El valor de los viejos
La maliciosa mortandad del coronavirus parece acompañar la consideración que los viejos merecen en un mundo contemporáneo sometido a un vértigo inédito. La inesperada tragedia obliga a revaluar la relación de la sociedad contemporánea con la vejez. Por BORJA MARTÍNEZ
«Señorías, el Consejo de Ministros aprobó ayer la declaración de luto oficial durante diez días en memoria de las personas fallecidas en nuestro país por la pandemia del COVID-19. Mediante esta declaración de luto las instituciones españolas acompañamos a sus familias y allegados, y lo hacemos además en el especial dolor que marca una pérdida, siempre antes de tiempo y sin haber podido en muchos casos acompañar a nuestras personas queridas en el momento de su muerte. Como sociedad, todos nos sentimos hoy huérfanos de tantos de nuestros mayores, deseando haber podido agradecerles todo cuanto hicieron por nosotros».
El 27 de mayo, la presidenta del Congreso de los Diputados Meritxell Batet expresaba en estos términos el duelo institucional por la muerte imprevista de decenas de miles de españoles. El tono general de la rutinaria declaración delata una inquietante indiferencia de fondo. Motivada no se sabe si por el automatismo autoexculpatorio que los poderes del Estado han activado para evitar responsabilidades o por un genuino desdén por la vida y la seguridad de las personas a las que se sirve. O por una cosa y la otra.
Pero inquieta sobremanera la reducción de una parte significativa de ciudadanos a la condición sentimental de «nuestros mayores». Elocuente de la percepción política y social que se tiene de quienes van cumpliendo años, así como de la idea inconsistente que nos hacemos, entre la despreocupación y la desesperación, de lo que es vivir y envejecer.
Todavía sin honrar a los muertos, los ciudadanos se echaban a la calle para pugnar por el aforo restringido de las terrazas de los bares. «Y apenas se apagaron las llamas / las tabernas volvían a estar llenas, / cestos de aceitunas y limones / traían los vendedores en sus cabezas», escribió el nobel polaco Czesław Miłosz en “Campo dei Fiori” pensando en otras tragedias, aquellas sí debidas a la acción directa de los hombres: la pira romana de Giordano Bruno y el gueto de Varsovia. Otra responsabilidad, la misma indiferencia.
La maliciosa mortandad del coronavirus parece acompañar la consideración de los viejos en el vertiginoso mundo contemporáneo. Hoy al viejo se le cosifica negativamente con argumentos equivalentes a los que se aplican a un dispositivo obsoleto. Es el deshumanizado envés de un irreflexivo culto a la juventud, que si floreció en el romanticismo a golpe de arrebato poético e idealización del espíritu ha degenerado en hedonismo chato e hipersexualización vacía. En estas coordenadas la flacidez del cuerpo, aunque la cabeza esté bien tersa, tiene difícil encaje.
La «sociedad del cansancio» acuñada por el pensador coreano Byung-Chul Han, formada por «sujetos-logro» en permanente tensión de reinvención al ritmo marcado por las actualizaciones de software, integra con dificultad a las personas en trance de desaceleración. El jubilado desafía la estabilidad del sistema. El propio concepto de retiro remunerado resulta sedicioso e insostenible. De hecho, las nuevas generaciones de adultos ya han sido reprogramadas y salvo que cuenten con la seguridad del funcionariado o con otro tipo de garantías, se han resignado a morir con las botas puestas.
La vieja gerontofobia
Qué mundo paradójico este que busca a toda costa prolongar la vida pero arrincona a sus viejos y mira con terror el horizonte de la vejez. El escrúpulo humanista protege de momento a los mayores del pragmatismo eugenésico que asoma, del arrebato de una novísima versión de una gerontofobia que es una constante antropológica. Por La balada de Narayama sabemos que en algunas aldeas pobres del Japón premoderno las estrecheces de una economía de subsistencia alumbraron, bajo la apariencia de tradición religiosa, un siniestro artefacto regulador de la presión demográfica. Cuando habían perdido todos sus dientes, los ancianos eran ofrecidos por sus hijos al dios de la Montaña: eran llevados a la cumbre, donde morían de hambre o precipitados por un barranco. La abuela de la película de Shohei Imamura se arrancaba metódicamente los suyos para precipitar su sacrificio y así facilitar el futuro de la familia.
