bien la con­ti­nua­ción de un viejo hábito que una labor real­mente crea­dora. Hay que estar con­ven­cido para lle­gar a con­ven­cer, hay que tener entu­siasmo para esti­mu­lar a los demás, pero ¿cómo se puede lograr eso ahora?».

«Si no lleva luto por sus padres y pró­xi­mos, ¿cómo se sen­tirá un hom­bre en la huma­ni­dad de la His­to­ria entera?», apunta en ‘Evo­ca­cio­nes y presencias’

Nada de esto, sin embargo, le suce­dió a Jimé­nez Lozano, que nunca per­dió el entu­siasmo ni la capa­ci­dad de esti­mu­lar a sus lec­to­res. Medi­ta­cio­nes pas­ca­lia­nas aparte, no dejó de escri­bir hasta el final y sus últi­mos años de vida fue­ron bas­tante pro­lí­fi­cos. Podría decirse que la con­ce­sión del Pre­mio Cer­van­tes en 2002, más que sig­ni­fi­car un punto y final a su carrera, supuso un revul­sivo crea­tivo que le llevó a publi­car varias nove­las, unos cuan­tos libros de poe­sía, dece­nas de rela­tos, cien­tos de artícu­los y hasta cinco dia­rios lite­ra­rios. El último de ellos, Evo­ca­cio­nes y pre­sen­cias, lo dejó pre­pa­rado poco antes de su muerte, acae­cida el 9 de marzo pasado, y apa­rece de la mano de Con­fluen­cias en edi­ción de la pro­fe­sora de la Uni­ver­si­dad Com­plu­tense Gua­da­lupe Arbona. Se trata del noveno de sus Cua­der­nos de notas y como todos los ante­rio­res es una mues­tra de la inte­li­gen­cia, la suti­leza, la eru­di­ción, la ele­gan­cia narra­tiva y el humor de uno de los gran­des auto­res de nues­tra his­to­ria lite­ra­ria y de nues­tro pen­sa­miento. Tam­bién de su gene­ro­si­dad inte­lec­tual. Por­que en todos sus dia­rios repe­tía lo que con­signó en el pri­mero de ellos, Los Tres Cua­der­nos Rojos (Ámbito, 1986): «Quizá para un deter­mi­nado número de lec­to­res (…) pue­dan ofre­cer algún tipo de com­pa­ñía, con­ver­sa­ción o dis­po­ni­bi­li­dad: ese estar ahí, a mano. Así lo espero, y eso es lo que jus­ti­fi­ca­ría la deci­sión de sacar a la luz esas sole­da­des, y com­pen­sa­ría las dubi­ta­cio­nes y reluc­tan­cias que me ha cos­tado el lle­gar a ella».

Una demos­tra­ción, en defi­ni­tiva, de la vita­li­dad pro­pia de quien no con­si­de­raba la vejez como un aban­dono y una espera angus­tiosa de la muerte. Así se lo con­fesó a Gurutze Gal­par­soro en el libro-entrevista Una estan­cia holan­desa (Anth­ro­pos, 1998):

–Me ima­gino que de algún modo habrá que lle­gar a una entente con esa situa­ción de vejez, pero no mediante el ingreso en la idio­cia, claro está. La vejez es un mal, lo que cabe espe­rar es que sea lo más benigno posi­ble y ¡ojalá se le con­ce­diese a uno algún suple­mento del alma!

–¿Qué suple­mento que­rría para su alma?