Está arraigada la idea de que los ancianos han merecido tradicionalmente el respeto y la veneración de la comunidad, pero el tópico es una versión idealizada que no admite generalización. «Si yo fuera un visigodo tras la caída del Imperio romano», cuenta Theodore Zeldin en Los placeres ocultos de la vida (Plataforma, 2015), «valdría cien monedas de oro después de cumplir los sesenta y cinco, lo mismo que valdría un niño de menos de diez años», frente a las trescientas que valdría un varón adulto de hasta 50 años o las 250 de una mujer fértil. El ilustre profesor de Oxford intenta explicar así que no es del todo cierto, como podríamos pensar, «que hubiera un tiempo en que los hombres mayores dirigían el mundo y gozaban del respeto de todos». Es verdad que tradicionalmente se ha valorado la experiencia de los veteranos, pero también los inconvenientes de sus achaques. «Mejor es el joven pobre y sabio que el rey viejo y necio», dice el Eclesiastés.
Hoy sigue tácitamente vigente el criterio visigodo de cotización de las personas, pero afortunadamente hay derechos humanos y argumentos adicionales. Las realidades de la vejez y la juventud han cambiado radicalmente no desde hace quince siglos sino en apenas una generación. Nada tiene que ver un jubilado sano e hiperactivo de nuestros días con los abuelos de hace un cuarto de siglo. Para Zeldin, en un mundo donde las competencias y valoraciones de los individuos son más sutiles y complejas que en las sociedades del pasado, toca relativizar las diferencias entre jóvenes y mayores y revisar la noción de vejez. Seremos jóvenes en la medida que conservemos la capacidad de interesarnos por cosas nuevas, de tener nuevas ideas, de demostrar sensibilidad hacia lo que dicen y hacen los demás. Hay que «jubilar la idea de jubilación» porque hay que reformular la experiencia vital de los individuos, pero también porque «si la gente vive cien años, no puede pasarse cuarenta años trabajando y otros cuarenta jubilada. Ni el mejor mago de las finanzas lograría que eso funcionara. Hay que inventar otra cosa».
Zeldin pone como ejemplo de esa senectud mejorada al arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, que acudió a su estudio hasta el día de su muerte, cumplidos los 104 años. Otro arquitecto, Norman Foster, demuestra hoy a los 85 una vitalidad envidiable. Su perfil de Instagram le muestra supervisando todos los proyectos de su estudio, practicando esquí de fondo en Suiza, modelismo en su casa de Martha’s Vineyard y ciclismo en todo el mundo. Pero un arquitecto multimillonario con una energía peculiar quizá no sea el ejemplo de vejez activa y lúcida más accesible para cualquiera. La vida es muy dura y el hecho biológico ineluctable.