–Digo suple­men­tos de alma para decir algo así como un aden­sa­miento de ella y que no fuera inva­dida por el amar­gor, la envi­dia y el egoísmo, que son enfer­me­da­des de viejo, sino que se me con­ce­diera la sufi­ciente dosis de iro­nía y luci­dez, de gene­ro­si­dad y de ale­gría. Me gus­ta­ría ser un viejo incor­diante y mise­ri­cor­dioso (…). Pero, hoy, un viejo es un des­he­cho social, pese a todas las retó­ri­cas, y parece que se nece­sita mucho opti­mismo para con­si­de­rar esa situa­ción de vejez como un tri­bu­nal, o con­si­de­rar al viejo como un espec­ta­dor cua­li­fi­cado y por encima del bien y del mal. Cada día se le recuerda a ese viejo que solo es un espec­ta­dor de la última fila, cer­cano ya a la salida. Aun­que a la vez se le diga, por supuesto, que está en la edad dorada y jubi­losa, y se aña­dan otros cali­fi­ca­ti­vos por el estilo [como el de la ter­cera edad] que pare­cen puro sar­casmo [o una burla de humor negro].

–¿Y por qué ya ni siquiera los vie­jos cuen­tan otras his­to­rias que, pon­ga­mos por caso, las de la tele­vi­sión? Es como si se les hubiera que­brado la memo­ria. Hace años Böll anun­ció que está­ba­mos que­dán­do­nos «sin nada que con­tar a nues­tros hijos».

–Parece, efec­ti­va­mente, que los vie­jos tam­poco esca­pan al pen­sa­miento único y sagrado: el de los media (…). George Stei­ner ha visto muy bien que al incor­diante recor­da­dor que es el rey Lear, se le admi­nis­tra­rían hoy unas pas­ti­llas o se le inter­na­ría en una resi­den­cia, y se acabó la tra­ge­dia, se aca­ba­ron pre­gun­tas sobre el mundo y la memo­ria. Pero uno se hace difí­cil­mente a la idea de que no quede ras­tro de hom­bre siquiera en unos cuan­tos seres huma­nos irre­cu­pe­ra­bles para la nor­ma­li­za­ción y homo­lo­ga­ción de la Granja Moderna del Pro­greso (…). Creo que, pese a todo, siem­pre habrá un viejo Lear hablando a un joven –como Lear a su bufón– sobre el mundo o su furia y su esplen­dor, sobre las cosas ocu­rri­das y que siguen pasando.

Un diá­logo imposible

No se enga­ñaba, sin embargo, Jimé­nez Lozano sobre la impo­si­bi­li­dad, cada vez más patente, de un diá­logo entre gene­ra­cio­nes. Por la desa­pa­ri­ción, parece que ya irre­cu­pe­ra­ble, de códi­gos com­par­ti­dos durante siglos, que han empe­zado a des­mo­ro­narse con la revo­lu­ción digi­tal, la pre­emi­nen­cia de la ima­gen y la deva­lua­ción de la letra impresa. A pro­pó­sito de una columna de Gabriel Albiac sobre el final del escri­bir y de la escri­tura, esto es, el aca­ba­miento de un mundo que es un parén­te­sis en la his­to­ria de la huma­ni­dad de ape­nas 2.500 años, de Pla­tón a Inter­net, refle­xio­naba Jimé­nez Lozano en Los cua­der­nos de Rem­brandt (Pre-Textos, 2010): «Y esto, y su idea de que su gene­ra­ción (…) es la última intere­sada por la filo­so­fía, la his­to­ria y el arte, y que tiene en los libros su res­pi­ra­ción, parece una evi­den­cia. O quizá es que res­plan­dece dema­siado y ciega la demiúr­gica con­cien­cia de quie­nes ya no nece­si­tan padres ni terri­to­rio cul­tu­ral sobre el que poner los pies, y se dis­po­nen a recrear el mundo sobre cero, como si hubie­ran pasado el río Leteo y se hubie­ran des­nu­dado de la his­to­ria entera, por­que no la nece­si­tan. Pero ni siquiera vamos a juz­gar el hecho, solo pedi­mos que nos per­mi­tan que­dar­nos dis­cre­ta­mente en nues­tra anti­gua casa. Y que tomen nues­tras escri­tu­ras como inocen­tes manías de quie­nes reci­bie­ron una inmensa corres­pon­den­cia de gen­tes de otro tiempo –gentle­men and friends–, y la van contestando».

«Stei­ner vio bien que al incor­diante recor­da­dor que es el rey Lear se le inter­na­ría hoy en una resi­den­cia, y se acabó la tra­ge­dia y las pre­gun­tas sobre el mundo y la memoria»

Esa impo­si­bi­li­dad de comu­ni­ca­ción fue una de las hon­das preo­cu­pa­cio­nes de Jimé­nez Lozano a lo largo de su obra, por­que era para él un sín­toma del decai­miento de una cul­tura y unos valo­res cris­tia­nos que se han puesto en almo­neda y todos pare­cen haber acep­tado con la com­pla­cen­cia de una ser­vi­dum­bre igno­rante y volun­ta­ria. Así, en Evo­ca­cio­nes y pre­sen­cias, refle­xiona:

«El des­pre­cio a la His­to­ria y de las his­to­rias tiene que ver, en pri­mer lugar, con una inca­pa­ci­dad de los hom­bres de hoy para sen­tirse parte de la His­to­ria. No puede darse esta con­cien­cia his­tó­rica por­que ni siquiera hay luto y según los uca­ses impe­ria­les de la psi­co­lo­gía, más allá de quince días de luto revela un tras­torno psí­quico. Pero si no lleva el luto por sus padres y pró­xi­mos, ¿cómo se sen­tirá un hom­bre en la huma­ni­dad de la His­to­ria entera? La vieja cul­tura cris­tiana decía y dice que tam­bién más allá de la muerte impor­tan los muer­tos, y cada pri­mero de noviem­bre recuerda a todos los bau­ti­za­dos o san­tos, y en ellos a toda la huma­ni­dad, viva y muerta, pero parece que ahora les es sufi­ciente a los hom­bres meter una vela en una cala­baza hueca y hacer bro­mi­tas con esque­le­tos y cala­ve­ras y fune­bri­da­des, que es la ridí­cula coda de la jugue­te­ría fúne­bre que fue barroca y román­tica y ahora quiere ser diver­tida y se llama gótica. Y cua­jará por­que es una expe­rien­cia y el gran valor de hoy es la expe­rien­cia, poseer un alma­cén de expe­rien­cias aun­que sean nonadas».

Ero­sión ética

A lo largo de las pági­nas del dia­rio pós­tumo, Jimé­nez Lozano apa­rece des­in­hi­bido y cer­cano, como en una con­ver­sa­ción en voz baja con los libros o llena de estruendo y risas con ami­gos en su mesa cami­lla de Alca­za­rén, con su afi­lado humor en plena forma, alter­nando el tono poé­tico –hay incluso algu­nos ver­sos iné­di­tos– con otro más perio­dís­tico o de comen­ta­rio rápido a lo leído en la prensa o visto en tele­vi­sión, de rigu­roso crí­tico lite­ra­rio, de memo­ria­lista de un tiempo ido y de hondo pen­sa­dor ético preo­cu­pado por la defensa de la vida, unas refle­xio­nes, estas últi­mas, que la actua­li­dad de la ges­tión del coro­na­vi­rus en las resi­den­cias de ancia­nos han con­ver­tido en bas­tante per­ti­nen­tes. Por­que lo más pare­cido a un pro­grama de euta­na­sia es lo que suce­dió en las fatí­di­cas sema­nas de marzo y abril, cuando, ante la falta de pre­vi­sión de los gobier­nos cen­tral y auto­nó­mi­cos, los hos­pi­ta­les que­da­ron colap­sa­dos y los médi­cos (con ins­truc­cio­nes polí­ti­cas o sin ellas) deci­die­ron quién era apto o no apto para vivir e incluso vie­ron, por qué no, un momento inme­jo­ra­ble para apli­car una solu­ción defi­ni­tiva al pro­blema de los vie­jos, tan caros de man­te­ner y tan moles­tos para sus fami­lias, que no pue­den ocu­parse de ellos. No le dio tiempo a Jimé­nez Lozano a con­tem­plar un espec­táculo que a buen seguro le habría horro­ri­zado y le habría retro­traído a los años del nazismo en el poder, cuando, al comienzo de la Segunda Gue­rra Mun­dial, imple­men­ta­ron un pro­grama de euta­na­sia para eli­mi­nar a todas las per­so­nas que pudie­ran supo­ner un gasto exce­sivo al Estado. Ense­guida, enfer­mos cró­ni­cos e incu­ra­bles (tanto físi­cos como psí­qui­cos), dis­ca­pa­ci­ta­dos, defi­cien­tes o epi­lép­ti­cos se con­vir­tie­ron en obje­tivo fácil de un Reich que nece­si­taba todos los recur­sos sani­ta­rios y las camas de hos­pi­tal para sus sol­da­dos, que aca­ba­ban de ini­ciar la inva­sión de Polo­nia. La pro­duc­ción de muerte, de esta forma, se con­vir­tió en una de las acti­vi­da­des más ren­ta­bles en Ale­ma­nia, que eli­minó en secreto, entre 1939 y 1945, a unas 200.000 per­so­nas, a las que, mediante dife­ren­tes téc­ni­cas homi­ci­das, les aplicó una «muerte de gracia».