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La virtud del crepúsculo
Por temperamento y necesidad, los artistas son especialmente aptos para prolongar su vida útil. Cabe de hecho reconocer cualidades adicionales en el estilo tardío sobre el que teorizó Adorno y en el que abundó Edward Said. En un texto hermoso y revelador titulado La melancolía de las obras tardías e incluido en el volumen del mismo nombre publicado por Ediciones del Subsuelo en 2017, el escritor húngaro Béla Hamvas identificó poéticamente el valor de la obra crepuscular. Si «el entusiasmo del logos es uno de los lugares más intensos de la existencia», la edad tardía proporciona al genio un desprendimiento y una ligereza, una melancolía que le facilitan el acceso a ese territorio. Hamvas reconoce unos cuantos ejemplos. «Hablar de los últimos cuartetos de Beethoven no resulta difícil por el hecho de que suene en ellos la música más elevada que conocemos. Ni siquiera esa música es intraducible. Su equivalente en el lenguaje, sin embargo, sólo se encuentra en algunos, pocos, lugares recónditos. Es el mundo de la segunda parte de Fausto [de Goethe], el de Edipo en Colono [de Sófocles], el de La tempestad de Shakespeare. A él pertenece asimismo El arte de la fuga [de Bach], el viejo Tolstói y Cezanne, así como el anciano Platón, Heráclito y Lao-Tse (…). Es la misteriosa analogía de las obras tardías». Todas ellas están marcadas para Hamvas por la conciencia de estar ofreciendo «la última gota de miel», recipiente de todo cuanto queda; por la conciencia de «acceder al saber y no poder aprovecharlo» justo cuando «el artista ha alcanzado la afinación que le permite acoger la realidad verdadera». Es el paraíso del logos y no depende ya de la vida mortal. «Aprender lo vacío, como dice Goethe. Conservar únicamente lo verdadero, como hacen los cuartetos» de Beethoven que en el número 297 de LEER comenta Tomás Marco.
«Cómo me gustan esas obras misteriosas de los grandes artistas envejecidos», escribió Maurice Barrès a propósito del Greco. «La urgencia de expresarse los vuelve desdeñosos de explicarse; reducen sus formas expresivas lo mismo que abrevian su firma; alcanzan así el peso, la concisión de los enigmas o de los epitafios. ¿Sus sentidos gastados los dejan aparte, al margen del universo? Nos parecen distanciados de toda exterioridad, solitarios en medio de sus experiencias que transforman en éxtasis lírico».
Suena muy convincente, y por ello tiene más mérito que el ilustre Mario Praz escogiera este apunte del hispanófilo Barrès para refutar la virtud de la obra tardía en uno de los ensayos de El pacto con la serpiente, publicado por Acantilado en 2018. Para Praz, la evocación de Barrès es «un modo de presentar de forma atractiva uno de los más tristes espectáculos que el hombre está llamado a presenciar: el envejecimiento de los grandes». El crítico italiano sugiere que si los genios son capaces de alguna obra esencial y profunda en su vejez es una pura excepción. Cita como sombras de lo que fueron a un Swift disperso que se miraba al espejo y repetía «¡Pobre viejo! ¡Pobre viejo!», y a un Kant olvidadizo de su propio nombre, pero abunda en un John Ruskin obsesionado con «los caprichos de su estómago» y el «estado del cielo», cuyos diarios últimos «dan la penosa impresión de un genio que se extingue».
Praz quizá comete la imprudencia de identificar achaques y vejez. Y de menospreciar las posibilidades intelectuales de ese vértigo existencial, del sentimiento trágico ante el final de la vida. Pero sobre todo pasa por alto el valor que la experiencia, la decantación de lo vivido, de lo leído, a la luz de una inteligencia particular, puede ofrecer a los demás. Y que en tiempos de adanismo e ignorancia del pasado redobla su importancia. No es un valor absoluto, pero el valor de lo viejo y de los viejos es también el valor de la historia que hoy ignoramos, de lo que fue antes de nosotros. Es el antídoto contra la insólita arrogancia del presente continuo y el patológico y obstinado desprecio de nuestra naturaleza mortal. «Para nosotros hablar con los jóvenes es cada vez más difícil. Lo sentimos como un deber y a la vez como un riesgo: el riesgo de resultar anacrónicos, de no ser escuchados», escribía Primo Levi, poco antes de morir, en Los hundidos y los salvados. La misión de su vida fue destilar la experiencia del Holocausto. Tenía claro que su voz y la de su generación tenía que ser escuchada. «Por encima de toda nuestra experiencia individual hemos sido colectivamente testigos de un acontecimiento fundamental e inesperado, fundamental precisamente porque ha sido inesperado, no previsto por nadie». Esta verdad asociada a un acontecimiento extremo sirve para ilustrar el valor de los viejos. El valor que tuvieron y el valor que tienen. Restaurar esa comunicación significa restaurar su dignidad y la de todos.
Revista LEER, número 297