En su escri­tura solo hay ver­dad. Sin fin­gi­mien­tos. Y en sus refle­xio­nes una con­cien­cia de la ale­gría de vivir y de la inevi­ta­bi­li­dad de la muerte, asu­mida con resignación

Haciendo gala de su con­di­ción de «viejo incor­diante y mise­ri­cor­dioso», Jimé­nez Lozano escri­bió en una de las entra­das del dia­rio del año 2019 unos párra­fos que bien podrían haber sido escri­tos hoy: «De repente llega en olor de polí­tica y de basura uno de los crí­me­nes cuyo nom­bre no se atre­vía a pro­nun­ciar el hitle­rismo: la euta­na­sia. Y llega con una pre­ten­dida con­mo­ve­dora his­to­ria en la basura de la tele­vi­sión en la que se dan risas cóm­pli­ces entre la víc­tima y su eje­cu­tor en torno al hecho de que ellos ya tenían com­prado el veneno letal, como si se tra­tase de un diver­tido secreto entre los dos, la medi­cina de la muerte, casi el nom­bre de la mara­vi­llosa deno­mi­na­ción con la que se alu­día a la Euca­ris­tía entre los pri­me­ros cris­tia­nos: Far­ma­kon nekron, medi­cina con­tra la muerte. Y ense­guida, en un par de días, en los media se nos dice que ya son par­ti­da­rios de la euta­na­sia el ochenta y siete por ciento de los espa­ño­les. Es decir, que la euta­na­sia (…) ha ampliado el hori­zonte inte­lec­tual y ético de los espa­ño­les, toda una con­ver­sión, y asom­bro­sa­mente fácil y rápida, al dar­wi­nismo y al hitle­rismo como logro cien­tí­fico y moderno. La exi­gen­cia ética de res­peto a la vida ya no existe en el plano per­so­nal y sola­mente que­dan ecos muy mani­pu­la­bles en el que podría­mos lla­mar orden jurí­dico. No es muy difí­cil adi­vi­nar hasta dónde lle­ga­re­mos no tar­dando en las con­se­cuen­cias de esta ero­sión de la ética por parte del Dere­cho posi­tivo. Y lo que no deja de ser lla­ma­tivo es que la izquierda se haya reve­lado tan dar­wi­nista en estos asun­tos de la vida y de los dine­ros. Tan hitle­riana, en suma. ¿Qué es lo que ampa­rará, antes de su desa­pa­ri­ción total, a una izquierda y una dere­cha no ya cris­tia­nas, sino ni siquiera ya sim­ple­mente civi­li­za­das y huma­nis­tas? Lo más pro­ba­ble es que ya no exis­tan en muy corto periodo de tiempo».

Dimi­nu­tas alegrías

Hay, como en los cofres de los pala­cios, muchas más sor­pre­sas en estos cua­der­nos pós­tu­mos, sobre polí­tica, sobre arte, sobre filo­so­fía, sobre lite­ra­tura, pero que ter­mi­nan con la feli­ci­dad del autor por el inicio de la publi­ca­ción de una suerte de obras com­ple­tas que Con­fluen­cias, por empeño de su edi­tor, Javier For­nie­les, ha empren­dido para recu­pe­rar toda su obra. De momento, solo ha salido el pri­mer volu­men, que recoge los rela­tos sobre San Juan de la Cruz (El mude­ja­ri­llo) y Santa Teresa de Jesús (Pre­cau­cio­nes con Teresa). Y se sin­tió ilu­sio­nado Jimé­nez Lozano por «una por­tada de una muy espe­cial her­mo­sura y de un texto muy claro y cui­dado. Y me han traído ale­gría la per­diz exhi­biendo, encan­tada, sus medias rojas y otro pájaro difí­cil de decir qué es, y que parece que lleva una espe­cie de len­tes, o quizá sola­mente son oje­ras, y mues­tra una gran serie­dad e inqui­si­ción de algo». Y no era fin­gido ese entu­siasmo, por­que en la escri­tura de Jimé­nez Lozano solo hay ver­dad. Sin fin­gi­mien­tos. Y en sus refle­xio­nes una con­cien­cia de la ale­gría de vivir y de la inevi­ta­bi­li­dad de la muerte, asu­mida con resig­na­ción. Por eso acaba así Una estan­cia holan­desa:

–Pienso –dice Gurutze Gal­par­soro– que nos pasará lo que a Char­lotte Brontë, quien, un poco antes de morir, le decía a su marido: “No voy a morir, ¿ver­dad?”. “¡No nos sepa­rará!”. “¡Éra­mos tan feli­ces!”. En defi­ni­tiva las dimi­nu­tas ale­grías de la vida que nos mece, hacen son­reír y nos retienen…

–Natu­ral­mente –res­ponde Jimé­nez Lozano– que que­re­mos vivir y seguir en este mara­vi­lloso mundo, pese a todo. Y mara­vi­lloso espe­cial­mente por esas que usted llama muy bien dimi­nu­tas ale­grías. Solo hay que pen­sar en lo que sig­ni­fica, en una pri­sión, por ejem­plo, o en deter­mi­na­das cir­cuns­tan­cias espe­cial­mente angus­tio­sas, un ciga­rri­llo mismo, una taza de café, una golon­drina, un peti­rrojo, un perro, una mata de hier­ba­jos o un poco de sol. En muchos casos solo enton­ces se des­cu­bre el inmenso valor de esas peque­ñe­ces que la mirada coti­diana y esa nues­tra insen­si­bi­li­dad natu­ral de piel de búfalo, de tres dedos de gruesa, como decía el maes­tro Eckhart, nos ocul­tan. Pero todo eso está ahí y solo hace falta aco­mo­dar los ojos y des­po­jarse de aque­lla piel para verlo. La poe­sía lo ve en un ful­gor, los mís­ti­cos y los heri­dos por el amor lo viven, y es seguro que, a la hora de la muerte, mucho más inten­sa­mente aún que cuando esta­mos enfer­mos, el mundo se pone a relu­cir en todo su esplen­dor, como en la mañana del Géne­sis. Aun­que haya­mos pasado ochenta años sin per­ca­tar­nos de su mara­vi­lla, enton­ces se nos revela de golpe. ¿Cómo no iba a dolerse la pobre Char­lotte Brontë de tener que aban­do­narlo? A todos nos ocu­rrirá lo mismo.

 Revista LEER, número 297

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